Abuelita Rosa Elvira, aunque no nos conocemos porque estás muerta, debo contarte cómo va la vida.
Me he quedado sola en una cuarentena por una pandemia de virus que arrasa por el mundo, es casi ya un año de aislamiento de la gente, vida en el encierro, un largo sueño del que nunca pudimos despertar.
Hasta hoy.
Salté de la cama con la angustia de un terremoto, con una bola atorada en mi pecho. Me desperté agarrandome la cabeza en posición fetal. Preste atención al sonido que se esconde en el silencio, y oí el hilo de tu voz que se desvanecía entre los gritos de los vecinos y la maquina corredora del ucraniano en el segundo piso.
Pensé que eras tú, ansié un abrazo.
***
Estamos en el año 2020, más de un siglo después de que tú nacieras.
No me creerás: vivo en Estados Unidos, soy tu última nieta de ocho hermanos. Siete estamos vivos, pero el primero se murió con tétanos pocos meses después de nacer. “Era el más guapo de todos”, decía siempre mi mamá. Hablo de Angelita, tu única hija, la que milagrosamente pariste a los 40 años.
Abuelita Rosa Elvira, naciste en 1906. Sé que viviste toda tu vida en un campo desolado y sombrío de Los Andes, en un pueblo encantado, que mi madre recuerda como el de “la eterna primavera”.
Un paraíso imperfecto donde te escondiste de adolescente cuando la última pandemia sacudió al mundo, “la gripe española” que mató a 50 millones de personas. Te imagino con el carácter de una guerrera sombría, una bruja buena que vivió las dos guerras mundiales lejos de la bulla de los cañones, y el torrente de infames primicias bélicas, en un balcón de Los Andes, abriendo y cerrando tus ojos albinos al mirar el vasto e inclemente espejo azul, un cielo con sol de valles y llanuras …. pestañas de oro arriba, abajo sobre gotas cristalinas de miel que se fijan en el son de las alas del dios cóndor.
La pandemia de este siglo empezó a finales de 2019, en Wuhan, China, el país de donde traían tu vajilla de porcelana dorada, nanita. Su gobierno al inicio no quiso escuchar a los doctores que advirtieron que el coronavirus era grave. El primero de enero de 2020 la OMS se declaró en estado de emergencia para abordar el brote. Mientras, yo estaba fuera del país, caminando por las tierras que ocultan tu dolor y tus secretos.
Semanas después, ¡boom! China estaba llena de muertos y los hospitales de Italia rebosaban cadáveres. Las enfermeras se volvieron dioses, eligiendo quién vivía y quién moría. Llovía sobre mojado nana, las semanas pasaban y España estaba envuelta en dolor, sin respiradores y sin doctores. Ser médico era una misión suicida.
Finalmente —justo lo te estarás imaginando— el enemigo invisible llegó aquí, a Estados Unidos. Yo ya estaba de vuelta.
Allá por finales de enero, el «paciente cero» ya estaba entre nosotros, y no lo sabíamos, abuelita, aquí en Los Ángeles estábamos más preocupados por los Premios Oscars.
Eso es un reconocimiento a las mejores películas y actores. Sé que tu no disfrutaste del cine, nunca viste una película nana, jamás descubriste el invento de la televisión. Eso nunca llegó por tu pueblo, aunque ni falta que les hiciera, con tantos melodramas, cosas mágicas, y encuentros de terror que allí ocurrieron.
En febrero empecé a conectarme con el mundo que sufría del golpe de la pandemia, abuelita. Llamé a los amigos y conocidos que viven del otro lado del globo terraquueo. De mi casa me comuniqué con Alejandra, una amiga de mi hermana que vive en Italia.
¿Creerás nana que Ale dejó todo por amor, sus lujos y empleadas en Perú, para casarse con un ciudadano italiano y tener una vida de lo más normalita? En otro momento te cuento los secretos de ese amor; días antes de hablar con ella, mi hermana Pia me contaba que Alejandra estaba angustiada con el toque de queda, que se sentía cansada de la cuarentena, una novedad, eterno encierro en un mundo que se mueve rápido, y mas aún con sus pequeños de 7 y 4 años.
— ¿Qué raro… cómo será vivir un un toque de queda por culpa de un virus? — me preguntaba yo ingenuamente, porque había olvidado los cuatro golpes de estado que sufrí en Ecuador, en tan solo 23 años; antes de abandonar el país, sin saber que lo abandonaba.
