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Cuadernos de la Pandemia: Encarcelamiento masivo en la «tierra de los libres»

Barras de una prisión. FOTO: PPIC

Son mis voces cantando
para que no canten ellos,
los amordazados grismente en el alba,
los vestidos de pájaro desolado en la lluvia.

Hay, en la espera,
un rumor a lila rompiéndose.
Y hay, cuando viene el día,
una partición del sol en pequeños soles negros.
Y cuando es de noche, siempre,
una tribu de palabras mutiladas
busca asilo en mi garganta,
para que no canten ellos,
los funestos, los dueños del silencio.
                       —Alejandra Pizarnik

Para nadie es un secreto (o al menos no debería serlo) que los Estados Unidos es el país con mayor número de presos del mundo. Un promedio de 2 millones 300 mil hombres y mujeres se consumen detrás de muros opresivos en 1.566 prisiones estatales, 102 prisiones federales, 2.850 cárceles locales, 1.510 correccionales juveniles, 186 centros de detención para inmigrantes, 82 cárceles en reservaciones indígenas, además de prisiones militares, hospitales psiquiátricos estatales y prisiones en los territorios fuera del área continental. Esta cantidad de personas privadas de su libertad equivale al total de la población de 15 de los 50 estados del país. La única nación que compite, y de lejos, con esta estadística escabrosa es China, con un millón 600 mil personas tras las rejas, a la vez que se debe anotar que China tiene una población cuatro veces más grande que la de los Estados Unidos.

La trayectoria de los Estados Unidos como nación carcelaria no es nueva. Le viene desde los tiempos de la colonia inglesa en la que se practicaban a diario los “azotes en público, la inmovilización de cuello y manos, una combinación de los dos, marcaje en la piel mediante un hierro caliente, desfiguración, rotura de una mano, brazo o pierna, pena de cárcel o destierro” (1), Pero muy pronto la colonia inglesa pasó de estos castigos individuales a una visión más colectiva y utilitaria de tres sectores poblacionales que fueron cayendo bajo su dominio. Uno de ellos fue el tráfico de esclavos africanos a partir de 1619; otro, el desplazamiento de convictos ingleses para poblar nuevos territorios conquistados como ocurrió en la colonia de Georgia a partir de la década de 1720 (igual como haría décadas más tarde el imperio británico con el envío de presos para colonizar Australia). Un tercer segmento, menos conocido, fueron los miles de indígenas sometidos a esclavitud durante la colonia y después de la independencia de los Estados Unidos, como lo recuenta el profesor e historiador Alan Gallay en Indian Slavery in America (Esclavitud Indígena en los Estados Unidos) (2). Así, los nacientes Estados Unidos de 1776 reforzaron desde sus orígenes su identidad como un estado esclavista y penitenciario.

Terminada la guerra civil en 1865, dos años después de haberse declarado el fin de la esclavitud, la Constitución incorporó la Enmienda 13 que reinstituía de facto la esclavitud. La sección 1 de la Enmienda dice: “Ni en los Estados Unidos ni en ningún lugar sujeto a su jurisdicción habrá esclavitud ni trabajo forzado, excepto como castigo de un delito del que el responsable haya quedado debidamente convicto”. En este engañoso juego de palabras, la segunda cláusula abre la puerta para que la población negra, que acababa de ser emancipada, volviera a estar sujeta “legalmente” a la esclavitud. En efecto, después de la firma de la Enmienda 13, las autoridades judiciales impusieron el sistema de arrendamiento de los presos negros para trabajar en las plantaciones, incluso en aquellas “donde los prisioneros habían sido esclavizados anteriormente” (3). Las llamadas leyes de segregación de Jim Crow, que se añadieron a los ya existentes Códigos Negros (Black Codes), terminaron sometiendo aún más a la población afrodescendiente. Entre otras cosas, se les exigía mostrar prueba de trabajo a riesgo de ser encarcelados y enviarlos a trabajos forzados por vagancia, a limitar la manera de tratar a las personas blancas y el acceso a tiendas y restaurantes, a vivir y estudiar en comunidades y escuelas separadas de la población blanca. La Enmienda 13 fue, en fin, el instrumento para que el estado y sus leyes supremacistas pudieran seguir explotando en la vida diaria y en el sistema penitenciario a la población negra y por extensión a los demás grupos racializados.

