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Chile, entre mentira y mentira

Chile, entre mentira y mentira

Durante su segundo siglo de existencia, la República de Chile se ha ido desenvolviendo en medio de una serie de mitos que los grupos de poder, recurriendo a sus habituales mecanismos de difusión, intentan convertir en “verdades” irrefutables. Ejemplos grabados a fuego en el inconsciente colectivo hay varios: somos un pueblo pacífico, respetuoso de la ley y el orden, probo y austero, de convicciones democráticas, y que sólo contamos con lunares esporádicos de descontrol por culpa de los “guerrilleros” de la Unidad Popular y de los “excesos” de los agentes de seguridad de Augusto Pinochet.

Todos lo demás es corrección y buenas maneras.

A medida que las clases media y baja asumen como suyo estos discursos, la tarea propagandística está cumplida. De lo contrario, tendremos estallidos sociales como las movilizaciones sangrientas de principios del siglo XX que culminaron con la matanza de obreros del salitre en la escuela Santa María de Iquique en 1907; la Asamblea Obrera de Alimentación Nacional de 1918–1920, destinada a rescatar al bajo pueblo del hambre durante los inoperantes gobiernos oligárquicos; la furia ciudadana de 1957 en las calles de Santiago por alza de la movilización colectiva; las manifestaciones por derrotar a Pinochet a contar de 1982 y las protestas estudiantiles de hace cinco años contra el sistema educacional mercanchifle de sostenedores y universidades truchas.

Para algunos autores de la llamada Nueva Historia Social de Chile en estas reacciones en contra de la mentira colectiva radica el caldo de cultivo para conformar un nuevo orden, más participativo y democrático, como nunca se ha dado en el país. Para otros, en cambio y donde nos incluimos, estas situaciones enumeradas más arriba no son más que manifestaciones de una rabia espontánea hacia una coyuntura específica (con logros en algunos casos), pero jamás un avance hacia una lucha efectiva y permanente que dé como resultado el nuevo paradigma político, social y económico  que estamos precisando.

Lo anterior lo graficamos en la siguiente pregunta: ¿qué posibilidad real existe de que los ciudadanos chilenos se organicen y logren la aprobación de una nueva Constitución de la República diferente al engendro heredado de la dictadura que coarta el más mínimo intento de alterar la actual estructura de poder?

Por decir lo menos, remota.

En el aire

Todas las naciones tienen derecho a contarse sus propias mentiras, así como permitir la divergencia dentro de su propio seno, pero lo que se vuelve realmente peligroso para la bipolaridad chilena es vender esas mentiras al mundo y que el mundo –o parte de él– compre nuestras payasadas por tonelada. No hay peor espejismo para el ego nacional que escuchar a un extranjero hablar de nuestras bondades humanas, sociales, económicas y hasta geográficas; no importa si es en un sentido de cortesía o de auténtica sinceridad. El resultado es un chauvinismo insoportable, multiplicado hasta el infinito por los medios de comunicación al servicio de los poderes económicos y con el consiguiente adormecimiento colectivo.

Vamos viendo algunas de estas mentiras que se han  ido incrustando en la mente de muchos chilenos: Pinochet como un dictador probo, sensato y único; la transición democrática más exitosa de América Latina en manos de la Concertación y un empresario moderno a la cabeza de un gobierno de unidad nacional, cuyo equipo está conformado por la mejor materia gris disponible de mar a cordillera. Aún más, este es el mismo equipo que corregirá, según nuestra incesante mitología, todo aquello que sus antecesores hicieron mal en materia de crecimiento, seguridad y probidad, trabajando las 24 horas del día, postergando las vacaciones y ocupando parcas de chillones colores.

Ahora que el mundo ha comprado varias de las puestas en escenas montadas por Sebastián Piñera y sus servidores fiscales, en cuanto a que contamos con nuestra propia manera de hacer las cosas, que somos eficientes y con costumbres más propias de europeos que de los despelotados latinoamericanos, el peligro de marcar a fuego las mentiras es aún mayor y la posibilidad de la anestesia está a la vuelta de la esquina.

Los medios de comunicación ya trabajan, a veces en forma evidente y en otras asolapada, la idea que será el súper Ministro de Minería y Energía y ex ejecutivo de uno de los consorcios más usureros y negreros existentes en Chile, quien heredará la banda presidencial de su actual jefe, Sebastián Piñera (sí, el mismo Ministro que rescato a los 33 mineros atrapados dentro de la mina en Copiapó con llanto, tartamudeo y buena voluntad, según se corea en barriadas, chalets y encuestas de opinión).

Maquillaje

Durante todo el siglo XX, con más o menos intensidad, lo que ha existido en Chile es un sistema capitalista viciado, incompetente, sin imaginación y de muy limitado alcance, con uno que otro maquillaje para tranquilidad de la buenas conciencias y para evitar el alzamiento de los “rotos envalentonados”. Ya lo decía un historiador inglés a propósito del origen de la cuestión social en Chile: la razón por la cual uno de los partidos comunistas más poderosos y organizados del mundo se haya conformado en Chile, se debe a la fiereza y egoísmo de los capitalistas chilenos (y que los extranjeros, ni tontos ni perezosos, toman de ejemplo: después de todo, no vienen por estos lados a hacer caridad).

Carentes de imaginación y de arrojo, los grupos económicos nacionales se han limitado a fagocitar del intercambio mercanchifle de materias primas en recursos naturales y minerales, más el ahogo del crédito plástico, pero jamás con innovación, tecnología y mucho menos con un pacto social que permita revertir nuestra vergonzosa distribución del ingreso que nos pone a niveles mundiales en este indicador año tras año, década tras década.

Por esta razón, a contar de 1920, surgieron los proyectos relacionados con humanizar este capitalismo mediocre con que saludamos el centenario o sustituirlo de frentón con otro sistema, sea populista, socialcristiano o socialista. Todos, unos más otros menos, acabaron convertidos en relativos o estruendosos fracasos: el caudillismo nacional populista  de Arturo Alessandri y Carlos Ibáñez de Campo, el capitalismo dirigido de los radicales Pedro Aguirre Cerda, Juan Antonio Ríos y Gabriel González Videla, la revolución gerencial de Jorge Alessandri (sólo en el comienzo, ya que buena parte terminó siendo un gobierno con políticos tradicionales y con medidas sociales y económicas erráticas), la revolución en libertad del demócrata cristiano Eduardo Frei Montalva y la socialista de Salvador Allende.

La dictadura de Pinochet – especialista como toda dictadura que se precie de tal de alterar la realidad- junto con imponer en parte importante de la población nacional la creencia de que se trató de un régimen con un manejo económico fenomenal, único en nuestra historia, sus herederos -hoy en el gobierno- intentan convencernos que, más allá del exterminio de opositores , los robos al erario nacional y la venta de empresas estatales entre adherentes y funcionarios, el régimen de más de tres lustros cambió de manera radical el país con su impulso modernizador.

Pero la realidad es otra.

La política neoliberal adoptada por la dictadura a través de sus Ministros de Hacienda en su cuarto final, no implicó ningún tipo de transformación estructural, sino sólo la aplicación de un modelo de mercado sin control ni contrapeso, lo que se tradujo en logros relativos e irregulares, más una serie de políticas privatizadoras en salud, pensiones, transporte, educación, etcétera. Su mayor mérito estuvo en otro lado: mantener su armadura intacta hasta nuestros días, gracias a la soldadura política institucional creada por sus cancerberos y al temor de los gobiernos democráticos a jugar con cartas diferentes al naipe inventado por la Escuela de Chicago con el cual nos embaucó Pinochet.

Verdad impuesta

Esta visión moldeada en base a mitos sostiene que a contar de 1920, la administración de los gobiernos en Chile no fue más que derroche de estatismo en medio de la nada y que, a partir del momento en que la dictadura se cruzó en nuestras vidas, le dio en el clavo con el sistema que garantiza prosperidad y riqueza al romper las cadenas que mantenían congelado el espíritu empresarial. De esta manera, Pinochet -junto con Ronald Reagan y Margaret Thatcher- debe figurar en la historia como un paladín de esta nueva verdad, la del neoliberalismo, como diría el escribidor efectivo, conservador y pendenciero de Paul Johnson.

Recuperada (o pactada) la democracia, la cuatro gobiernos de la Concertación –Patricio Aylwin, Eduardo Frei, Ricardo Lagos y Michelle Bachelet- retomaron esta tendencia de maquillar el sistema capitalista anterior a 1973 –llamado ahora economía social de mercado– intentando brindar protección estatal en la “medida de lo posible”, pero rindiendo pruebas permanentes en materia de equilibrios macroeconómicos e institucionalidad heredada; en definitiva, el modelo de Pinochet, asumido como perfecto, no se tocó en lo esencial. En esto, la otrora oposición de pasado pinochetista puede adjudicarse el triunfo de haber mantenido a raya los arranques “socialistoides” de los gobiernos que la antecedieron. Por si esto fuera poco, una vez instalada en el poder, ha comenzado a vociferar que el manejo de la economía chilena de los últimos veinte años fue algo muy alejado de su verdadera vocación por el orden y la eficiencia y que todos o la mayoría de los problemas que Chile hoy tiene son “heredados del gobierno anterior”.

La oportunidad, servida en bandeja de plata.

El gobierno de Sebastián Piñera ha optado por un rol continuador y profundizador de lo realizado por los gobiernos democráticos anteriores, al punto de llevar a cabo políticas públicas que, con una coalición de centro izquierda en el poder, habrían sido tachadas de estatistas, proteccionistas y subsidiarias, contrarias a la iniciativa individual, el crecimiento y la probidad. La agenda social de Piñera se ha ido imponiendo –postnatal extendido, mejoras a los jubilados, sueldo ético familiar– ante la perplejidad de una Concertación que no quiere asumir que se trata de medidas que, en su oportunidad, sus Presidentes, Ministros y Parlamentarios no pudieron o no quisieron implementar.

A luz de los hechos, no se vislumbra que Piñera, un manejador y maquillador de la verdad por excelencia, vaya a encabezar un gobierno transformador como el que prometió una y otra vez en su campaña (ni remotamente parecido a la apertura económica  impúdica de la dictadura), sino sólo un quinto al estilo Concertación, en una coalición de derecha que, al menos en esta pasada, sacrificó el purismo neoliberal de Friedrich Hayek, Milton Friedman y compañía, con tal de tener en sus manos la maquinaria del Estado.

Ya vendrán los tiempos en recuperar la herencia perdida y revitalizar o crear nuevas mentiras.

 

Autor

  • Claudio Rodriguez Morales

    Claudio Rodríguez Morales nació en Valparaíso, Chile, en 1972. Es periodista de circunstancias, con ínfulas de historiador y escribidor, además de lector voraz y descriteriado. Hincha de Wanderers de Valparaíso y Curicó Unido, se reconoce bielsista, balmacedista, alessandrista, chichista, liberal – socialdemócrata, beatlemaniaco. Actualmente se encuentra poseído por los mensajes de Led Zeppelin, el pisco sour peruano (culpa de los hermanos inmigrantes), la chicha de Villa Alegre (culpa del historiador Jaime González Colville) y el congrio en todas sus variedades (culpa de Neruda). Casado con Lorena y padre de Natalia

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