Dice la gente que la democracia no existe. La culpa de que las calles se inunden tras los huracanes, o de que el fuego arrase colinas siguiendo al viento es del gobierno. Siempre alguien tiene la culpa de que nuestra vida no sea plena, ni libre. Incluso la muerte, nuestra infelicidad y mediocridad es de otro o por otro. Tomamos café y a otra cosa mariposa. Sin resultados no hay democracia.
La vida se escapa de nuestras manos y nos resistimos a dejarla partir sin imponernos sobre los demás. Convertimos las palabras importantes en murmullos repetidos sin sentido. Democracia, igualdad, justicia o solidaridad son suspiros que se maman desde el vientre, son contracciones del espíritu que no se improvisan y que poco tienen que ver con los resultados, ni con los deseos huecos. El autoritarismo callejero es más sencillo: ordenamos, o nos amargamos porque siempre tenemos la razón.
Nos dejamos llevar como el fuego, o el agua por la fuerza de la corriente. Es natural: el egoísmo, la envidia, la codicia y la soberbia son consustanciales al ser humano. Por eso deben de existir pactos, controles y normas. La convivencia requiere de generosidad y de buena educación.
Esta última tampoco es superficial: es una disposición del espíritu. No debe confundirse elegancia con sonrisa, ni mentira o simulación con deferencia. El respeto se logra con justicia, y ésta con dignidad. Lo dice Sartori con sabiduría: “la democracia es como ir en bicicleta: si no pedaleas te caes”.
También las hamacas tienen sus aristócratas. En un mundo desigual como el que vivimos, no somos iguales. Por esa razón la democracia se convierte muchas veces en susurro, en cantinela de parroquia. Sin ciudadanos, sin igualdad, sin justicia no hay nada que murmurar, aunque nos digan que sigamos con la canción, que sigamos sonriendo y que nos pintemos los labios de carmín. Ya nos decían que entre los ciegos, el tuerto es el rey; y también que un niño lo vio desnudo.
La aristocracia murió en Europa poco a poco. Las clases medias se cansaron de soportar a los parientes lejanos o cercanos del Rey. Muy elegantes y educados, en su mayoría eran inútiles, torpes, perezosos, e ignorantes. La nobleza se adquiría por sangre, o por matrimonio. En su ocaso por compra a cambio de dinero o de favores. Algunos burgueses fueron accediendo a la aristocracia para poder sostener económicamente la corte y el reinado. Nunca fueron bien vistos por los antiguos aristócratas. Unos sobrevivieron sonriendo, cantando la canción, y otros se acomplejaron y arrastraron su amargura mostrando ridículamente su esplendor y sus riquezas hasta que se arruinaron.
Finalmente la idea de la igualdad de los seres humanos fue abriéndose paso, y los aristócratas, rentistas improductivos, fueron poco a poco desapareciendo y perdiendo su poder político y social. Sin embargo la dictadura de la burguesía se impuso, y los pobres, las mujeres y los diferentes tuvieron que seguir luchando para ser considerados como parte de la comunidad.
Hasta hoy nos encontramos en esa lucha, que se gana y se pierde cotidianamente. Las desigualdades son evidentes. El autoritarismo callejero se encuentra al orden del día. Muchos quieren gozar de privilegios, olvidar los controles, interpretar arbitrariamente las normas, humillar al que destaca, aumentar de espacio la oficina a costa de los compañeros, o incluso cambiar a otra más espaciosa y bonita, aprovechando el “poder”, para que el pueblo sienta lo importantes que son.
En esta lógica no están esos valores que surgen del vientre democrático, sino la idea de aprovechar el momento porque quién sabe si regresará la oportunidad.
Sin cambiar las actitudes ¿cómo se puede mejorar la democracia? Con dificultades. Tocqueville, aristócrata francés y jurista de profesión, razonaba a principios del siglo XIX, que la igualación de los individuos era inevitable. Estudió la democracia temiendo, como Aristóteles o Platón, que ésta llevara a la anarquía, o a la dictadura de las mayorías. Esto rompería la convivencia porque las minorías excluidas se rebelarían al no tener nada que perder.
La solución que encontró entonces, y que todavía es trascendente es la necesidad de establecer normas, separación de poderes efectiva –tal y como Montesquieu señaló- y justicia. Un contrato social efectivo, como el que Rousseau había pensado.