De allí al encarcelamiento masivo que presenciamos hoy en los Estados Unidos solo había un paso. Ese paso fue la declaración de guerra contra las drogas por el presidente Nixon en 1971. En los años siguientes, y en particular a partir de los 80, empiezan las enormes redadas en las comunidades negras y latinas, que ya desde antes conformaban el mayor número de presos, pero ahora en cifras más grandes. Bajo los gobiernos de Reagan, H.W. Bush y Clinton, la guerra frontal contra las drogas se tradujo también en políticas intervencionistas y represivas en países latinoamericanos. Colombia fue y sigue siendo uno de los países de la región donde los Estados Unidos han intervenido con “asesoría” militar (con la implantación de bases militares), fumigación con glifosato (herbicida prohibido en los EE UU por considerarse cancerígeno, y ahora prohibido también en Colombia por el gobierno de Gustavo Petro), y fondos al gobierno nacional para combatir las drogas ilícitas. Todas estas acciones agresivas esconden la verdadera cara de esta guerra que es la cultura de la demanda y el billonario negocio de lavado de dinero del que se benefician en gran parte los que pretenden combatirlo.

Al final, después de más de 40 años, el combate militarista contra las drogas solo ha dejado decenas de miles de muertos y desaparecidos, campesinos desplazados y narcotraficantes extraditados a las cárceles de EE UU, sin que haya habido ninguna reducción ni en la producción, ni en el tráfico, ni en el consumo. En los EE UU el impacto humano se ha sentido sobre todo en el encarcelamiento y condena de consumidores y microtraficantes de las calles, mientras que los padrinos de la droga continúan en libertad en oficinas y en mansiones-fortalezas en América Latina, los Estados Unidos, Europa y otras partes del mundo. De acuerdo con Prison Policy Initiative, los convictos por drogas comprenden el 20% del total de los presos, a la vez que más de un millón de personas son arrestadas cada año por delitos relacionados con drogas, y pasan meses en centros de detención o cárceles locales hasta que pagan una fianza, se les pone en libertad, o se les dicta sentencia y son trasladados a una prisión (4).

Pero también es importante señalar que el encarcelamiento masivo no es solo el resultado de la guerra contra las drogas sino también de la puesta en marcha de las políticas macroeconómicas neoliberales desde los años 80. La desregularización del capital, las nuevas normas fiscales restrictivas y la privatización de los servicios públicos, terminó afectando a la población más vulnerable en su acceso a servicios médicos, vivienda, educación y trabajo. La producción de manufacturas se trasladó a países donde se podía explotar la mano de obra barata y sin sindicatos o con sindicatos poco organizados y efectivos. Los tratados de libre comercio que se iniciaron en 1994 con países de América Latina y otras regiones del mundo terminaron creando marginación y pobreza para los pequeños agricultores y comerciantes, mientras enriquecieron aún más a las grandes corporaciones de América Latina, Estados Unidos y Europa. El resultado ha sido la creciente falta de participación del estado en inversión social, desempleo y aumento de la delincuencia y la migración, que terminó alimentando más la maquinaria carcelaria en esos países y los Estados Unidos.

Las políticas neoliberales, que junto a la guerra contra las drogas impulsaron el encarcelamiento masivo, dieron origen natural al gran negocio de las cárceles privadas. Aunque la contratación de entidades privadas de servicios para las cárceles existía desde las guerras de independencia, es bajo el gobierno de Regan en 1983 cuando se crea la primera red de prisiones privadas y centros de detención con ánimo de lucro, la Corporación de Correcciones de los Estados Unidos (hoy CoreCivic), que administra 65 centros de detención y una capacidad para 90 mil presidiarios. El Grupo Geo, que se formó solo un año después, es al presente la red más grande de cárceles privadas con 106 instalaciones carcelarias, incluyendo centros de detención para inmigrantes en la frontera con México, con capacidad para 86 mil presos hombres y mujeres. CoreCivic reporta ganancias anuales de 2 billones de dólares, mientras los beneficios anuales del Grupo Geo ascienden a cerca de 2 billones y medio de dólares. El gobierno federal paga a estas cárceles privadas por cada preso, lo que hace que tener más presos y por más largo tiempo represente más dinero para todo el sistema carcelario. Las cárceles privadas han sido objeto de controversia desde su fundación, acusadas de violaciones a los derechos humanos que incluyen hacimiento, confinamiento solitario por negarse a trabajar y prolongada detención de los presos sin ser llevados a juicio.