Ese fue el peor escenario de cierre de un país que yo conocía. No concebía que fuera lo mismo en una crisis de salud; jamás imaginé vivir una pandemia global… ¿y tú, abuelita Rosa?
Pensarás que soy muy sensible, pues tú viviste ocho golpes de estado en tan solo 47 años de vida, sequías y tu ceguera de gato bermejo…
¿Por qué moriste tan joven abuelita? Dejaste a mi madre huérfana antes de que ella aprendiera a leer y escribir. Sola. Te quedaste solo hasta que te asegurarte que ella naciera. Después te fuiste.
De mi conversación por Skype con Alejandra, salió una entrevista exclusiva para el canal de televisión donde trabajó como reportera, abuelita. Quedamos como amigas, aunque nunca la he visto en persona.
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Con mis llamadas a los amigos de la infancia confirmé que no había suficientes respiradores en hospitales de España e Italia. Que amigos que emigraron de tu pueblo, décadas atrás, al mismo tiempo que los banqueros se refugiaban en Estados Unidos, se quedaron sin trabajo, pronto, porque los viejitos que cuidaban se murieron muy rápido con el Covid.
Abuelita te estarás preguntando: ¿Cómo, eres periodista? ¿Entonces eres nieto, no una nieta? Esa es una larga historia, pero necesito que sepas que yo accedí a la educación, y que todos tus nietos también lo lograron. Me gradué de periodismo de la universidad de Guayaquil. Hoy, abuelita Rosita, vivimos otros tiempos. Te cuento que mi esposo cocina para mi, me atiende, somos un equipo; y no tengo que pedirle permiso para salir. ¡Soy libre! Tengo mucha suerte de vivir en el futuro, y muchas preguntas para ti sobre el pasado…
Nana, ¿te gustaría que te llame así? (No escucho tu respuesta, aún) “No había cama pa tanta gente” el dicho popular se convertiría en una cruz pesada de cargar, también, para los doctores de Nueva York, cuando meses después, el país más poderoso del mundo sucumbió ante el microscópico e invisible enemigo.
Abuelita, ahora mismo te escribo dos noches después de haber sufrido un ataque de pánico por la claustrofobia del encierro. Llevamos ya en Estados Unidos más de 15 millones de contagios y más de 300,000 muertos. Pero mi madre está viva. Es un milagro viviente.
Escucha.. escucha nana, el hombre ya llegó a la luna, un ser humano puso un pie en un suelo fuera del planeta Tierra, y tu te fuiste sin saberlo, falleciste 15 años antes de que ese gran paso para la humanidad sucediera… pero no tengo claro en qué nos ha convenido, pues no podemos todavía con los virus.
Ay abu, estarás con la boca abierta revolcandote en la tumba, sin entender por qué de toda tu familia, soy yo la que te escribe, como un pájaro de mal agüero, aves a las que tú respetabas mucho, pues los malos sucesos ocurrían después de oírlos chillar… Ojalá decidieras visitarme, ahora estás segura; aunque aquí los adultos mayores se fueron muy rápido, abuelita. ¿Se adelantaron a su llamado la gente que ya lo había dado todo, y ahora recién empezaban a vivir?
Siento que tú no habrías querido vivir en este año 2020, fuera de tus montañas, ni en Los Ángeles, Nueva York, Madrid, Milán, ni siquiera en Guayaquil, dónde tu hija de 73 años todavía vive.
Ecuador. Los cadáveres tirados en las calles del sur de Guayaquil a finales de marzo, marcaban un capítulo negro para su historia, y para nuestra familia, abuelita. María Magdalena, sus hijos, tus otros nietos y bisnietos que viven ahí, estaban rodeados de pestilencia, del hedor a muerto. El virus los acechaba. Guayaquil era el foco de infección, y salir a comprar al mercado una libra de papa, se convirtió en una decisión crucial en los suburbios —no te fueras a topar con la muerte en la esquina de tu casa, con la fetidez de un féretro abandonado en la vereda.
Al mismo tiempo, del otro lado del Pacifico, yo maquillaba mi rostro en los apuros de mi día a día, mostraba mi buena cara en televisión al reportar cómo se cerraban todas las escuelas en el Condado de Los Ángeles, el segundo distrito más grande del país. California cerraba sus puertas a la normalidad conocida. El principio del caos empezaba, una crisis económica colosal para el grande del Norte, pero para entonces no lo sabíamos —tú sabes, cuando las cosas están en tus narices, preferimos hacer un hueco y hundir la cabeza hasta que la tormenta pase.
