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Cuadernos de la Pandemia / Valeria Luiselli y los niños de la frontera

Niños migrantes camino a la frontera estadounidense. FOTO: CIS

Estoy atorado
entre este y el otro lado.
Y cuando mi salto está listo:
la raya se desplaza.
—Heriberto Yépez, poeta tijuanense

Desde hace diez años uno de los núcleos del drama de la migración desde países de América Latina lo constituye la oleada de niños que llegan solos a la frontera entre México y los Estados Unidos. Decenas de miles de niños, niñas y adolescentes, muchos de ellos menores de cinco años, a los que ocasionalmente las cámaras de los medios de comunicación iluminan por un instante, casi siempre despojados de individualidad, de humanidad. Rostros sin rostro que se multiplican sobre espacios desolados, con historias que muy pocos cuentan, en parte porque predomina la ignorancia y el prejuicio, en parte porque son abrumadoras y, en fin, porque se prefiere el silencio cómplice. La mayoría de estos menores proviene del llamado Triángulo Norte de Centroamérica: Honduras, Guatemala y el Salvador, al que hay que agregar el México enorme, que también aporta su cuota significativa de niños tratando de entrar a los Estados Unidos. Un país desconocido, donde esperan encontrarse con un familiar, o intentar que alguien, desde la nada, quiera darles refugio.

La tragedia de los niños migrantes no es nueva. Ha estado presente por mucho tiempo, y en mayor proporción desde mediados de los ochenta, en plena guerra civil salvadoreña, cuando miles de personas, incluyendo niños solos, huyeron hacia los Estados Unidos, país que era precisamente uno de los promotores principales de esa guerra. Pero es a partir de 2013 y hasta el presente, cuando los números se han multiplicado a un ritmo imparable, esta vez huyendo de pandillas como la Mara Salvatrucha y Barrio 18, del hambre y la pobreza extrema, problemas que son secuelas de las guerras centroamericanas. Entre los meses de octubre de 2013 y junio de 2014, durante la presidencia de Obama, la cifra de niños no acompañados detenidos en la frontera superó los 80 mil, y forzó al gobierno a declarar una crisis migratoria. Ninguna estrategia fue efectiva para contenerla, porque hasta ahora a los Estados Unidos no les ha interesado tratar a fondo con los problemas históricos que causan estas migraciones y en las cuales tiene una inmensa responsabilidad.

Hacia fines de agosto de 2015 habían llegado ya 102 mil menores más. Desde esas fechas, al entrar en territorio de EE UU los niños son puestos en centros de detención para menores, conocidos como hieleras, jaulas o perreras. Se supone que los niños no deben estar en estos centros más de tres días, hasta que se les conecta con familiares, o los llevan a centros del Departamento de Salud y Servicios Humanos, mientras esperan que se les resuelva su situación. Por años, sin embargo, organizaciones como Amnistía Internacional han denunciado que los menores pasan allí semanas, e incluso meses, sufriendo temperaturas frías, sin camas y cubiertos solo con mantas isotérmicas, y sin servicios sanitarios adecuados.

Hasta marzo de 2015, los niños migrantes que lograban cruzar la frontera y pedían asilo tenían hasta un año para que un familiar o alguien más (no el gobierno) les consiguiera un abogado que los representara ante una corte de migración para tratar de obtener el estatus migratorio de asilado y evitar la deportación. Pero la creación del Priority Juvenile Docket (Expediente Juvenil Prioritario) del gobierno de Obama, redujo ese tiempo a solo veintiún días. Si al cabo de esas tres semanas los niños no lograban tener un abogado defensor debían de todos modos ir ante el juez asignado. En la mayor parte de los casos, eran y siguen siendo deportados a sus países.