Este año 2022 fue publicado uno de los informes más completos y actuales acerca de las condiciones legales y laborales de los presos en las cárceles de los Estados Unidos y de cómo el sistema penitenciario público y privado se enriquece a costa de ellos. El informe “Captive Labor: Explotation of Incarcerated Workers” (Trabajo cautivo: explotación de trabajadores presos) es un esfuerzo conjunto de Global Human Rights Clinic y la Escuela de Leyes de la Universidad de Chicago. Presenta evidencias de que, aunque pueda haber variantes, las fuentes de ganancia de las cárceles privadas y públicas son parecidas. Radican en la explotación laboral de los presos, quienes trabajan en una infinidad de áreas que van desde la manufactura de productos para grandes compañías y plantaciones penales, hasta la prestación de servicios “como cocineros, lavaplatos, porteros, jardineros, barberos, pintores, plomeros; en lavanderías, cocinas, fábricas y hospitales” (5), mientras los mantienen bajo vigilancia.

En los estados de Alabama, Arkansas, Florida, Georgia, Mississippi, South Carolina, y Texas, los presos no reciben ninguna compensación económica por su trabajo. Según el informe, las cárceles que sí les pagan les dan apenas entre 13 a 52 centavos la hora y los que más ganan, el 6.5% del total de presos, reciben de 30 centavos a 1.30 dólares por hora. De esos “sueldos”, que no alcanzan a ser ni de miseria, tienen que pagar por su propia comida, hospedaje en la prisión, llamadas telefónicas, lavandería, servicios médicos e impuestos, que al final los dejan sin un centavo en el bolsillo.

Los presos, hombres y mujeres, están excluidos de todos los beneficios y protecciones laborales que puede tener un trabajador o trabajadora libre. El único derecho que tienen es a ser castigados al confinamiento solitario, o a que se les suspendan las llamadas telefónicas, si se niegan a trabajar. Durante el pico de la pandemia muchos de estos presos tuvieron que trabajar en hospitales y funerarias. Hasta abril de este año 2022, más de 800 mil presos fueron infectados y más de 3 mil murieron por causa del coronavirus. El informe denuncia que mientras los presos tuvieron que fabricar máscaras, desinfectantes para manos, guantes y otros materiales de protección, a ellos y ellas se les prohibió usar esos medios de protección. El informe concluye, “No es de extrañarse que la pandemia se expandiera como fuego por las prisiones”.

Dentro de todo este oprobioso sistema esclavista carcelario, hay otras múltiples historias. Como el centro de detención en la bahía de Guantánamo, Cuba, creado en el 2002 por los Estados Unidos para encarcelar a personas sospechosas de terrorismo como parte de la guerra contra el terrorismo desatada poco después de los atentados de las Torres Gemelas de Nueva York en el 2001. A lo largo de estas dos décadas, Guantánamo ha llegado a tener a un mismo tiempo alrededor de 800 presos de más de 40 países; muchos de ellos de iraquíes y afganos que profesan el islamismo. Guantánamo ha sido objeto de constantes denuncias de tortura y desaparición forzada. Actualmente hay 39 presos, casi todos con 20 años de encierro y todavía a la espera de un juicio.