Abuelita, los videos de Ecuador se viralizaron, recuerda que Guayaquil es un infierno de calor, 33 grados centígrados con humedad, una sauna. Creo que eso hizo insoportable el hedor a cadáver dentro de las viviendas después de varios días de esperar que la oficina del gobierno recogiera los muertos. Y no llegaban. Pronto, el temor a los contagios del coronavirus hizo que los sacaran de sus casas a las veredas, más tarde a los basureros, o a las puertas traseras de los hospitales. A algunos los quemaron en media calle, como “años viejos”; un apocalipsis abuela, tierra de nadie era eso.
Nanita tu pensarás… allá desde dónde me oyes, ¿qué es un video viral, que es Skype? Pues resulta que ya no hay barreras en el tiempo abuelita.
En tus propias palabras sería así: — la magia ahora es real para todos, hay un espejo chiquito, una caja del tamaño que tú quieras. Tú lo tocas con tu dedito índice, con la misma delicadeza que tocarías una pompa de jabón cristalina, y ¡zaz!, puedes ver a una persona que está del otro lado del mundo. Para uno es de noche y para el otro es de día. ¡Es magia abuelita, no brujería! Y lo increíble de todo es que ni nos asustamos o asombramos de vernos en dos tiempos.
El sonido de nuestras palabras viajan en el tiempo, por eso creo que tu podrás escuchar mis cartas. El espejo pequeño se llama iPhone, nana, y el grande iPad, tablet, ordenador. Andamos conectados con el mundo y desconectados con la vida, a la vez. Todos llevamos esos espejos mágicos en el bolsillo y carteras, en él nos vemos todo el día, cuando comemos y hasta cuando defecamos; y no nos da pena.
No, nos da pena porque la mayoría aún desconoce que es un esclavo y adicto a esta mini máquina tragamonedas, —pensarás que estamos locos, nana.. te prometo que te contaré más de cómo vivo en este nuevo mundo si es tu me envías una señal de que recibes el mensaje.
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Nana, con todo respeto, yo también podría decir que viviste en un mundo de locos. Le pedías permiso a tu padre aun siendo una mujer adulta, porque tenias marido que te autorizaba lo que debías y no hacer. El patriarcado abuelita, de eso hablo. A ti te mancillaron tu honra.. los hombres del pueblo te convencieron de que tú estabas loca. Y tú, casi te lo creíste, solo para sobrevivir. Te dijeron que traían mala suerte para los campos, que tu blancura, tu piel translúcida, que tu belleza casi celestial, era cosa de un encanto, de algún hechizo malévolo para tu familia.
Por eso no encontraste el amor.
Con las escuelas cerradas en Los Ángeles, los padres se volvían locos sin saber cómo cuidar a sus hijos y a la vez trabajar… si aún no los habían despedido. Aquí, una buena niñera gana más que una maestra de escuela, abuelita, entonces las mujeres renuncian a sus sueños y carreras, con tal de tener una familia.
No es fácil abuela, yo misma me encuentro ahora en esa encrucijada. Soy una forastera construyendo mi vida por segunda vez. Soy inmigrante, tengo 31 años, y aún no sé cómo voy a hacer para tener los cuatro o cinco hijos que siempre he soñado; hijos míos y adoptados, pero en la jaula de concreto las reglas son diferentes, nanita, la villa ya no cría a tu hijo.
Con mi disfraz de reportera de televisión he contado decenas de historias conmovedoras todos los días, una tras otra, desde los bancos de comida, desde las cortes, rodeada de masas de inmigrantes latinos gritando por ayuda, rodeados de policía, mascarillas, y yo de combate con un par de jeans, las botas de caucho y el micrófono como única arma.
Estados Unidos ha estado en cuarentena. La pobreza afloró, millones se quedaron sin trabajo, y salieron a las calles a pedir una ley que los proteja y que no los boten a la calle en plena pandemia.
Familias que vivían de mes a mes, se encontraron ahora en una crisis. Trabajadores de la limpieza y de servicios son la fuerza laboral que sostiene a este país, en ciudades principales como Los Ángeles o Nueva York. Los latinos y los afrodescendientes hacen el trabajo sucio, abuelita, ¡si te contara! La gente dejó los campos donde tu araste, para irse a Madrid o acá a Estados Unidos, a limpiar baños, y cultivar esta tierras, donde con la maquinaria que hay se puede cosechar en días, lo que por allá en medio año.
