¿Crees en el diablo?

Ese día de verano, el calor nos horneaba como a los frijoles que mi abuela tenía en la olla. Mi abuelo que de por sí era desinhibido y a nadie –más que a mi abuela–, le pedía permiso para hacer lo que se le venía en gana, se quitó la camiseta para comer.

Ahí esperando su plato, sacó de su pantalón una cajetilla de Delicados toda apachurrada, tomó un cigarro, le pasó la lengua de popa a proa y lo prendió con un cerillo de madera porque, siempre decía, así se fuma como hombre. Al mismo tiempo que el humo navegaba tranquilo por encima de la mesa, noté una cicatriz que le atravesaba el pecho como si alguien le hubiera hundido un machete.

–Abuelo, ¿a dónde te hiciste esa cicatriz?

Mi abuelo le dio una calada a su cigarro, mirándome con sus ojos acuosos y amarillos, detrás de sus párpados caídos, y delante de toda su tez mulata, casi negra, quizá heredada de algún esclavo de la Corona; quizá, porque el viejo era huérfano y ni él mismo sabía en dónde ni por quién había sido echado al mundo.

–Me la hice en la mina, mijo.

–¿Te rasguñaste?

–No, se me cayó una piedra encima.

Mi abuela que nunca dejaba de echarnos un ojo desde la cocina, pegó un grito desde allá.

–¡No le andes contando esas cosas al niño, Beto!

Mi abuelo volteó a verme y cábula como era y nomás por llevarle la contraria, me dijo en voz queda:

–Te voy a contar, pero tú calladito. –me dijo, tronando la boca.

Su confidencia me puso el corazón a correr y yo pegué la sonrisota. El viejo se echó a contar.

–Esta cicatriz me la hizo el diablo. Andaba yo picando una veta de oro, y cuando estaba a punto de tirarla, de la pared empezó a salir harto humo. Y estaba solo porque nadie se atrevía a llegar a lo más adentro, más que yo.

Primero pensé que había roto algo o que se había prendido un pedazo de carbón, pero no, el humo se hizo más fuerte y el olor más cochino y ni modo de pedirle ayuda a alguien porque nomás estaba yo ahí. A mí que me vale. Seguí dele y dele a la piedra porque si no sacaba esa veta, no me pagaban el día. Cuando trabajas, te tienen que pagar ¿oíste?

De pronto la pared dejó de estar dura y comenzó a sentirse como si estuviera pegándole a una almohada, haz de cuenta. Luego se escuchó un grito. Pero no creas que un grito como los de la calle. Ese grito puso a temblar todo el hueco de la mina. Primero pensé que se había caído un volquete por ahí, pero no, porque el grito se hacía más fuerte y más fuerte y la mina no dejaba de temblar. Luego pensé que había explotado dinamita. Y eso me espantó porque significaba que las piedras se iban a venir abajo y yo iba a quedar ahí enterrado.

Yo me agarré de la pared, esperando el derrumbe, pero de pronto el ruido se calmó. Luego de entre el humo, adivina qué… ¡El diablo se me apareció! ¿Tú sabes cómo es el diablo?

Yo dije que no con la cabeza, con los ojos hechos un plato y la boca entreabierta.

–El diablo es como un chivo que anda parado, con cuernos de toro y un rabo largo como de víbora, que echa fuego por el hocico y saca humo por las orejas. Que se me acerca y me dice “¿Tu eres el que anda picando la piedra?” Y yo le dije “Sí”, pero no creas que le tenía miedo porque yo ya sabía cómo eran los chivos, eso sí, nunca había escuchado que uno hablara. Entonces le pregunté “¿tu eres el diablo? Y me respondió con sí.

Luego me dice: “Si tu fuiste el que anda picando las piedras, ten más cuidado porque ya me rajaste aquí en el pecho”. Y ¡claro! Con razón yo había sentido blandito cuando picaba la piedra, si había dado con el diablo. Yo le dije “fue sin querer, diablo”. Entonces él como que se enojó y me dijo “No, nada de dispense. Ahora por eso tú te vas a llevar la herida que me hiciste”. Y comencé a sentir caliente en mi pecho. Y como en la mina andamos sin camisa porque ahí sí hace un calor del infierno, pude verme mi carne cómo se iba abriendo, haz de cuenta que las tripas se me estuvieran reventando. Pero no sangraba, porque al mismo tiempo la sangre se iba cociendo.

Luego volteé pero ya no estaba el diablo, estaba yo sólo otra vez. Ya no había humo, ni ruido. Sólo yo, que ya traía esta cicatriz. Nunca le quise contar a nadie porque sabía que nadie me iba a creer. Cuando me preguntaban, siempre les dije que se me había caído una piedra encima. Pero la verdad es que fue el rasguño del diablo. ¿Tu me crees?

Mi abuela se acercó con los platos y nos vio cuchichear.

–¿Qué le andas contando al niño? –le dijo a mi abuelo

–¿Es cierto que el diablo le hizo esa cicatriz a mi abuelo? –le dije yo a mi abuela, sin aguantarme la curiosidad.

–Qué diablo ni qué diablo. Tú abuelo es el canijo diablo más bien –, dijo ella sin voltear a verme, camino de vuelta a la cocina a servir los frijoles en una cazuela. De repente se volteó y me sentenció: –pero no le digas a nadie.

Luis Alberto Rodríguez (Tizayuca, México, 1983) es escritor y periodista. Autor de “Oficio rojo” (Revolución, 2014) y Eso que se dice hombre (Desde Abajo, 2023) y co-autor de Memoria contra el olvido (Indesol, 2008). Premio Nacional de Periodismo en derechos humanos. Ha divulgado sus piezas de narrativa, ensayo y poesía en diversas publicaciones, incluida Hispanic LA y la revista El Perro, becada por el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes. Su obra cotidiana puede encontrarse en su blog http://luisalberto.mx/

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