Durante la administración Trump, entre 2016 y 2020, el drama alcanzó su período más crítico y xenofóbico, con decenas de miles de niños detenidos en la frontera y devueltos de inmediato a México y Centroamérica. Simultáneamente, la política de “cero tolerancia” afectó también a unos 4 mil niños que fueron separados de sus padres en la frontera. En enero de 2017, la jueza en jefe de inmigración, MaryBeth Keller, modificó el Expediente Juvenil Prioritario de la era Obama, y se enfocó en la deportación de niños migrantes que estuvieran bajo el cuidado y custodia del Departamento de Salud y Servicios Humanos de la Oficina de Reasentamiento de Refugiados, y que no tuvieran un patrocinador identificado. Los niños sin patrocinador se contaban y se siguen contando por decenas de miles; de modo que una gran parte de ellos han sido deportados a sus países de origen sin el debido proceso de las leyes internacionales del derecho al asilo. Y, para completar el cuadro, cuando se pensaba que el gobierno de Biden iba a poner en marcha soluciones para mejorar la situación de los migrantes, dadas sus promesas de campaña, la realidad es que ha seguido aplicando muchas de las mismas políticas migratorias excluyentes y represivas de Obama y Trump.

A solo cuatro meses de haber tomado posesión como presidente en 2021, Biden reactivó la orden de los Expedientes Prioritarios, conocido también como Rocket Docket, que permite devolver “de forma sumaria a prácticamente todos los niños y niñas mexicanos no acompañados tan sólo unas horas después de que busquen protección, en muchos casos sin considerar los peligros a los que podrían enfrentarse a su regreso” (1). El National Immigrant Justice Center, NIJC (Centro Nacional de Justicia para los Inmigrantes) denunció en esas fechas que la administración Biden, bajo la falsa premisa de la salud pública (debida al Covid), seguía usando el Título 42 de Trump que autoriza a la Oficina de Detención y Deportación de ICE para expulsar de manera inmediata a las personas buscando asilo en la frontera. El NIJC, una organización no-gubernamental, señaló que “más de la mitad de las personas navegando el sistema judicial migratorio” no lograban conseguir un abogado que los apoyara (2). Miles de niños migrantes, tanto mexicanos como centroamericanos son parte de esas estadísticas.

En general, lo que termina ocurriendo a los niños y niñas que son detenidos en la frontera es una historia que trata de mantenerse oculta. La noticia deja de ser noticia por lo habitual y cotidiana, mientras las organizaciones intergubernamentales y humanitarias tratan de intervenir con todas las limitaciones que les presenta el sistema migratorio. Entre las voces contestatarias que han ayudado a vislumbrar cómo tramita el sistema migratorio la situación de estos niños migrantes está la escritora mexicana Valeria Luiselli. Nacida en Ciudad de México y establecida en Nueva York desde 2008, Luiselli participa activamente en foros académicos y periodísticos en los Estados Unidos, México y otros países, para discutir sobre los textos que ha escrito y hacer visible el drama acuciante de la migración de niños desde América Latina hacia los Estados Unidos.

En su breve libro documental Tell Me How It Ends. An Essay in Forty Questions, traducido al español como Los niños perdidos (Un ensayo en cuarenta preguntas), publicado en 2016, describe cómo en su interés por conocer de cerca la situación de los niños migrantes decidió, junto a una sobrina suya, hacer trabajo voluntario como traductora e intérprete en una corte de migración en Nueva York en 2015. Su labor consistía en ayudar a niños y niñas migrantes a llenar un formulario de 40 preguntas en inglés creado por la Oficina de Inmigración del Departamento de Justicia, para niños cuya situación migratoria estaba pendiente. Era un trabajo de gran urgencia, y en muchos casos, de vida o muerte, porque, como se ha mencionado, los niños tenían solo veintiún días para conseguir un abogado defensor para tratar de no ser deportados. Luiselli y su sobrina se sumaron al número creciente de voluntarios tratando de ayudar a estos niños desamparados.

