Hace unas horas, un hombre mató a seis personas e hirió a doce en un intento de asesinar a la congresista demócrata Gabrielle Giffords en Tucson, Arizona. Los muertos son tres personas de 79, 76 y 74 años; una niña de nueve años que nació el 11 de septiembre de 2001, si, el día de los atentados terroristas; el juez federal en jefe de ese estado, y un joven de 30 años, asesor de la congresista.
Giffords todavía está luchando a estas horas por su vida.
Al minuto siguiente del atentado terrorista, se inició un titánico esfuerzo de distorsionar su significado.
En el esfuerzo de enmascarar la realidad participan los principales creadores de la opinión pública. Se incluye a quienes se sienten acusados de haber fabricado el clima de intolerancia y hostilidad en este país.
De hecho, la guerra por el SPIN no esperó ni un minuto en declararse.
Quienes, como Obama, todavía se ilusionan con la idea de que las ruedas de la historia den marcha atrás, han pedido que se posterguen las conclusiones, que la gente dedique su tiempo a rezar por el bienestar de los heridos y las almas de los asesinados y enfatizado que en condiciones difíciles el pueblo americano se une.
Quienes se sienten en el banquillo de los acusados de haber establecido el ambiente de odio y glorificación de la violencia crearon varias narrativas: otra vez, se dicen entre sí, los (odiados) liberales encuentran motivos para acusarnos, como cuando el atentado terrorista contra el edificio federal en Oklahoma, 1995. Pretenden que no existe relación entre el acto homicida en Tucson y ninguna situación política; no hay evidencias, insisten, de contacto directo entre el atacante y aquellos acusados de sus los autores intelectuales o ideológicos del hecho; el ataque, afirman, fue obra de un loco solitario (aunque en el momento de escribir esto la policía buscaba a un posible cómplice del acto).
Los liberales de marras, mientras tanto, encuentran solaz en que la congresista Giffords fue una de 20 demócratas de todo el país sindicadas por Sarah Palin en el objetivo del blanco de su cacería. O que su contrincante en las elecciones congresionales de noviembre Jesse Kelly, apoyado por un tea party local, invitó a su gente a:
Dé en el blanco para la victoria en noviembre. Ayude a remover a a Gabrielle Giffords de su puesto. Dispare un fusil totalmente automático M-16 con Jesse Kelly.
El SPIN se deriva en generar un clima de falsa generalidad: todos hemos sido atacados; todos somos vulnerables; todos tenemos la culpa. O sea, nadie.
O bien, se concentra en convertir el ataque en algo inevitable, en un fatalismo levantino; en un acto casi comprensible dadas las circunstancias, ante lo cual pretenden que la única solución es incrementar la seguridad: ponerles guardaespaldas a todos los congresistas en lugar de solamente a los líderes; colocar guardias de seguridad en todos los centros comerciales, al estilo existente en los aeropuertos.
Más mentira, más distorsión.
Pero estos intentos de ocultar la verdadera naturaleza de la realidad están teniendo éxito.
En los próximos días la pluralidad de mensajes – que minimizan la gravedad del atentado, enfatizan la supuesta existencia de unidad, endilgan el crimen a un depravado en lugar de reconocer la influencia de una posición política que ilegitimiza la disensión – estos mensajes se multiplican, se imponen y marginalizan el análisis de la lógica.
La verdad ha estado en boca de pocos y no ha merecido eco ni apoyo para crear consenso.
La congresista Laura Richardson dijo a la TV que «no me sorprendió el atentado, sino que no haya sucedido antes». Y en un comunicado, agregó: «Desde agosto de 2009, mis colegas y yo hemos recibido correo de odio, amenazas que van escalando y en algunos casos son apoyadas. Sea escupirle a alguien, enarbolar un cartel con expresiones de odio o pronunciar un insulto racial».
El sheriff del condado de Pima Clarence Dupnik confirmó que Giffords fue el objetivo del atentado; dijo también: «Cómo reacciona una persona desbalanceada al nivel de hostilidad donde se llama a destrozar al gobierno. El enojo, el odio, la intolerancia en este país ha crecido a niveles escandalosos. Arizona se convierte en la capital, en una meca para el prejuicio y la intolerancia».
***
Addendum
El 4 de noviembre de 1995, Igal Amir asesinó a sangre fría en la Plaza de los Reyes de Israel, de Tel Aviv, al primer ministro Rabin. El odio que lo llevó al magnicidio fue nutrido por años de incitación según la cual quien cediera tierras de Israel a «los árabes» es un traidor y merece la muerte. Sin confabular con nadie, sin consultar ni pedir permiso ni recibir órdenes de los líderes del extremismo político, ejecutó lo que creía era una decisión de consenso.
Porque lo era, véase, en su entorno estrecho.
Es sorprendente cómo se repiten las tragedias.
En el asesinato de Rabin el primer spin lo dio el propio asesino mientras aún disparaba su arma. «No es verdad, es juguete [el arma]», gritaba a los agentes de seguridad que trataban de desarmarlo.
Se impuso el falso spin con el tiempo de que el suyo fue el acto de un don nadie, de quien no representaba ni siquiera a sí mismo. La incitación, si bien un poco más callada, siguió. Pocos meses después, uno de los principales instigadores del odio por cuenta de su virtuosidad en el manejo de la palabra pública, se convirtió en Primer Ministro, sucediendo al asesinado.
El asesinato de Rabin, un ex militar a quien conocí y entrevisté cuando estaba en el exilio político, destruyó años de negociaciones de paz y es uno de los motivos subjetivos de la impasse permanente – agorera de más sangre – en que se está hundiendo mi país.
***