Esa igualación de las condiciones se ha ido dando a lo largo del tiempo. Con dificultades, con problemas y con lucha constante por parte de muchas personas. Hoy es políticamente poco correcto señalar que no todos somos ciudadanos en nuestra comunidad. La movilidad social es incuestionable, y los antiguos dirigentes han dejado lugar a otros. Sin embargo la pregunta que se debe realizar es ¿han cambiado las actitudes de los poderosos frente al pueblo?, ¿cómo lograr que el ciudadano goce de condiciones de plena igualdad?
La idea de sentirse importante, aristócrata moderno, con poder para decidir sobre los demás, tiene mucho que ver con las naturales inclinaciones humanas que señalábamos más arriba. Por eso entre las hamacas también encontramos personas que se dejan llevar por estas actitudes antidemocráticas y autoritarias, lo que supone un serio obstáculo para la consolidación de la democracia. La cultura política contribuye a que no importe mucho quién se encuentre en el poder, porque las actitudes son parecidas, independientemente de la cuna de la que provengan los que acceden al mismo.
En estas circunstancias ¿cuáles son las esperanzas? También lo decía Sartori, la democracia debe ser creída y practicada. Muchos por tradición o por resentimientos y complejos no creen en ella, pero han susurrado su existencia y han coreado la canción silenciosamente. El murmullo parroquiano ha permitido que se creen leyes con espíritu cercano al ideal. Nadie se atrevió a impedir abiertamente la configuración de las mismas. Sin embargo los aristócratas modernos tratan de desconocerla, con disimulo o usando abiertamente técnicas tradicionales para seguir impulsando sus prácticas. Intentan mantener su status silenciando la verdad, o amenazando veladamente a los que abren los ojos y enfrentan al viento.
Los menos favorecidos muchas veces desconocen que es posible nadar contracorriente, de hecho y de igual forma lo señala Sartori, la democracia supone que debemos enfrentarnos a las inercias que nos arrastran. No es cuestión de criticar sistemáticamente las actitudes de los demás, porque nosotros tenemos la razón. Se trata de utilizar la ley, de enfrentar los contrapoderes, si estos existen, para hacer que los poderosos tengan que dar explicaciones, o queden como el Rey de la fábula: al desnudo.
Las actitudes no cambian de la noche a la mañana. Los avances en los últimos años han sido importantes. Las leyes han ido cambiando y hoy los poderosos se ofenden por el mismo hecho de que se cuestione su espíritu democrático. Esto debe ser utilizado estratégicamente por los que pretenden ser ciudadanos de su comunidad para ir consolidando las actitudes, para ir revertiendo las inercias y para que los espacios oscuros en los que la arbitrariedad se instala cada vez sean menores.
Nuestra tarea como profesores universitarios es importante. Nos encontramos en la historia que habitualmente se ha señalado que los intelectuales corrompen a la juventud por instalar ideas “revolucionarias” en las mentes de sus alumnos. En la paz de los autoritarismos, estos pensadores abrieron brechas y fueron considerados “rebeldes” por el mero hecho de romper con las dinámicas tradicionales. En los murmullos parroquiales, hoy, estos intelectuales son considerados héroes porque iluminaron el camino para la transformación social, incomodaron la paz de los aristócratas de turno y abrieron el futuro a la democracia.
En este sentido nuestra labor como maestros hoy en día es más sencilla. Las leyes están escritas, y la cantinela popular está de nuestro lado. No es necesario ser héroes, sino recordar a los alumnos, sobre todo con nuestro ejemplo, que las normas existen y que cuando alguien abusa de su poder hay que señalarlo. Tampoco se trata de crear mártires que se enfrenten contra las aristocracias con espíritu suicida. El contexto no es sencillo y todos tenemos que utilizar la inteligencia para avanzar sin obligar a que nuestros amigos se pasen la noche tomando café por nuestra osadía.
Se trata de recordar lo que significa ser ciudadano. De relacionarse con los alumnos con respeto y con justicia y de animarles a defender sus derechos humanos sin miedo. El maestro debe empujar y ayudar para que la historia siga avanzando y la igualación de las personas se vaya consolidando; no sólo en las leyes, en las leyendas populares, o en las sonatas, sino en la cotidianidad.
Aunque sea difícil y la vida se nos escape deprisa, ese es el camino: el que señalaba Tocqueville que no tiene retorno.
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