Hola, soy Maritza y soy adicta al trabajo.
No exagero. Me apasiona y me obsesiona. No sé separar quién soy de lo que hago. ¡Ya está! ¡Lo dije -escribí- en voz alta! Con la pandemia empeoré. Desayuno noticias, almuerzo reuniones virtuales y ceno noches de reportajes de largo aliento; entre todo eso, estudio, crío y vivo, a veces a prisas y a medias. No sé parar.
Desde marzo de 2020 que monté mi oficina en casa (es decir, el sillón y el cuarto de visitas) trabajo día y de noche. Los horarios fijos que antes me marcaba la escuela de mis hijos se borraron y con ello no desdibujé muchos de los límites también. Hasta que me cansé… sí, una sensación extraña y desconocida para mí.
Una de estas semanas pandémicas perdí el control de mi agenda. Después de 27 juntas de Zoom en cinco días me explotó el cerebro y se me desorbitaron los ojos. “Necesito vacaciones”, le dije a mi esposo. Hasta él se sorprendió. Está acostumbrado a seguirme el ritmo de reportajes, viajes y horarios extraños de trabajo.
Disimulo bien el hartazgo, aunque -irónicamente- he aprendido a decir que no. Soy una malabarista del tiempo: juego con mis hijos, salgo con amigos, voy al hospital, leo, estudio, construyo castillos de cartón y ando en bicicleta con mis pequeños; creo, produzco, comparto y sueño. Lo hago en jornadas extenuantes de 4:30 de la mañana a 12:30 de la madrugada, sin detenerme ni a respirar.
Hoy entiendo que yo soy el precio.
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Me han crecido las bolsas debajo de los ojos y he perdido algunas libras; ya no me maquillo con esmero para las reuniones virtuales ni me aliso el cabello. Estoy agotada.
Siento que tengo un año y medio sin parpadear. Vivo conectada a dos celulares, una computadora portátil, una grabadora profesional y unos audífonos inalámbricos. La pantalla es lo último que veo antes de acostarme y lo primero que busco al despertar: siempre hay un plazo, algo urgente o cualquier cosa que -pienso- no puede esperar.
Soy obsesiva con el correo electrónico y tengo siete cuentas. Me gustan las bandejas de entrada limpias y no dejo para después el responder a un e-mail. Estoy suscrita a ocho canales de Slack, nueve podcast y un montón de sitios de noticias. Los reviso todos todo el día. Además, soy una adicta al WhatsApp. El problema no es la tecnología, sino mi relación tóxica con ella. Así que no solo quiero parar, debo parar.
Por eso me voy por dos semanas. Predicaré con el ejemplo: No adelantaré trabajo ni conseguiré quién me cubra en mis responsabilidades. No sentiré culpa por dejar un celular y la computadora apagados ni revisaré con frecuencia los correos. También me daré unas vacaciones de la casa, la ropa sucia y la cocina. Lo haré porque lo merezco, lo quiero y lo necesito. ¡Dejemos de justificar nuestra búsqueda y bienestar personal! Me voy porque me lo exige el cuerpo y la creatividad.
Y tendré las manos desocupadas para recorrer caminos por primera vez en compañía de los que amo. Y tendré los brazos ocupados con ellos. Y tendré los ojos abiertos para verlo todo a través de sus miradas. Y tendré el corazón alborotado por haberme yo misma dado la oportunidad. Y tendré la mente libre para fluir, soltar y reiniciar.
Y tendré el alma feliz para volver a empezar.