Regresé a los Estados Unidos por un lapso breve durante los primeros días de diciembre pasado. Con el corazón dividido.
Una vez pasando la aduana del Aeropuerto de Atlanta, sentí una casi indescriptible serenidad y con libertad total extendí mis brazos, experimentando esa calma sin reservas que hace sentir el llegar a casa.
Reflexionado sobre este inverosímil hecho, me sentí traicionando mis propios sentimientos de pertenencia a un lugar, me sentí traicionando a mi tan querido México al que había vuelto y que me había abrazado tan cálidamente.
Se suponía que ese México es mi casa, mi pedazo de tierra añorado desde fuera y por tanto tiempo, era el único que debiera haberme hecho sentir en total plenitud y calma.
Si, debería haber sido México, y no Baltimore que está tan lejos, aún mas lejos del estado de California que ahora parece naturalmente mexicano. Pero allí, a mitad de camino, en la otra costa, la otra orilla del mar, tan al este, ¿por qué me siento así?
Se suponía que esos sentimientos de regresar y sentir felicidad debiera haberlos sentido sólo al llegar a mi lugar de origen al país del que soy nativa: México, donde siempre deberé anhelar estar, y en donde sin dudarlo ni un segundo, es mi lugar.
Pero no fue así, y al estar al otro lado de la frontera, también lo sentí. Fue “super cool,” en español mexicano. ¡Me encantó! Volví a respirar los olores a nuevo de los centros comerciales y mis ojos pudieron ver otra vez las aristas multiculturales de Estados Unidos.
Aquí y allá, con el corazón dividido
En el aeropuerto comí comida china, acompañada de un ambiente familiar, con ojos orientales con forma de avellanas a mi derecha, y pieles del color de la leche a mi izquierda, con cabezas cubiertas de niños pelirrojos al frente caminando hacia mi, o con pieles de chocolate con sonrisas a todo lo que da.
Y ahí estaba yo, sentada, tal como lo hice por muchos años mientras viví en Ontario, California, cuando una vez más el agridulce pollo a la naranja crujió en mi boca y la sal de soya me hizo salivar. Otra vez: con el corazón dividido.
Mi ingles fluyó como si nunca me hubiera ido, como si no llevara más de seis meses sin pronunciar un, “may I have”. Mi sonrisa fue total al subir al tren que nos llevaría hacia nuestra conexión y debí reconocer en aquel momento, ya soy también un poco de Estados Unidos.
Hago un recuento sobre a dónde voy, ya no importa de donde vengo, soy una mujer sin rumbo a futuro en su vida. Soy un corazón dividido desde que me descubrí que soy ya también un ”poquito” estadounidense. No se escribe esto fácil, créamelo, ojala que no sea sólo yo la que lo percibe y acepta y anuncia. Ojalá que otros migrantes lo compartan.
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Este artículo de Saraí Ferrer fue publicado inicialmente en HispanicLA en 2010; su vigencia nos hace republicarlo.