Mientras Luiselli tomaba las respuestas de los niños se enfrentó al relato fragmentario de los horrores inenarrables que los obligó a dejar sus países para venir a los EE UU, con la vaga esperanza de encontrar refugio y protección. El libro documental no solo describe las 40 preguntas que el formulario burocrático hace a los niños (¿Por qué viniste a los Estados Unidos? ¿Cuándo entraste a los Estados Unidos? ¿Con quién viajaste? ¿Viajaste con algún conocido? ¿Qué países cruzaste? ¿Cómo llegaste hasta aquí?…), sino las preguntas que se hace la autora sobre la manera como opera el sistema migratorio de los EE UU. Estos son niños, que como apunta Luiselli, “huyeron de sus pueblos o ciudades, caminaron kilómetros, nadaron, corrieron, durmieron escondidos, montaron trenes y camiones de carga… Viajaron sin sus padres, sin sus madres, sin maletas ni pasaportes”. Niños y niñas con un pasado en sombras, con un azar constante como único equipaje.

Niños a los que les será muy difícil conseguir asilo porque este se concede a personas que están huyendo de persecuciones basadas de manera específica en raza, religión, nacionalidad y opinión política o pertenencia a un grupo social particular. En su defensa, el abogado tendrá que hacer creíble que su pequeño cliente es víctima de alguna, varias o todas estas razones, para que se le conceda el asilo. Si los vientos le son favorables y el niño o niña obtiene asilo, es advertido que no podrá volver a su país, a riesgo de perder su residencia en EE UU. Si el niño/a no muestra evidencia suficiente del peligro que corría para haberse escapado de su país, es muy probable que sea deportado/a “sin juicio previo” (3).

Los niños perdidos opera como una contranarrativa que saca a la luz aspectos poco conocidos por la población norteamericana y global. Luiselli ve el manejo de la situación legal migratoria de los niños migrantes como un componente más del sistema de encarcelación masiva de los Estados Unidos, y la utilización de centros de detención privados como parte de un negocio lucrativo. El texto cuestiona no solamente la monstruosa y billonaria maquinaria judicial y carcelaria de los Estados Unidos, sino también el papel que se le ha impuesto a México, tanto político como económico, para participar en la captura y deportación de migrantes de todas las edades, incluyendo a niños y adolescentes, en sus fronteras norte y sur.

La urgencia de investigar y escribir Los niños perdidos se le atravesó a Luiselli cuando estaba escribiendo la novela The Lost Children Archive, publicada en 2019 y traducida y publicada al español el mismo año como Desierto sonoro (4). La novela describe el viaje transversal en coche de una pareja y sus dos hijos desde Nueva York al extremo suroeste de Arizona. El padre documenta el genocidio de los indígenas a manos del gobierno, el ejército y los colonos de asentamiento anglosajones y busca en particular informarse sobre la tribu de los apaches chiricahuas de Bendoke, Arizona, la última en ser sometida por los avances expansionistas de EE UU. Entre tanto, la madre explora la realidad de los niños migrantes que están llegando en cantidades desbordantes a la frontera. En una entrevista con el medio digital mexicano El Oriente, Valeria se refiere al título Desierto sonoro “como un corredor migratorio, una región geopolítica, el espacio extraterritorial de quienes se desplazan de un lugar a otro. Como en círculos concéntricos. Un EE UU vaciado de sentido sobre lo que está ocurriendo en la frontera, como el corazón en tinieblas de ambos países”. Un problema que puede ser definido esencialmente como racial, sobre una “presencia extranjera, invasiva. Un mito [histórico], basado en un montón de mentiras” (5).

Los textos de Valeria Luiselli sirven como una referencia para ampliar nuestro entendimiento del éxodo masivo centroamericano, el cual tiene un impacto particular entre niños y adolescentes, que constituyen hoy día uno de cada tres migrantes que buscan asilo. Víctimas de una guerra que se desdobla desde los tiempos de la Guerra Fría y cuyos efectos se han incrementado con el fracaso de las políticas neoliberales y la crisis climática que ha diezmado la productividad agrícola en dichos países. En Desierto sonoro es posible notar, que pese a la multitud de recursos experimentales narrativos y las diversas técnicas para dar coherencia al relato, siempre son insuficientes para plasmar la dimensión de la tragedia. Esta incapacidad del texto es, en definitiva, su propio logro, porque logra transmitirnos hasta dónde podemos expresar una historia. Pero el texto, el habla y el performance son los recursos más directos que tenemos para el testimonio, para hacer tangible el pasado, pero, sobre todo, como quiere Luiselli, el presente y de ese modo, tal vez, también el futuro.