No solo el virus destapó el avispero abuelita, sino que el pueblo afroamericano se levantó, se levantó en plena cuarentena y crisis de salud. Es que les mataron a uno de los suyos de manera cruel. George Floyd suplicó por su vida, decía «no puedo respirar, ya no puedo respirar» porque sobre su cuello inmovilizado estaba la rodilla del agente Derek Chauvin, a vista y paciencia de la gente. Mientras lo grababan con un teléfono, como un acto circense, una guillotina moderna un solo hombre blanco, se sintió con el poder para fulminarlo.
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“El público llegó rápidamente a su veredicto: la policía de Minneapolis mató a George Floyd”, citó el LA Times en un artículo. Nana el video de su muerte fue visto en todo el mundo… la ira del pueblo negro se hizo sentir en Mineapolis y en todo el pais, en cerca de 50 ciudades del país.
Aquí en Los Angeles, se salió de las manos, pasó a violentos saqueos. Allí andaba yo abu, haciendo el recuento de los daños entre vidrios rotos y detenidos, en las calles de Hollywood. Era conmovedor ver jóvenes de todos las etnias, latinos, blancos, y negros, unidos buscando justicia en las calles, por el derecho humano a la vida, sin importar de el color que te veas por fuera, decían.
El jefe de la policía de Los Ángeles, Michael Moore, declaró el toque de queda. Las alertas en los celulares vibraban como pájaro de mal agüero. La gente se resguardaba puertas adentro con dudas, con miedos; los periodistas salimos a las calles armados de pasión por servir. Quedamos en el medio — entre la policía y los protestantes ya cansados de la misma mentira… Es que teníamos que contarle a la gente lo que pasaba.
Vi con mis propios ojos como la policía por primera vez se puso de rodillas de manera simbólica, ante sus hermanos que protestaban, yo estaba ahí entre la muchedumbre la reja y la policía en su estación central en el centro de Los Ángeles. Ya en la ciudad donde mataron a Floyd los policías se habían arrodillado. Aquí también, cuando se dieron cuenta que eran muchos los que gritaban, y que ni porque estábamos en cuarentena se irían a sus casas.
Yo tampoco me podía ir.
Ahora mi preocupación era la noticia de violencia, y no quedaba un segundo para pensar que me podía contagiar del virus.
Nana, pasamos mayo y junio, con un verano discreto, cuando el sol a veces dudaba en salir al notar la ausencia de gente en tanto que el virus del Covid se expandía por el país y el mundo. Y yo me asoleaba como lagartija en el parque los sábados, me sentía viva al respirar tranquila, sola.
En Nueva York se cavaban fosas comunes, algo que jamás pensar ver en el Primer Mundo, y aquí en California las cifras de contagiados subían. El 12 de mayo se registraron 2.244 casos de coronavirus y 64 muertes. El Gobernador Newsom anunciaba una semana una cosa, y otra semana lo contrario. —Se reabrirán los pequeños negocios, peluquerías, restaurantes, malls, y las iglesias— decía, y, los periodistas en un eco unísono, volábamos con el “mensaje a Garcia”, en un vaivén de información.
Mucha gente tuvo que aprender a comunicarse con Dios directamente, cuando las iglesias volvieron a cerrar.
Sabes, nana, yo iba en vivo a las cinco de la tarde —una hora del dia que hasta ahora no alcanzo a entender— Me olvidaba de cualquier discusión que haya tenido con mi esposo, ocasionada por la pandemia, o la impresión de que un tío político murió por Coronavirus en Ecuador. Pero sentía que el virus nos acechaba. Me limpiaba las lágrimas, cubría mi miedo, agrandaba mis ojos con pestañas postizas, justo minutos antes de conectar en vivo.
Abuelita, la cosa empezaba a ponerse color de hormiga, con datos como; “podrían haber más de 6,000 muertes por COVID-19, para fines de agosto”.
Me empezaron a llamar, preocupados, los amigos regados por el mundo, para saber si mi hermana Pia y yo estábamos bien. Tuve que aclararles que estábamos separadas por un continente: ella sola, atrapada en Miami, se convertía en la estrella de un show de televisión. Y yo con mi esposo en Los Ángeles.
Abuelita, Pia y yo, estamos muy unidas por el amor y lealtad que solo te da la sobrevivencia; eso te hubiera encantado ver con tus ojos de miel y encanto.
Recuerdo que un día la seguí al baño para que me contara un cuento, tendría yo unos cinco años, y desde entonces nunca más me aleje de ella, y desde ese dia tambien noté que ella nunca paró de buscarme. Así terminé en este país, persiguiéndola.
