Llegué a los Estados Unidos cuando las marchas por la reforma migratoria llenaban las calles de las grandes ciudades al unísono. Podía sentir la angustia y la incertidumbre, pero no la entendía. Viví una migración muy privilegiada; crecí en la frontera, yendo y viniendo, sin miedo a cruzar. Siempre volvía a casa. Hasta que me quedé y me convertí en puente; aquí y allá, con el corazón partido y las raíces en dos tierras. Solo entonces comprendí la complejidad de la melancolía y el arrebato de la añoranza.
El acceso a la legalidad está congelado
Estuve en un capullo por mucho tiempo y me consolaba saber que Estados Unidos era mi mientras y nunca mi para siempre. Hasta que construí un hogar y no me quise ir. Entonces descubrí que quedarme no sería tan fácil y que un sistema obsoleto de migración podría arrojarme a las sombras, esas mismas de las que querían salir millones que llegaron aquí muchos antes que yo también con la idea de la temporalidad y no de la permanencia. Para mí, había un camino; para muchos de ellos, no… ni lo habrá pronto.
Salté de una visa de trabajo a otros con los ojos enrojecidos por las lágrimas. Los permisos temporales de empleo pueden ser también una forma de esclavitud moderna. Por muchos años tuve que trabajar más duro que los demás, ganarme el puesto y el patrocinio, y justificar el ser, estar y respirar en un país al que yo sentía mío, pero que no me había adoptado.
Callar y aguantar por miedo
Sufrí mucho en silencio. Fui el espejo de esa doble moral de contar historias de trabajadores abusados y tener que callar la propia por miedo. Los entendía mejor que nadie, quizá porque siempre fui consciente también de mis privilegios.
Los pocos que sabían, me pedían que denunciara. Pero yo ya tenía hijos, una casa y hasta el perro y me daba pavor que me rechazaran. Como trabajadora migrante, incluso con visa, son muy altas las posibilidades de que te digan: “si no te gusta, devuélvete a casa”. Así que cobardemente aguanté, con noches de desvelos e incertidumbre, con ganas de planear un futuro para el que no tenía derecho ni garantía, con una resignación dolorosa a la que te obliga la necesidad y con todas las promesas de lograrlo, aunque muriera en el intento. Y lo logré, pero no debería ser así.
Hace muy poco, el Departamento de Seguridad Nacional de Estados Unidos (DHS) anunció un programa para ofrecer protección a los trabajadores migrantes abusados, víctimas de empleadores sin escrúpulos que se aprovechan de su irregularidad. Este le quita la “discrecionalidad” al oficial para saber a quién ayudar o a quién no, establece un proceso con el que antes solo podíamos soñar y ofrece la oportunidad de poder obtener un permiso de trabajo temporal. Este es un primer paso, pero no el final. El abuso laboral es eso, abuso; romper el círculo es duro. Un permiso temporal es solo una curita en la herida que sangra y no representa un camino a la legalización. Seguimos tibios e indiferentes.