Regresar conlleva a tomar de nuevo el cauce aglomerado de las voces que no dejan percibir con claridad la comunicación de los instantes que identifican a la ciudad.
Termino mi cautiverio y rompo el silencio con el exterior, al cual me adentro a través de su entramado, que me va mostrando su número infinito de perspectivas, las cuales se transforman en cada paso.
Fragmentos de épocas pasadas van apareciendo en cada fachada, como si la acera se convirtiera en una máquina del tiempo donde la naturaleza parece ser la única testigo.
Porque los seres que habitan esta tierra parecen ignorar su propio entorno, porque sus miradas ya no están aquí, sino perdidas en sus pensamientos y sueños.
Los cruces de calles se convierten en estrellas de asfalto y concreto, que obligan a las formas a romper la rigidez, mostrando las siluetas de fascinantes ondulaciones con un telón de fondo azul profundo que sostiene un brillante sol y un puñado de nubes huidizas.
La ciudad termina por engullirme para sentir el calor de quien la habita a través del palpitar de sus corazones, que al unísono se funden en un solo ser donde todos sin excepción tenemos cabida.
Y hay que salir de nuevo con el sentimiento colectivo a flor de piel, en otro punto, en otro escenario, pero con el mismo sabor del todo y la nada.
Porque al final vamos en la misma dirección, para cumplir el contrato y regresar al final de la jornada, para alimentarnos de nuevo, del amor que dejamos en nuestra propia morada.
Regresar a México es volver a describir esta ciudad que parece no tener fin, entre estructuras que se van edificando y seres humanos que van creciendo y aprendiendo a vivir en ella.