Nuestras llamadas diarias, a veces de dos horas, para contarnos nuestros más íntimos secretos, llorar por alguna culpa o sueños no cumplidos, se daban en cualquier momento del día. El eco de las marchas de protestas de “Black Live Matters” todavía se escuchaban en las calles de Los Ángeles. La muerte de Floyd destapó la verdad del racismo no superado, en este país de libertades, abuelita. “Estaba enterrado como caca de gato”, como tu dirías nanita; era una bomba de tiempo.
Llamaba a Ecuador constantemente, abuelita, a mi hermana mayor, María Magdalena, quien se encarga de cualquier trámite de la familia y de ver las necesidades más íntimas de mi mamá durante la emergencia de salud —porque no se puede confiar la madre a los hijos varones, es un dicho en la cultura popular latina.
Estoy segura de que María Magdalena pudo haber sido tu nieta favorita, abuelita. Es muy tranquila; tiene vocación de servir. Se deja querer fácilmente. Es enfermera. Fue la primera que me confirmó que un ataúd había sido tirado a pocas cuadras de su casa, detrás del Hospital Guayaquil, y que mi madre no tenía idea de la existencia del virus.
Fue algo bueno. El desconocimiento de las cosas malas del mundo la ha mantenido siempre saludable y llena de vida. Una semana después de esa conversación, después de meses, lograría descodificar el teléfono inteligente que le dejé en diciembre de 2019. Su espejito mágico con fondo de pantalla del sagrado corazón de Jesús.
Nana, “ese fue el paso en la luna” para tu hija, a los 73 años, y sin jamás haber estudiado ni la primaria, solo el primer grado, logró dar un salto gigante en su vida. Logró conectarse con con el mundo, por vez primera a través de un teléfono inteligente. Y aunque no sabe qué es internet, ni cómo funciona, logró comunicarse conmigo y con Pia, entrando en Whatsapp después de tres meses de tener el teléfono en su bolsillo y solo usarlo para ver la hora. Por primera vez pudo ver las fotos que le enviamos desde otro país, desde el otro lado del océano Pacifico, Los Ángeles, y Miami —con tremendo evento mundial, la pandemia, se inauguró en el mundo global de las noticias.
Esto es un triunfo para nosotros durante este año de la pandemia, abuela, y cada día aprende un poquito más, solita monea el teléfono sentada por horas junto a su ventana de su casa, desliza sus dedos arrugados, que a veces son muy torpes para ese pantalla como pompa de jabón de vidrio; esas manos consumidas por el agua del río, pues fueron muchos años de fregar ropa y pañales de la tribu completa, en las aguas mansas del Chanchan en Bucay.
Salta de la emoción cuando sale algo nuevo en la pantalla, o una noticia de China, o fotos nuevas de un hijo o nieto. Pero luego se preocupa y cree todo lo que ve y hace mil preguntas, e incluso está más informada que algunos adolescentes zombis de esta época.
No sabe escribir un mensaje de texto, que es la versión moderna de telegrama, abuelita. Sus arrugadas y santas manos, nunca pasaron por la máquina de escribir. Ahora nosotros nos las ingeniamos para mandar telegramas mordernos rompiendo las barreras del tiempo. Mandamos letras, escritos en formato foto, como un memorandum, y ¡zaz! se entera.
HOLA MAMA TE AMO, SOY LEO, le escribo, tan simple como eso, ahora sabe que la sigo queriendo, y que no me he olvidado de ella; a pesar de haber emigrado, de no haber vuelto.
Antes decía que estoy empezando mi vida de cero, de nuevo, pero, ahora digo que estoy continuando, que este el capítulo dos de mi vida, aquí, en Estados Unidos.
Allá por junio, los primeros síntomas de ansiedad me pisaban los talones. Me movía entre cientos de personas que estaban a punto de quedarse en la calle por no tener cómo pagar su renta. Así conocí a doña Victoria Enríquez, en la corte. Era una abuela que protestaba por que les perdone la deuda, y que tenía a su cargo a su nieto adolescente, Jonathan, huérfano de padre y madre.
Esto hacía yo mientras hacía malabares para que mi matrimonio funcione. Fue una misión que me dejaban exhausta y sin ganas de hacer el amor.
Abuelita, sé que tú no conoces el significado de la palabra, ansiedad, pero un sinónimo para ti, sería cobardía, el permitirte verte más a pequeño que tus propios miedos, o el adelantarse a los acontecimientos.
Esto requiere también tener tiempo para analizar las cosas, abuelita. Hasta puedes pagar a alguien para que te escuche. Sé que cuando tu llegaste a sentir que te faltaba el aire en plenos días de verano y cosechas, corrías a la iglesia a confesarte con el padre Olivo. Y si no lo encontrabas, porque había subido a las montañas a confesar a los Indios, los que acumulaban pecados por cosas de la distancia, regresabas de apuro a la casa, más roja que de costumbre y como ardiendo en fiebre.
El cabello largo se te hacía verde y grueso como la cabuya colgada en el portal del zaguán. Y te autoflagelabas, tratando de machacar los tormentosos pecados de malos pensamientos; en la cocina de leña de tu mamá. Así me lo contaste en un sueño, el mismo día que tuve mi primera menstruacion. Fue un amanecer tan feliz de mi vida, me dejaste que te conociera.
Pues nunca ha existido una prueba física de tu existencia.
En la unica fotografía en blanco y negro de la disnastia Arellano, tú no estas y nadie sabe por qué. Un misterio.
La historia se repitió con tu hija, no existe una fotografía de su paso por la vida, en el mismo pueblo. Solo hasta después de sus 46 años, un día y por casualidades de la vida, unos compadres llegaron de visita por las fiestas de independencia del pueblo, para ver desfilar a María Magdalena, mi hermana mayor, su ahijada. Así la primera prueba física de la existencia de mi madre, ocurrió.
***
…Estoy allí en media calle, en medio de carros alegóricos, el ruido de un río de gente que no sabe a dónde va, y el olor meloso de las manzanas acarameladas. Me resisto a ceder al sol de agosto. Todo me crean confusión, pues no me sacan a la calle muy seguido. Estoy ahí, pero no soy consciente de la existencia de todos, al mismo tiempo.
De mi padre y mi hermana Maria, supe que sí estuvieron ahí, años después, al ver la fotografía… Solo sé que somos muchos…
Siento un sudor en las manos, aprieto más mi puño izquierdo, me enojo pero nadie lo nota… “yo no he visto antes, a la familia que vive conmigo, atodos, afuera de la casa”…
Nos dijeron que miremos algo o a alguien, pero la timidez de mi madre me distrajoץ Ella intentaba esconderse detrás de sus dos niñas más pequeñas que ella, y casi lo logra. Ahora veo que esquivó el lente de la cámara, y miró para la derecha. Está, pero no está.
Yo me descubrí empuñando un billete de cinco sucres en mi mano izquierda. Así, mi emocionante primer encuentro con el dinero quedó registrado para siempre.
También quedó registrado el espíritu estoico de la familia. Las demostraciones de afecto no existían, y menos en público — mi padre está erguido y sostenido por su orgullo al extremo derecho. Mi madre, lejos, en la otra esquina, fingiendo que no le molestaba ser vista en la primera foto de su vida. Los padrinos forasteros en el medio, de manos cruzadas, y también separados, muy disimulados. María Magdalena en el centro llevaba un de vestido floreado, del baile. Su cara alerta como una ardilla, indicaba que era una niña insegura.
Mi padre vestía de pantalón y camisa modesto, pero su aroma dura fuerte y porte se imponían. Era mi madre quien delata nuestra pobreza, porque Pia y yo vestíamos ropa linda que nos donaba la gente más pudiente. El pantalón rosado, blusa blanca y un collar cuyo colgante no puedo distinguir, muestran mi carácter vanidoso.
Al final la foto era para Pia, y ella lo sabía, se robo toda la atención del lente con su sonrisa pícara y su vestidito celeste y blaco de encajes. Calza zapatos de lona, de niño pobre, en vez de zapatos de charol y tacón, como había soñado. Ella ya había visto una cámara, antes. No es casualidad que se convirtiera en actriz , y ahora mismo es parte de un programa de televisión exitoso en Estados Unidos.
¿Dónde estaban nuestros tres hermanos varones en ese momento? Betunando zapatos o vendiendo periódicos, tal vez. Era domingo de fiestas patrias; un día bueno para la venta. Las mujercitas teníamos la suerte de no trabajar: María Magdalena de 12, Pia (María Piedad) de ocho, y yo, María Leonor, de cuatro años.
Esa fue la fotografía que se convertiría muchos años después en la primera prueba de mi propia existencia. Más tarde la llamamos «foto de la familia».