El drama migratorio infantil sigue aún más intenso en los últimos dos años. Según la Organización Internacional para las Migraciones de las Naciones Unidas (OIM) los Estados Unidos y México deportaron a cerca de 200 mil salvadoreños, guatemaltecos y hondureños en 2022, entre los que se incluyeron 35 mil niños y adolescentes. Esto representó un aumento del 58 porciento frente a los casi 125 mil deportados en 2021. Por su parte, La Voz de América, señaló que desde principios de enero al 8 de marzo de este año 2023 se han registrado 889 niños y niñas deportados a Guatemala, donde las autoridades se encargan de contactarlos con sus familiares para entregárselos o los internan provisionalmente en hogares del gobierno. Mientras tanto, las noticias seguirán dando informes y estadísticas de última hora, fríos y asépticos como una larga resignación.

Fronteras como las del sur de los Estados Unidos son heridas abiertas. En algunos casos están cicatrizadas por la cotidianidad, pero siguen sangrando por dentro, en el alma de quienes las padecen, de aquellos contra quienes han sido creadas. Las fronteras marcan a menudo otredades y exclusiones fundadas en conceptos de superioridad racial. Crean nacionalismos y reafirman que lo que nos hace iguales es que somos distintos. Las fronteras modernas mantienen el espíritu tribal y la exclusión de lo que nos parece amenazante. Son el espíritu primitivo de la territorialidad y la supervivencia. Esto se agrava aún más si quienes las atraviesan, o intentan atravesarlas son migrantes sin documentos, empobrecidos, que vienen de “países de m*”, como dijo el anterior presidente. O si esos migrantes son menores de edad que han caminado miles de kilómetros hacia un futuro que creen esperanzador, pero que intuyen incierto y sin asidero. Para decenas de miles al llegar a este país, la raya se les desplaza y los devuelve sin contemplaciones a los lugares de donde quisieron huir.

Fuentes citadas:

1) “Estados Unidos y México deportan a miles de niños y niñas migrantes no acompañados a situaciones de peligro”. Amnistía Internacional, Junio 11, 2021.
2) “Biden’s Return to the Failed Immigration Court “Rocket Docket” Will Deprive Asylum Seekers of Justice & Endanger Lives”. National Immigrant Justice Center, May 28, 2021.
3) Los niños perdidos. Ensayo en cuarenta preguntas, por Valeria Luiselli. Editorial Sexto Piso, 2016.
4) Desierto sonoro, por Valeria Luiselli. Vintage Español, 2019.
5) “Valeria Luiselli presenta Desierto SonoroEl Oriente, México. Entrevista digital, consultada el 28 marzo, 2023.

Este artículo fue apoyado en su totalidad, o en parte, por fondos proporcionados por el Estado de California y administrados por la Biblioteca del Estado de California.

Autor

  • Valentin González-Bohórquez es columnista de HispanicLA. Es un periodista cultural, poeta y profesor colombiano radicado en Los Ángeles, California. En su país natal escribió sobre temas culturales (literatura, arte, teatro, música) en el diario El Espectador, de Bogotá. Fue editor en Barcelona, España, de la revista literaria Página Abierta. Es autor, entre otros libros, de Exilio en Babilonia y otros cuentos; Historia de un rechazo; la colección de poemas Árbol temprano; La palabra en el camino; Patricio Symes, vida y obra de un pionero; y Una audiencia con el rey, publicados por distintas editoriales de Colombia, España y los Estados Unidos. Ha publicado numerosos ensayos sobre literatura y es co-autor, entre otros libros, de Otras voces. Nuevas identidades en la frontera sur de California (Editorial A Contracorriente, North Carolina State University, 2011), The Reptant Eagle. Essays on Carlos Fuentes and the Art of the Novel (Cambridge Scholars Publishing, 2015) y A History of Colombian Literature (Cambridge University Press, 2017). Es profesor de lengua y literaturas hispánicas en Pasadena City College, Calif.

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