Una novela como Pedro Páramo (1955), del reconocido narrador mexicano Juan Rulfo (1918-1986), trasciende las fronteras de México para representar un espacio de sentido plural del ambiente hispanoamericano, a la vez que desborda los límites del tiempo y se hace universal por una trama que —más que proyectar las costumbres de una región y lo cotidiano de una vida sumida en la pobreza, con su cúmulo de lujuria, codicia y venganza— postula una lucha entre la vida y la muerte.
Si Comala, ese pueblo rural del estado de Colima, aparece con una historia de devastación y resentimientos, con las coordenadas agrícolas de una vida basada en la miseria y la explotación por parte de un cacique, amo y señor de vidas y haciendas, no menos cierto es que toda esta objetividad se encuentra sustentada por un sólido tejido de voces e imágenes fantásticas, que parecen salidas de una persistente pesadilla, como proceso creativo del autor.
De modo que el sentido fantástico en el que se mueve la novela, a pesar de su aparente realismo, procede de esa profundidad íntima (cercana al surrealismo) que Juan Rulfo ha sabido combinar con la no menos demencial secuela de hechos concretos que ha dejado el drama de la guerra en su país. Rulfo vivió la revuelta cristera que —como se ha dicho— tan hondas repercusiones tuvo en el estado de Jalisco. Es como si en Pedro Páramo el narrador (al que, por supuesto, nunca hay que considerar como el autor) hiciera el recuento de una pesadilla, o estuviera padeciendo el sueño colectivo de los muertos que una vez poblaron la aldea de Comala.
En efecto, esto se debe a las superposiciones de las imágenes y los diálogos, que parecen venir de un mundo onírico que está siendo soñado y vivido al mismo tiempo. Juan Preciado es el protagonista que narra, y es también el hijo de Pedro Páramo, que por cumplir la promesa hecha a su madre se dirige a Comala para conocer al padre. Pero a este narrador, como en un sueño, se le cruza en el camino el eco que han dejado las voces de los muertos.
En el mundo presentado por esta novela el tiempo lineal, coherente y racional no existe, sino diferentes épocas que conforman una pesadilla de fatalidad, en la que todos los seres y las cosas van descubriendo el sello de la muerte. Si se quiere, puede decirse que paradójicamente la muerte es el recurso vital de esta novela. Al hombre no le queda otra cosa que morir (que es como soñar eternamente) para entonces hacer el recuento de lo vivido. Es por eso que el narrador, desde que comienza su relato, ya es un muerto más. De aquí que se diga que “el tiempo se halla como detenido, eternizado, y la atmósfera se torna sobrenatural, mezcla de realismo y fantasía”.
En su libro Identidad cultural de Iberoamérica en su narrativa (Madrid, Editorial Gredos, 1986, p. 445), Fernando Ainsa toma en cuenta lo siguiente:
En Comala la contraposición del pasado mítico y la decadencia del presente se da desde el principio. Comala, más que el lugar donde acaece la acción de Pedro Páramo es el fantasma de lo que fue: casas vacías, ’puertas desportilladas, invadidas por la hierba’…La Edad de Oro pertenece definitivamente al pasado, porque ahora se sospecha el dominio de la muerte, poblado de seres misteriosos y voces de ultratumba.
Pero ésta es una muerte que no nos regresa al origen paradisiaco del hombre, sino a un mundo más cerrado, casi diríamos demencial. Como ha señalado Octavio Paz:
El héroe es un muerto: sólo después de morir podemos volver al edén nativo. Pero el personaje de Rulfo regresa a un jardín calcinado, a un paisaje lunar, al verdadero infierno.
(en Fernando Ainsa: O.c., idem)
Uno de los grandes logros de esta novela es que la terrible existencia de la realidad ha traspasado el umbral de la muerte. Los seres hablan de sus experiencias pasadas desde “el más allá”, y lo hacen quizás porque a través de la palabra encuentran la única forma de borrar la sofocante angustia experimentada en vida. Hay una magia de la palabra que surge de ese umbral que va de lo real a lo fantástico (¿o viceversa?). El sueño de los muertos es la palabra (sentido de la vida) en lucha contra la nada de la muerte.
La muerte aquí no es tal, sino el límite entre uno y otro tipo de dimensiones: la objetiva y la fantástica, que conforman la verdadera realidad de la novela. Si lo que se narra es lo que aconteció como existencia concreta, el relato parte de lo que no acontece, de lo que está paralizado en un tiempo que es muchos tiempos y que también es sueño.
El hilo de esta historia se traza desde lo sobrenatural, con independencia de que en la novela haya un fuerte nivel de realismo y afloren sentimientos tan humanos como el amor, el odio, los vicios y los remordimientos… La muerte, como sustancialidad de lo humano y lo fantástico (valga decir: lo desconocido), resulta ser el punto culminante de la realidad que deviene una existencia otra; es decir, la vida después de la muerte mediante las voces de los seres que hacen el recuento de su existencia pasada; un espacio que contiene, indisolublemente, lo sobrenatural y lo vivido.
Juan Rulfo es uno de los narradores mexicanos más representativos de la literatura hispanoamericana de este siglo. Es autor de una obra breve, pero sólida, intensa y renovadora en su época. En 1953 publicó su primer libro de cuentos: El llano en llamas, en el que ya anuncia el nuevo giro que tomaría la narrativa. Dos años más tarde, con su publicación de Pedro Páramo, abre un mundo nuevo, tan alucinante como universal, para la literatura de nuestro continente.