Micha se murió la madrugada del sábado 30 de enero de 2021, poco más de un mes después que la vi por última vez. Estaba sola en una cama del hospital. Nadie le tomó la mano o le susurró al oído que podía irse, que todo estaría bien, que podía partir en paz.
Ojalá que en su última noche no haya tenido frío; que la angustia no le haya calado los sueños; que el pitido del respirador no haya ensordecido las oraciones que hacíamos con fe desde muy lejos de ella. Deseo, con todas las ganas, aferrarme a esto, a la idea de que se haya ido en paz.
Pasó tres semanas en terapia intensiva con COVID-19. Se la llevaron en ambulancia del centro médico de mi pueblo a un hospital en una ciudad más grande, para que tenga una mejor atención médica, dijeron. Quizá fue así. Era tan poca la comunicación que tenía la familia con los doctores que fue más la especulación. Tuvo días buenos, estables, y otros en el mensaje era solo para alertar de la gravedad de su estado. Hasta que llegó la llamada que sabíamos que podía llegar, pero nos negábamos a recibir.
Pensamos que mejoraría, que todo estaría bien, que su lucha contra el maldito virus se convertiría en tema de innumerables tardes de café. Nos equivocamos; bueno, me equivoqué. Volvió en cenizas. No tuvo tiempo de estrenar el saco con plumas ni el suéter de bolitas que le regalaron en Navidad. Tampoco tuvo oportunidad de cocinar en todas las ollas que compró en la calle a un vendedor ambulante que se las “regaló” a cambio de pedacería de joyas bañadas en oro… ¡ah, ese día sí que nos hizo reír!
Volvió como cualquiera quisiera hacerlo, como maraca. Sus cenizas van de un lado a otro provocando sonrisas y lágrimas, el sentimiento más agridulce que la muerte puede evocar… es que ella sí que sabía vivir… ella sí que sabía querer.
No hubo funeral ni velorio, solo prudencia y mucho duelo. Las despedidas han sido pequeñas, íntimas, casi con un toque de complicidad. Su urna va en rondas dando los últimos adioses. Amanece una mañana en la casa de una de sus hermanas y recibe la tarde en otra. Le rezan el rosario, le ponen flores y la lloran. La recuerdan como el cascabel de alegría que era y eso hace que duela más su ausencia; las pláticas y los entierros eran más amenos con sus ocurrencias.
La extrañan los perros, la gata y hasta las plantas. Ellas y yo también; hasta los vecinos, tanto que le llevaron serenata a sus cenizas y ¡cómo cala el escuchar el Amor Eterno!
Yo me tengo que conformar con verla en fotos y siento que contengo el aliento. La tristeza me hace dejar de respirar por momentos. Soy muy egoísta en mi duelo, en mis rezos cuando le pedí a Dios que no se la llevara, en mis ganas de que su muerte no hubiera sido cierta, en el afán de saber que no la volveré a ver ni nos abrazaremos, que no habrá tardes de menudo, de fritos con salsa y frijoles recién hechos. Y la recuerdo así: alegre, plena, a veces quejumbrosa, con el cabello recién cortado y unas canas camufladas por el tinte. La recuerdo con su piel blanca, sus ojos arrugados, las marcadas comisuras de sus labios y con los ojos chiquitos y pizpiretos.
La recuerdo como amor, entrega y rezos. Me quedo con eso. Quizá la resignación llegue con el consuelo de que hay un más allá donde uno de reencuentra con los que más ama… y allá nos veremos.
Descansa en paz, Micha, tú y todos nuestros muertos.