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El beso de Eurídice

Barcelona. Alguna tarde a fines de febrero del 2003. Se está yendo el invierno de la ciudad y la bronquitis de mi pecho. Y yo camino por la Rambla del Raval como tras haber resucitado; respirando una brisa de aire puro que parece un adelanto de la primavera o acaso del paraíso. Sin embargo, quince días atrás casi no podía respirar. Se lo dije a Mavi y ella se preocupó al verme tan pálido. “¡Tío, que pareces venido del museo de cera!” me dijo. Y acto seguido prometió que me conseguiría hierbas homeopáticas y un litro de vino suelto de Poble Sec.

“Quédate en mi cuarto que ya hablé con Belén y Consuelo y ellas no tienen problemas. Y por favor, no vayas a vender gaseosas al puerto ni te pongas a recoger palets en la calle ¿Vale?” Y entonces, desafiando toda posibilidad de contagio, me dio un beso en la boca antes de irse a trabajar.

Belén y Consuelo eran, con Mavi, las “titulares” de aquella “casa-ocupa” al pie del Montjüic. Y los “palets” eran los embalajes de madera que tiraban a la calle los almacenes mayoristas de Barcelona y que, para nosotros, era la tan preciada leña para calentar la casa. Yo era, por así decirlo, el encargado del fuego. No sólo tenía que acarrear con los pesados esqueletos sino también encender la hoguera cada noche en aquella vivienda sin gas. Pero mientras estuve convaleciente, casi no hubo fuego en el patio. Y debimos esperar la llegada de los novios de las chicas (Chema y Tirso) para que algo de calor templara las paredes del invierno.

Le hice caso a Mavi en todos sus pedidos menos en dos: no probé sus hierbas medicinales (el asma es una forma de ansiedad y nada entiende de naturismo) y me escapé a la farmacia del Paralel cuando ella se fue a trabajar. Tenía ocho euros en los bolsillos y ese era todo mi capital en el mundo, pero igual me alcanzó para una caja de antibióticos. Y entonces, metiéndome en una bolsa de dormir que me habían prestado en Madrid, la cerré como si fuera un muerto que cierra su propio saco en la morgue. Y así, con mi campera de lana cordobesa sobre el pecho, dos libros amarillentos en las manos y mi botella de vino barato en la mesa de luz, me dispuse a hacerle frente a la neumonía una vez más.

Debo haber pasado dos semanas en un estado casi vegetativo; pero lo cierto es que las primeras noches no dormí. Sencillamente el aire no entraba a mis pulmones. Y si quería un mínimo paso «por goteo» del oxígeno, debía quedarme sentado. Y eso fue lo que hice; con la mente en blanco y los ojos abiertos en la oscuridad. Así pasé las tres primeras noches, armando en mi memoria viejos equipos de fútbol. Sin embargo, en un momento llegué a pensar, con una tristeza muy parecida a la autocompasión, que me moriría allí mismo, en aquella ciudad tan fascinante como desoladora; lejos de mi país y de lo poco que quedaba de mi familia y mis amigos.

Ese pensamiento ya había tenido un anticipo, aunque menos dramático. Y había sido la noche en que se me declaró la enfermedad. