Con la gente de Santa Rosa de Calchines

Bueno, ¿cómo empiezo esto? ¿Cómo les cuento sobre un momento de transición fundamental de mi vida en un contexto histórico tan peculiar? Pues lo mejor es que trate de empezar por el principio. Aunque los principios, en realidad, son el final de otros comienzos, ¿no?

Cuando llegué a Mar del Plata directo de California, no sabía con seguridad cuál sería mi destino. California quedaba atrás y el tener que partir era lo que les estaba y está pasando a muchos inmigrantes en esta nueva realidad que vive Estados Unidos en el régimen de Donald Trump.

En la ciudad Feliz, primero estuve en un hotel a dos cuadras del mar. Me gustaba salir a caminar por las mañanas por la costanera, bajar por las escolleras y quedarme mirando, con algo de nostalgia, el chocar de las olas contra los acantilados.

En el hotel, hice amigos con los que compartía la cocina y un gran comedor. Era un hotel muy familiar, “cozy”, como decían allá en mi otra vida. Por las noches, después de cenar, nos quedábamos charlando y tomando una que otra cervecita o un vaso (varios) de vino.

Después de más de un año, me marché a la gran Buenos Aires donde estuve unos cuatro o cinco meses. Más tarde vino mi querida Rosario. Y fue una época de muchas vueltas, muchas idas y venidas, tratando de encontrar ese rincón, más emocional que geográfico, en donde pudiera asentarme con mis recuerdos.

Pero me resultaba difícil, en este papel de involuntaria exploradora hambrienta de memorias, descubrir el sitio exacto en donde el destino me diría que debía anclar e izar mis banderas.

Para colmo, mi retorno a las pampas (que dicen que son tan fértiles que brota todo lo que cae a la tierra), esas pampas de gente con apellidos de todos los rincones del mundo, se dio en medio de un gobierno corrupto y cruel para el que no tengo suficientes palabras duras para describirlo. Un gobierno que llevó a la ruina al país. Un gobierno que llegó al poder porque la gente confundida lo votó.

Causa profundo dolor ver cómo se cierran negocios tradicionales, fábricas, empresas, pequeños y medianos comercios. Ver cerrar y cerrar, casi todos los días, ver cerrar las persianas que dejan cientos, miles, de desempleados, sin que el gobierno sienta ninguna piedad, ninguna consideración.

Lo único que saben decir es que vamos por el buen camino. Es como si, detrás de sus títulos de Yale y sus refinadas explicaciones, se estuviesen burlando del pueblo.

En mi querido país, la pobreza es masiva y carcome el tejido social de la nación. Los que reportan estadísticas hablan de un tercio de la población. Me duele ver familias enteras durmiendo en la calle.

Chicos que no pueden tomar un vaso de leche. Y son estos mismos pobres los que solidariamente se reúnen para hacer las ollas populares y compartir lo poco que tienen. No, no hay palabras.

Esto también afectó mi vida ya que, como jubilada, casi no contaba con los recursos suficientes para sobrevivir. Mucho menos para concretar todos los proyectos y sueños que traía en mente cuando retorné a la Argentina de mi infancia. La verdad es que si no fuera por la ayuda de mi hijo, no sé cuál sería mi destino en este país destruido por este demoníaco presidente.

Al final decidí irme a la ciudad de Santa Fe, en ese rincón de la provincia del mismo nombre, donde tengo familiares. Y después de ahí, en el último tramo de este confuso retorno al terruño, finalmente me mudé a Santa Rosa de Calchines, cerca de donde viven dos sobrinas y una hermana y lo más lejos posible de la desesperanza.

Iba y venía de Rosario a Santa Fe y después seguía hasta Calchines. Iba y venía, mientras los vaivenes de la economía y los errores grosos del presidente multimillonario y sus cortesanos obsecuentes mareaban a la nación; iba y venía mientras la inflación, la deuda, el desempleo, destruían sueños.

Y en medio de ese desajuste deshumanizante, sentí la necesidad imperiosa de un lugar propio, de orden, de esperanza. Y en Calchines pensé que sería ese Macondo donde podría despojarme de tantos sentimientos desencontrados.

