Hace años que no iba a un concierto. Antes lo hacía solo por trabajo y no recuerdo cuándo fue la última vez que compré una entrada para ver a alguien cantar por el mero placer de hacerlo. Pero en dos semanas todo cambió. En Phoenix vi a Mon Laferte y en Filadelfia celebré la herencia hispana con Enrique Iglesias y Ricky Martin. Mis dos primeros eventos masivos que voy post pandemia, ¡qué cosa tan rara!
Es tan contradictorio ver tantos rostros descubiertos bailando y cantando como si nada hubiera pasado. Fue emocionante y doloroso. ¡Qué rápido se nos olvida todo! Y ¿cómo no retomar el tiempo que se nos escapa de las manos por el miedo? Yo, extrovertida hasta el tuétano, me sentí atrapada en una introversión que no me conocía.
Me quedé en una esquina, lejos del tumulto, a distancia del artista, con el cubrebocas puesto. Dibujé una línea imaginaria entre mis fantasmas pandémicos y mis ganas de volver, no sé a dónde, quizá a lo que fue. Yo, que me he montado en aviones y cruzado fronteras en plena crisis de salud mundial, me sentí desprotegida en un concierto.
Por años cubrí espectáculos para diferentes medios de comunicación. Me acostumbré a ir a presentaciones íntimas, bailes masivos, esperar afuera del palenque por entrevistas que nunca se concretaron y a pelear por el mejor lugar en la primera fila para tomar fotos las primeras dos canciones de cada show. Recorrí escenarios y estadios, camerinos y callejones. Veía a los artistas con los ojos de periodista. A veces la gozaba y otras sentía que me exorcizaba. Pero estaba ahí, al pie del cañón con libreta, cámara y grabadora, en tacones, y armada de paciencia.
Ahora fui como espectadora del arte y la pandemia. Lo disfruté a mi manera, así como saboreo todo desde que se nos complicó la vida con el coronavirus, con un poco de ansiedad y con muchas ganas de recuperar la vida que pusimos en pausa.
Di el primer paso. Quizá sea tiempo de sacudirnos los traumas que nos echamos al hombro durante el aislamiento. Tal vez sea hora de desnudarnos el rostro a los nuevos yo en los que nos hemos convertido. A lo mejor necesitamos curarnos con música y calor humano las heridas que nos hizo y nos hace todavía la pandemia. Ese es el privilegio de la vacuna: comer, bailar, corear, acercarse, viajar, cruzar fronteras y sentirse con miedo, pero en paz.
Estoy lista para ver más espectáculos, ir a obras de teatro, sentarme en un estadio, bailar en una boda y para volver a ir de compras. Los conciertos postpandémicos fueron una manera artística de sacarme de esa burbuja en la que me escudé por 19 meses. Celebro con música no el fin de la pandemia, pero el inicio de una etapa de sanación colectiva que empieza también con la reapertura fronteriza y la posibilidad de un refuerzo de la vacuna e inmunización para los pequeños. Conmemoro con candela la llegada de ese momento en el que puedo dejar de contener el aliento. Respeto también a los que no están listos y quizá nunca lo estarán. Honro a los que el dolor no los deja volver. Abrazo a los que necesitan solo un poco más de tiempo. Acompaño a los que salieron y volvieron. Cada uno tiene su camino.
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