Tenía la idea de que la Ciudad de México, por ser la capital y metrópoli más progresista del país, albergaba por consecuencia a los ciudadanos más educados y sensibles de la nación.
Pero no se que sucede en sus calles, que parecen transformar al más paciente de los conductores, en cuyo grupo creía encontrarme.
Aprendí tarde a conducir, más por una necesidad laboral que por un deseo de estar al volante de un automotor. Tan contraproducente, que mi primera licencia de manejo fue de chofer y no de automovilista.
Pero las reglas ya estaban sentadas por mi padre, que siempre me recordaba que al volante se debía ser también un caballero y el cinturón de seguridad lo primero que me colocara una vez dentro del coche, aún cuando vivía en una ciudad poco civilizada al volante en aquellos tiempos de nulas obligaciones como conductor.
Así que me jactaba de ser prudente y educado al momento de conducir, aplicando las reglas al extremo de la desesperación de mis acompañantes por mi metódica forma que resultaba negativa para la mayoría.
Y es que decía yo en tono exagerado, que cómo iba a arriesgar mi vida y la de mis acompañantes por una irresponsabilidad, al mismo tiempo que traía una máquina de alto valor que se convertía en cuanto la encendía en una arma en potencia.
Pero resulté ser un iluso. La Zona Metropolitana de la Ciudad de México me puso a prueba y por primera vez en mi vida al volante, una ciudad me terminó por desquiciar.
Y no hablo del desquiciamiento sólo como conductor, sino como persona.
Por más control que pueda tener en las calles, no puedo concebir como los chilangos terminan por convertir a las calles de la ciudad en una absoluta anarquía.
Salgo del estacionamiento de la casa y lo primero que me encuentro es que la mayoría no me cede el paso para salir a la calle. Volteo y por más que busque un rostro sonriente, encuentro autómatas que parecen estar en todas partes menos dentro de su automóvil.
Después llego a un crucero donde la preferencia, como la mayoría de las calles, no existe, así que hay que llegar primero para poder pasar, porque esto es de rapidez y no de prudencia.
Tenía la idea de que en las glorietas quien se encuentra circulando dentro del anillo lleva la preferencia. Aquí uno se puede meter sin importar si estás dando vuelta o cercano a la calle. Se trata de ganar o ganar. Las cortesías no existen.
¿Y qué pasa con las direccionales? ¿Saben para qué sirven, o creen que son un simple adorno en su automóvil? Los cambios de carril son como decimos en mi tierra, a la brava y en cualquier momento te puedes meter sin avisar, porque el que estorba tu camino se debe de parar sin miramientos. Tonto el que se deja.
Los límites de velocidad que eran mi fijación, aquí no existen. Las láminas con los máximos permitidos son unos simples adornos en las calles. Para muestra el Periférico, que es una autopista de carreras en toda la extensión de la palabra. El tráfico me empuja a correr igual que todos.
¿Y el peatón? ¿Qué sucede con el pobre peatón que siempre es preferencia en la calle? Terminan siendo fantasmas por no llamarles estorbos al momento de cruzarse en el arroyo. Lo peor es que si me detengo para darle paso a las personas, los que están atrás de mí ya se enojaron.
De los ciclistas mejor ni hablo, porque eso merece una crónica aparte.
Pero hay un par de puntos fuertes :
El primero es la costumbre de pasarse el alto sin importar la jerarquía del crucero. Sí, no importa que el semáforo esté en rojo. Te puedes pasar como si no existiera, no importa si colapsas el tráfico porque estorbas el flujo o quedas sobre el paso de cebra. El coche es amo y señor de la ciudad.
Y el segundo, es la patética costumbre de tocar el claxon a diestra y siniestra, con mentada de madre incluida para que suene bonita la bocina y valiéndoles si contaminan con ruido el entorno.
Es como si el chilango automovilista hubiera nacido con el claxon pegado en la mano, como si el tráfico estuviera parado sólo para perjudicarlo a él y a nadie más o alguna mente retorcida pensará que con mentar la madre sonora, por arte de magia comenzara a moverse el flujo vehicular.
Lo más curioso de esto es que el chilango acepta como conduce y pareciera sentirse orgulloso de tener una manera tan peculiar de conducir.
Es como si las reglas estuvieran para quebrantarse, fiel reflejo de nuestra forma en que nos conducimos como ciudadanos, entre la apatía y la indiferencia, para al final del día quejarnos de que todo está mal, pero la culpa no es nuestra.
Tal vez sigo manteniendo los principios de mi educación al volante, pero ya no soy el mismo. Pasé de la calma a la alerta y de la sonrisa al enojo.
Todas la groserías que no he dicho en mi vida las he desahogado en el interior de mi auto.
Deberé dejar que el tiempo me ponga en mi punto de equilibrio, para adaptarme con rapidez a las costumbres chilangas.
Por el momento evito subirme al coche y cuando lo hago respiro con profundidad y exhalo lentamente.
Al final hay que adaptarse a todo como buen mexicano.
Bienvenido a las arterías de asfalto y concreto Rick, diría mi hermano Álvaro.