Parte integral también de todos los movimientos de los Estados Unidos en sus autodeclaradas guerras contra las drogas, contra el terrorismo y contra el comunismo, ha sido su política de intervencionismo autoritario. Uno de los efectos de esto, sumado al cambio climático, las guerras civiles y las dictaduras militares auspiciadas por los Estados Unidos, ha sido la migración masiva desde ciertos países latinoamericanos también desde los años 80, con un aumento notable en lo que va del siglo 21. Esto ha llevado a crear en los estados fronterizos con México el sistema carcelario para migrantes más grande del mundo, administradas muchas de ellas por CoreCivic y el Grupo Geo. El Servicio de Inmigración y Control de Aduanas, ICE, declara tener 135 centros de detención, aunque esa cifra puede variar considerablemente si se tiene en cuenta que ICE usa distintos tipos de instalaciones para encerrar a los migrantes. El número de migrantes detenidos en esos centros carcelarios esperando que se atiendan sus solicitudes de ingreso, o expuestos a deportación, cambia de día en día. El dato más reciente del Centro de Acceso a Documentos Transnacionales, TRAC, indica que hasta el 25 de septiembre de 2022 había 25.134 migrantes en esos centros, donde se les demora la resolución de sus casos, y 317.700 de individuos y familias en libertad pero monitoreados a través del uso de tecnología de ICE.

En este espectro de lo que la activista y abolicionista Angela Davis llama el complejo industrial carcelario, está la realidad de que las mujeres se han convertido en el segmento de mayor crecimiento en las cárceles de los Estados Unidos. Alrededor del 90% de las mujeres en la cárcel han sufrido abuso sexual y/o doméstico y han sido capturadas y llevadas a la cárcel por delitos menores relacionados con las drogas, o por uso de violencia para defenderse de sus abusadores. A menudo, cuando llegan a la cárcel también tienen que confrontar violencia física y sexual por parte de las autoridades carcelarias. Muchas de ellas no han terminado la escuela secundaria y han vivido la mayor parte de sus vidas en condiciones de extrema pobreza, falta de vivienda y sin atención de salud. Además, tanto mujeres como hombres que han estado presos al salir en libertad enfrentan discriminación, estigmatización como criminales, dificultades de adaptación con sus familias, falta de oportunidades para encontrar trabajo. En algunos estados no pueden volver a votar por el resto de sus vidas, o por un largo período. Dado que muchos de estos expresidiarios pertenecen a grupos marginados y racializados, el sistema político usa estas restricciones legales para impedirles votar y alinearlos de sus derechos más básicos. La máquina trituradora de vidas está bien ensamblada y en funcionamiento.

Organizaciones por los derechos humanos y civiles como la ACLU y la NAACP se han involucrado en la lucha contra el encarcelamiento masivo. Junto a ellas hay un creciente número de organizaciones cuyo objetivo es luchar por abolir o reducir al máximo el sistema carcelario y enfocar en cambio en la inversión de recursos en las comunidades más empobrecidas del país con educación, fuentes de trabajo y desarrollo social. En el 2016 un estudio del Centro Brennan halló que, de un millón 460 mil presos hombres y mujeres, 576 mil no representaban ninguna amenaza para la sociedad y podía habérseles dado sentencias mucho más bajas, o simplemente pagar con servicio comunitario (6).

Si el interés del gobierno fuera en realidad acabar con el narcotráfico y el crimen en general, enfocaría mucho más en estrategias de prevención y sobre todo en el acceso a la educación y el mejoramiento de las condiciones de las comunidades marginadas y empobrecidas. En cambio, al día de hoy casi el 75% de los 50 estados tienen más cárceles que universidades. Solo 13 estados son la excepción: California, Arizona, West Virginia, Pennsylvania, New Jersey, Connecticut, Delaware, Rhode Island, Nueva York, Massachusetts, Vermont, New Hampshire y Maine. Pero el límite de esa excepción es bastante estrecho. Hablando solo de California, el estado ha creado apenas cuatro universidades públicas desde 1980 (tres dentro del sistema de CSU y una de UC). Sin embargo, desde los 80 ha abierto 23 nuevas cárceles del total de 35 cárceles para adultos, además de varios centros correccionales y de detención. El eje central son las políticas supremacistas que hacen que en general el acceso a la educación superior sea limitado y desestimulado para la gente sin recursos, a la vez que el estado decide que pueden ser más productivos a través del trabajo esclavizante de las cárceles.

Después de siglos del rodaje de una aplastante maquinaria carcelaria, uno no puede más que coincidir con Angela Davis: “Las cárceles no desaparecen los problemas sociales; desaparecen seres humanos. Y la práctica de desaparecer grandes cantidades de personas de comunidades pobres, inmigrantes y racialmente marginadas se ha convertido literalmente en un gran negocio” (7). Un gran negocio de cuerpos devorados por el capitalismo canibalista. Los tentáculos del sistema penitenciario son enormes y a la vez invisibles. Las altas paredes, donde aún la luz es triste, ocultan de la vista de los transeúntes la vida que agoniza anónima y despojada de humanidad. Pareciera que solo a los familiares y a un puñado de activistas les importara el destino de estos cuerpos obligados a ser la parte esclava del gran negocio de las rejas o a ser aún más castigados si se rebelan contra la norma. Entonces uno piensa en el significado de palabras como democracia, independencia y emancipación y en los festejos públicos de cada 4 julio cuando la gente llena estadios y canta el himno nacional, uno de cuyos versos dice que esta es “la tierra de los libres”. Entonces uno se imagina cómo se oirían 2 millones 300 mil voces cantando ese verso al unísono detrás de las rejas de la prisión más grande del mundo.

Fuentes consultadas:

1) “La vida cotidiana en la Norteamérica colonial”. Joshua J. Mark, 8 abril 2021.
2) Indian Slavery in America. Alan Gallay. University of Nebraska Press, 2009. Ver también The other slavery: The uncovered story of Indian enslavement in America. (La otra esclavitud: la historia descubierta de la esclavitud en América), por Andrés Reséndez. HMH, 2016.
3) “Enmienda el 13: proscribe la esclavitud en los Estados Unidos”. Freedom United, 2021.
4) “Mass Incarceration: The Whole Pie 2022” (Encarcelamiento masivo: el pastel completo, 2022). Wendy Sayer y Peter Wagner. Prison Policy Initiative. 14 de marzo, 2022.
5) Captive Labor: Exploitation of Incarcerated Workers (Trabajo cautivo: Explotación de trabajadores encarcelados). University of Chicago Law School-Global Human Rights Clinic. Jennifer Turner, et al., 2022.
6) “The History of Mass Incarceration” (Historia del encarcelamiento masivo). James Cullen. Brennan Center. 20 de julio, 2018.
7) “Masked Racism: Reflections on the Prison Industrial Complex” (Racismo enmascarado. Reflexiones sobre el Complejo Indistrial de Prisiones). Angela Y. Davis. ColorLines, 10 septiembre, 1998.

Tres lecturas recomendadas:

¿Son obsoletas las prisiones?, por Angela David.
Vigilar y castigar. Nacimiento de la prisión, por Michel Foucault.
El color de la justicia: La nueva segregación racial en Estados Unidos, por Michelle Alexander.

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Este artículo fue apoyado en su totalidad, o en parte, por fondos proporcionados por el Estado de California y administrados por la Biblioteca del Estado de California.

Autor

  • Valentin González-Bohórquez es columnista de HispanicLA. Es un periodista cultural, poeta y profesor colombiano radicado en Los Ángeles, California. En su país natal escribió sobre temas culturales (literatura, arte, teatro, música) en el diario El Espectador, de Bogotá. Fue editor en Barcelona, España, de la revista literaria Página Abierta. Es autor, entre otros libros, de Exilio en Babilonia y otros cuentos; Historia de un rechazo; la colección de poemas Árbol temprano; La palabra en el camino; Patricio Symes, vida y obra de un pionero; y Una audiencia con el rey, publicados por distintas editoriales de Colombia, España y los Estados Unidos. Ha publicado numerosos ensayos sobre literatura y es co-autor, entre otros libros, de Otras voces. Nuevas identidades en la frontera sur de California (Editorial A Contracorriente, North Carolina State University, 2011), The Reptant Eagle. Essays on Carlos Fuentes and the Art of the Novel (Cambridge Scholars Publishing, 2015) y A History of Colombian Literature (Cambridge University Press, 2017). Es profesor de lengua y literaturas hispánicas en Pasadena City College, Calif.

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