“Se murió mi mamá”, alcanzó a decir antes de que el llanto atropellara sus palabras. Hizo una pausa y decidí no interrumpir el silencio con el pésame. Expresar su pérdida en voz alta lo volvió real. Mi amiga y comadre se quedó huérfana de sangre; pero no está sola. La sostienen los lazos de una familia emparentada por el amor y la amistad.
Dos días antes, doña Coyo estaba con ella, en su casa, y ahora la esperaba del otro lado de la frontera en una funeraria. Se fue en la noche o quizá de madrugada, de un infarto. Fue muy repentino. Un par de semana atrás, los doctores le dijeron que estaba bien y lo único que le fallaba era la memoria. En un instante, se le escapó la vida.
Mi amiga se convirtió en una huérfana decembrina, como yo. Mi papá murió el 7 de diciembre de 1985. Yo tenía apenas 3 años. Para recordarlo, le escribí; las letras hicieron eco en otros espíritus y cobraron vida en otros corazones. Compartí mi dolor sabiendo que es personal, pero compartido. No sabía que le tocaría tan pronto sentirlo.
Hora antes de que doña Coyo se adelantara, mi comadre, yo y otros más habíamos hablado largo y tendido de la muerte. Irónico. En La Hora del Cafecito de Conecta Arizona abrazamos a nuestros muertos, los honramos y los soltamos. Chateamos de las muchas pérdidas que vamos acumulando por la vida y lo difícil que se hace cargarlas durante Navidad. No sabíamos que la silla de Coyo estaría vacía en las fiestas. Fue muy rápido.
Nunca estamos preparados para perder a los que más amamos. Ni en un día cualquiera ni en las fiestas, pero como que en momentos donde la calidez humana se enciende como Navidad, duele un poco más la ausencia.
Pero los finales son bellos también, así como los atardeceres que nos anuncian que el día se va y que el sol se apaga lo queramos o no. Luego, después de los momentos más oscuros, vuelve a brillar. Así renacen también los que se nos adelantan: en las sonrisas de un hermano o los ojos rasgados de un niño, en los gestos y los recuerdos, en el ADN de la eternidad.
No quisiera romantizar, pero quizá se nos adelantan justo en estas fechas en donde recibimos tanto amor, tantos abrazos y tantos buenos deseos auténticos. Tal vez esa sea su regalo: cobijarnos desde el más allá en otros brazos, con otros pechos cálidos y sólidos apretones de mano. Quisiera pensar que llegan a su rayita en el momento que saben que alguien más se asegurará de acompañarnos con paciencia a la nuestra.
Buen viaje a la eternidad, Coyo. Aquí nos quedamos encaminando a los tuyos al reencuentro.