Para Anabella
A pesar de mis cincuenta y seis años, estimada abuela, todavía la recuerdo con una intensidad que he reservado para pocas personas que cruzaron mi camino. Lo increíble, señora Gregoria Guzmán, esposa del Tano Fantini (carpintero de reputación en Villa Allende, que supuestamente ha quedado inmortalizado en mi fantasía literaria como el nieto del hombre legendario encargado de traer a todos los pájaros de Udine al nuevo continente, sobrino de otro hombre que en medio de la inmensidad del océano se perdió entre las plumas y la bosta de tantas aves, e hijo de un hombre que murió enloquecido por el dolor inhumano cuando le entró el diablo por la oreja izquierda); lo increíble, como le decía, señora, partera respetada y reconocida por todos en ese rincón de sierras y ríos de la provincia de Córdoba, en donde un futuro senador de la nación a su cuidado, jugueteaba descalzo y mocoso en el mismo arroyo que serpenteaba por los fondos de su casa colonial y en donde, décadas después, yo me sentaría enamorado a escuchar por primera vez a esa maravillosa Pequeña Serenata Diurna, de Silvio Rodríguez, junto a una mujer blanca y de ojos claros, que me llevaría a un grito celestial y me daría ese hijo esencial, verbal, que, cuando más allá del tiempo se borren los colores y callen los murmullos, será el único entre los únicos que todavía recordará mi nombre; lo increíblemente increíble, abuela, es que yo la recuerdo a pesar de que la vi solamente veinte segundos. Nada más ni nada menos, señora, que veinte segundos. Un tercio de un minuto. O para proyectar una perspectiva demoledoramente realista y apoética de una de las variables de nuestra experiencia tridimensional, la vi apenas veinte segundos del billón, 766 millones, 16 mil segundos en los que ha latido mi corazón bombeando millones de litros de sangre y emociones en mi ventrículo derecho en geografías de tres continentes y en instantes tan variados e inolvidables como en el beso imborrable y con gusto a noche de una mulata traspirada en un Bridgetown de putas y malandrines, o como al frente del caño de una .45 con la que el oficial de inteligencia Chato Flores me amenazaba reventarme los sesos en un cuartucho del Departamento de Información 2, o como cuando un ángel me sonrió en un ferry con bandera danesa en medio del invierno imperdonable del Mar Báltico.
Cabe aclarar, estimada señora, que esos veinte segundos que interceptan nuestra historia, se dieron cuando yo era un filamento de quien, a pesar de mis dudas cartesianas, hoy soy. Era apenas un niño de siete años, con anteojos con culo de botella y botitas correctivas del Dr. Scholl, lector apasionado de Billiken, un niño católico, apasionado e inocente, señora, lejos todavía, muy lejos, de ese desprendimiento, desgarramiento, que me conducirían a aventuras intelectuales que pasarían por una iglesia mormona en la Avenida Caraffa en donde una madre desesperada descubriría al profeta Joseph Smith y soñaría con visitar al Gran Tabernáculo de Salt Lake City; y me llevarían a un cuartucho asfixiante del último piso en un edificio de la calle Chile, en Buenos Aires, repleto de velas, en donde la esposa del portero entraría en trance, mientras que los seguidores de la charlatanería de Allan Kardek y los escritos de Paramhansa Yogananda buscaban mitigar la materia y refinar sus espíritus en ese infinito sendero de los ciclos de la vida; y me acercarían a un grupo de jovencitos de la Facultad de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales que se juntaba en la casa del compañero Blanco, el futuro diputado, a descubrir las contradicciones de las dialéctica marxista y complotar el nacimiento de una nueva sociedad; y después, en medio del efervescimiento prerevolucionario de la nación, hacia el ala más radicalizada del Movimiento Peronista, hasta que el dolor y el horror de la crueldad humana, señora, me hicieran refugiarme en la duda mística y el nihilismo de Kierkegaard y Nietzche; aventuras intelectuales, abuela, simples aventuras intelectuales que, más tarde, ya con un guía y en los claustros de una universidad de otro mundo substancialmente diferente al de mi adolescencia, en otro universo alejado de la sangre y el terror, me llevarían a reconocer, en la fenomenología de Husserl, la infinita complejidad de la multifacética experiencia humana y la imposibilidad de intelectualmente categorizar lo que es incategorizable. Era un niño de siete años, señora, abuela, madre de mi padre, hija del hombre que piaba, nieta del encargado de traer a todos los pájaros de Udine, un niño que, en ese caluroso verano de 1962, tenía la importantísima misión de caminar las doce cuadras que separaban mi casa de la calle Democracia 163, la del pilar de granito blanco y la palmera con arañas, la de los espejos inmensos y los cuadros de colores apacibles, la de una madre, una madre agrietada por el hostigamiento y las derrotas; hasta esa casita de ventanas cremas que permanecían cerradas todo el día por orden de Dios y en donde usted había terminado exiliada cuando mi padre decidió vender la vieja casona de Villa Allende y llevarla, a pesar de su rotunda y terca oposición, a esa casa de barrio elegante de ciudad que usted detestaba desde lo más profundo de su ser.
