Pasé por mi pueblo como lo hacen tantos; no me detuve ni volteé. Es la primera vez que me voy de largo. Quería quedarme y visitar la tumba de mi padre, levantar a San Francisco, comer un raspado en la plaza y sentarme a platicar con mamá en las poltronas de la abuela. No pude. Tenía miedo. La violencia en Magdalena de Kino, Sonora, no da tregua.
Sentí nostalgia. Recordé las tardes en las que pasaba nada y esos días en los que me quejaba de la monotonía de vivir en un lugar tan pequeño, donde todos éramos tíos y primos y dábamos la vuelta decenas de veces por la misma calle del pueblo. Entonces podíamos tocar el cielo sin saberlo. Tuve suerte.
Ahora pocos nos conocemos. Los parientes de cariño se fueron o desaparecieron. Hay muchos rostros de extraños en la calle. Los de fuera se notan, de más; se imponen. Quieren ser vistos. Ellos, los que no son de acá, se han apoderado de la paz; la manejan a su antojo, la secuestran. A nosotros, la fe es lo único que nos alcanza de rescate.
Ya nadie puede decir que en Sonora no pasa nada. Las autoridades no pueden seguir camuflando la sangrienta lucha contra el crimen organizado. Los políticos no pueden culpar a la imaginación; no, ya nada es un hecho aislado. El monzón de plomo los ha forzado a mirar a donde no quieren ver. Quizá, para ellos, la justicia es ciega, para nosotros tiene obituarios y casas baleadas, tiene nombre apellidos y desaparecidos. No. No estamos ciegos; tampoco sordos. Los vemos y los oímos… pero nos callamos.
Tanto ha cambiado. La guerra es contra todos: los que saldan cuentas y los inocentes que se les atraviesan. Ahora el crimen es descarado, sangriento y escandaloso. El miedo florece en los lugares donde no hay ley. Nos sentimos -y estamos- solos, desprotegidos, a la merced de la fe y con el temor al hombre. No es solo Magdalena, es Sonora y México.
Y nos resignamos a fuerzas. Nos carcome la impotencia. Se nos crispan los nervios y se nos eriza la piel. En silencio. En privado. Encerrados. Fingimos no ver, no oír, no saber y nos convertimos en cómplices obligados de lo tanto condenamos. Es que… ¡no vaya a ser!
No lo decimos en voz alta porque todavía nos negamos a aceptar la realidad. Creemos que pasará; que si nos resguardamos, estaremos a salvo; que si no nos metemos, no nos tocará; que si volteamos al otro lado, dolerá menos; que si huimos, no nos alcanzará. Nos engañamos para darnos asilo de la realidad. Nos lamemos las heridas. Rezamos. Y sobrevivimos, a fuerzas y si nos dejan.
¿Hasta cuándo? No sé. Es una balacera tras otra; cuerpos que nunca llegarán a la tumba. Y tenemos un cementerio en la conciencia. Porque en México, nos guste reconocerlo o no, se riega el desierto con sangre. Retiembla, sí, en sus centros la tierra, pero por tantos restos descompuestos… sin gritos de guerra. Mordazas. Terror. Un silencio que tiene más eco que las balas.