ARIZONA – Hace seis años mi mamá cruzó la frontera para conocer a sus nietos. Estaba ansiosa. Llegó un par de días antes de que nacieran y me acompañó durante su primer mes. El día que volvió a México no tuve tiempo ni de comer ni de bañarme y lloré de cansancio. Tuve que ser fuerte y me consolaba la idea que si el mundo se me caía encima, le podría llamar y ella volvería a cruzar la frontera; en cuatro horas estaría conmigo. Ahora no.
Las restricciones en la frontera se extendieron hasta agosto y lo más probable es que la pandemia y las elecciones alarguen el cierre parcial entre México y Estados Unidos. Ella se quedó allá y nosotros acá… y la tecnología no nos consuela.
Mis cuates cumplieron 6 y no hubo fiesta. No entienden porqué si ellos se han quedado en casa encerrados por cuatro meses, los abuelos no pudieron venir a cantarles “Las Mañanitas” ni a partir el pastel. No se explican porqué el coronavirus no se va o porqué no podemos ir a visitar a tata y nana “si en el camino no tocamos nada”.
Mis hijos empiezan a renegar de esta nueva realidad en la que sus seres más queridos están tan lejos y no hay fecha próxima para poder abrazarlos.
-No los visitamos, porque los queremos, porque los cuidamos, porque no queremos enfermarlos -les explico.
La lógica no los consuela.
-¿Y por qué no vienen ellos? -preguntan una y otra vez.
-Porque la frontera está cerrada -les respondo.
-¿Y cuándo la van a abrir? ¿para nuestro cumpleaños?
-Quizá para Navidad.
Ellos que le han hecho frente a la pandemia con aplomo, desde casa, están pagando los platos rotos de una sociedad indiferente a una pandemia que consideran ajena.
Ellos no entienden porque las vacaciones de primavera se han extendido hasta el verano -y quizá hasta el invierno- y porqué no pueden ir a Disneylandia como lo teníamos planeado justo para su cumpleaños.
Ellos, que desde su inocencia han acatado las órdenes de quedarse en casa, no captan porqué no pueden ver a sus amigos, ir a la escuela, salir al parque, ir de vacaciones, comer en restaurantes, salir por una nieve o viajar para estar en México con sus abuelos.
Yo tampoco lo entiendo.
Se me han acabado las excusas y he tenido que explicarles que no todos son como ellos y no todos hacen caso, por eso tuvimos que pasar su cumpleaños solos y encerrados; les he dicho que tendrán que conformarse con los abrazos virtuales, las felicitaciones por zoom y los obsequios por paquetería. Siguen siendo privilegiados y no dejo que se les olvide. Quizá estas lecciones son el mejor regalo que les puedo dar: un mundo real, a veces injusto y egoísta, pero lleno de amor, magia y -a pesar de todo- esperanza.
Feliz cumpleaños, mis cachorros.