A todos nos duele algo de lo que no hablamos. A mí, por ejemplo, me desespera el constante dolor de cuello que me quedó tras dos accidentes automovilísticos. Tengo cuatro discos herniados y las jaquecas son cosa de todos los días. Desde hace tres años mi doctor primario es el especialista del dolor y en mi largo expediente está toda mi lista de dolencias, medicamentos y procedimientos. Eso es bien conocido; pero hay achaques que me callo.
Pocas veces hablo de las dolencias del corazón. Estoy en duelo. Rocco murió y se me partió el mundo. Micha, los tíos Marcos y Óscar, el Chale, Rubén, mi tata, don Manny… mi papá; todos se me han ido de los brazos y sus ausencias hay días que me calan; pero confieso que hay otros que apenas los recuerdo. Me duele el éxito y el fracaso, los abusos laborales del ayer, mis sacrificios y la incertidumbre migrante, me duele todo lo que viví y no he contado. Me duele mi impostora. Me duele lo que les aqueja a los que quiero. Me duele la injusticia. Me duelen los niños migrantes. Sé guardar lo mío, pero ¿dónde pongo el dolor ajeno? ¿En qué parte de mi ser acomodo lo que no es mío y tampoco suelto?
Todos cargamos demonios. Lo hablamos poco. Pensamos que cuando desnudamos nuestras heridas o cicatrices ahuyentaremos a los otros. Tenemos miedo de que nuestro dolor y vulnerabilidad ahuyente, de que nos saquen la vuelta, nos encasillen y nos abandonen. Y quizá es así… cuando lo hacemos con las personas incorrectas, los que tampoco han sanado.
Debemos hablar más de lo que nos pesa. Quitarnos etiquetas y buscar cómo convertir esas fisuras propias en rendijas de luz. Hablemos… pero también escuchemos. Cuéntame, a ti, ¿qué te duele? ¿En qué parte de tu cuerpo sientes la soledad? ¿En qué músculo se te atora el llanto? ¿En dónde escondes tus pérdidas? ¿En cuál órgano desquitas tu furia? ¿Qué lugar se oxida con tus recuerdos?
Hablemos… porque sé que nuestro dolor va destrozándonos por dentro desde que sale del corazón y hasta que llega a descomponernos la mente. Y ya, estando ahí, se anida, se apodera, carcome espíritus y busca el alma. Así de violento es cuando lo ignoramos. La destrucción es su manera de exigir que hagamos las paces. Lo he sentido y estoy segura que tú también.
Siéntate y respira. Búscalo, encuéntralo y vívelo. No te lo saltes. Quédate ahí en el dolor. Siéntelo. Conócelo. Conversa contigo y con él. No lo apresures. Acéptalo y solo cuando estés listo, déjalo fluir. Que se quede consciente o que se salga. Que te suelte la espalda, el cuello o el estómago; que te libere la cabeza, el pecho o la garganta. Y luego, cuando ya encuentres las palabras, libéralo. Entonces entenderás que el dolor también puede sanar, unir o reconstruir.
Cuando llegues ahí, deja de hablar. Escucha. Presta tu oído, tu hombro, tus brazos, tus ojos y tu ser a escuchar con la consciencia plena de que el dolor ajeno te atravesará, pero entrará a tu cuerpo como sombra y saldrá como luz por tus rendijas, esas que se han curado con los mismos demonios que intentaron matarte. No lo cargarás, pero ayudarás a otros a liberarse.
Estamos en mayo, el mes de concientización de la salud mental y el mismo mes en el que mi primo se quitó la vida en un vórtice de dolor. Convirtamos esta “celebración” en acción. Seamos reales. Seamos caleidoscopios humanos.
Cuéntame qué te duele, cómo y en dónde. Aquí estoy.
OTROS ARTÍCULOS:
–Cruzando Líneas: Migrar. Procrear. Sanar.
–El derecho al voto en Estados Unidos libra una carrera contra el tiempo