Acostumbrarse a algo nuevo, no es nada fácil. Es como concluir una página y querer comenzar a escribir otra, pero no encontrar un argumento.

Poco a poco fui hallando la tranquilidad que tanto ansiabaen este pequeño pueblo llamado Santa Rosa de Calchines, entre la Ruta 1 y el casi mágico río San Javier, en donde más de seis millones de estrellas parecen iluminar la noche.

Es chico, de gente muy sencilla; creo que unos 6,000 me dijeron. Todos te saludan al pasar como si te conocieran desde siempre; algo que por cortesía aprendí y comencé a hacerlo también. Y vieran qué bien se siente uno.

Para cada diligencia, no debo caminar más de seis u ocho cuadras. Aquí no hay autobuses, ni trenes; la gente camina o se mueve en moto, bicicletas, autos y camionetas. En los alrededores hay cabañas que atraen muchos turistas en las temporadas de pesca.

Las calles son totalmente de arena. A diario pasa el camión aplanando y, como en una vieja película de Federico Fellini, pasa un camión regador. A las veredas las barren todas las mañanas; el basurero pasa a diario. Hay cuatro escuelas, un banco, un juzgado, un correo, un hospital, Pami para los jubilados; en fin, todo lo que se necesita en la vida.

El pueblo, desde el río hasta la ruta queda como a nueve cuadras, yo solo estoy a dos. De largo creería que no llega a veinte, incluyendo las casas más alejadas. Hay casas muy hermosas y grandes, con terrenos también inmensos.

Pasan colectivos para la ciudad de Santa Fe, que queda como a una hora; y un colectivo chico que recorre los distintos departamentos cercanos.

Ya hace tres meses que vivo aquí y cada día me sorprendo más, me maravillo por este espacio al que el destino me llevó. Pero especialmente me maravillo por su gente.

Gente como este señor a quien le compré un mueble y, a la semana siguiente, le pedí si me lo podía cambiar. Me respondió que sí, pero como el que ahora yo había elegido era un poco más caro tuve que decirle que en ese momento no contaba con el dinero suficiente.

El mueblero amablemente me dijo que no me hiciera problemas, que esa tarde me llevaría el mueble y que se lo pagara cuando pudiera. Eso sucede solo en un pueblo de gente sana. Creo que eso, nobleza, es lo que veo todos los días en la gente de Calchines.

Ya me conocen hasta los perros que, felizmente, viven sueltos. Y cuando salgo y vuelvo, vienen tres corriendo a saludarme. Así es como por esas vueltas de la vida, lejos de esa California de sol, material, que quedó tan astronómicamente lejos, encontré que disfruto de estas sencillas cosas de la vida que creía perdidas.

Cuentista argentina que durante gran parte de su vida residió en Los Ángeles, California. Activa miembro de organizaciones culturales como la Peña Literaria La Luciérnaga, Utopía y el Taller
Hispanoamericano de Cultura. Algunas de sus narraciones fueron publicadas en El monóculo, La hoja, Mirando hacia el sur y en La-Luciernaga.com.

2 comentarios

  1. Muy interesante tu análisis del regreso y del país, así como también la descripción del pueblo y tu nueva realidad. Los paisajes son muy bonitos y si la gente es agradable como dices, seguramente vas a sentirte cómoda bien rápido. También encontraras nuevas vivencias para escribir y compartir con las viejas y nuevas amigas y amigos. No hay duda que este paso en tu vida ha requerido valentía!

  2. Las partidas son dolorosas. Se deja parte de la identidad, familiares, amigos, lugares de nuestras rutinas, y, muchas veces, no se vuelven a recuperar jamás. Pero también es una oportunidad para despojarse de lo que ya caducó en nuestras vidas e iniciar esa nueva etapa que, generalmente, nos permite soñar… aunque después no se concreten nuestros proyectos. Suerte, Norma, mucha suerte, en tu nuevo mundo, (que en realidad no es tan nuevo ya que es el terruño natal), suerte en tu regreso, suerte y que se cumplan tus nuevos sueños.

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