Usted, en caso que se haya olvidado, estimada abuela, hasta ese día no me conocía. A pesar de todos los esfuerzos de mi madre, de mi padre y de otros cercanos a la familia, usted, como buena mujer católica, mujer decente, partera local y pilar de la comunidad, se había negado terminantemente a reconocer al matrimonio de su hijo con mi madre. Lo que pasaba, señora, para que no quede la menor duda, era que mi madre no solamente era diez años más grande que su hijo sino que, ¡Oh, Dios mío!, Padre Nuestro que estás en los cielos hágase tu voluntad y perdona nuestros pecados…, la mujer también era divorciada. ¡Divorciada, caramba! Así que, abuela, por esas cuestiones de edad, estado civil y la venerable Santa Iglesia Católica, usted decidió que no podía legitimizar con su aprobación a ese matrimonio herético y, por ende, yo era algo así como un bastardo que, en su dogmático universo de preceptos morales prolijos y perfectamente ordenados, casi no existía.
No sé por qué ese día, ¡y qué calor que hacía, abuela!, de eso sí que no me olvido, no sé por qué ese día mi madre consintió en que yo fuera hasta su casa con una carta. No sé lo que la carta decía y, después de tantos años, ya no queda nadie que pueda revelar su contenido. Pero para que mi madre, “la perdida esa que le robó el corazón a mi hijo”, consintiera que yo, su primogénito, su esperanza, caminase esas doce cuadras de rencor, humillación, resentimiento, que separaban su mundo del nuestro, implicaba que esa misiva debía contener algo de urgente importancia.
Para mí era toda una oportunidad, como usted se lo debe imaginar. Después de tantas preguntas ingenuas con respuestas sin sentido, después de ir armando un rompecabezas incompleto de una madre sin suegra y un nieto sin abuela, con media verdades y oraciones inconclusas que se escuchaban accidentalmente, con especulaciones, adivinanzas, inventos, rumores; finalmente conocería a esa abuela del castillo de Villa Allende, abuela poderosa y gigante, abuela de dimensiones mitológicas como esos personajes maravillosos de la colección del Tesoro de Mi Juventud que leía escondido en el fondo de mi casa.
Por eso, estimada señora, todavía no puedo entender qué ocurrió. Yo sé que toqué la puerta, toqué, toqué la puerta con esos golpecitos tímidos de un niño inseguro que ni siquiera es consciente del momento inolvidable de su historia ante el que se encuentra. Toqué la puerta con la misión de encontrarla y, tal vez, pienso ahora, de establecer esa conexión genética que es más poderosa que el espejismo de la cultura humana y que tal vez comenzó a formarse millones de años atrás en el caos y las explosiones cósmicas que estaban estableciendo las unidades del futuro.
Y cuando se abrió la puerta crema, esa puerta crema, y cuando se abrió, abuela, y apareció su figura casi mítica, parte Ben-Hur y parte Zeus, parte Mago Bituri y parte Viento, me sorprendió que no fuera gigantesca como la había imaginado y que sus ojos no fueran de fuego sino tranquilos y dulces.
“Sos el Choni, ¿no?”, me preguntó como si me hubiera estado esperando desde siempre.
Yo le contesté que sí y me quedé parado mirándola todo abobado. Usted tomó la carta que la tenía apretada en la mano y volvió a cerrar la puerta.
Cerró la puerta, abuela, cerró esa puerta color crema, en esa calle de árboles blancos de Barrio Escobar, cerró la puerta, abuela, en la frontera oeste de esa gran ciudad de medio millón de personas, en esa tierra de montañas, ríos, mares, y nunca más, abuela, nunca más, la volví a ver.
Bueno, señora, eso no es exactamente cierto, pues aparte de esos veinte segundos, esa porción de existencia casi imperceptible en mi billón, 766 millones, 16 mil segundos de vida, de sangre, de fuego, de tanto fuego, yo la volví a ver una vez más. Fue unos seis años después cuando yo ya tenía 13 años y mis padres ya se habían divorciado, mi hermana Sandra Estela ya se había ido a vivir a Río de Janeiro y yo ya estaba en el primer año del Liceo Militar porque como decía mi madre: “Era hora que me hiciera hombrecito”. Usted, abuela, no se debe haber enterado porque cuando la vi de nuevo, en ese segundo y último encuentro de nuestra vida, usted estaba arreglada con su vestido de seda más elegante, maquillada como en sus mejores días y con esa mirada de pureza católica que los ángeles llevan a su Dios; pero innegable e irreversiblemente, señora, camino a transformarse en un cuerpo hinchado y putrefacto por la pus que sería desmantelado por gusanos imperdonables que no diferencian entre el bien y el mal y que no pueden entender que su religiosidad y su moral incuestionable la ayudaron a sentenciar y castigar, de por vida, a esa mujerzuela divorciada y a ese niño nacido en el seno del pecado.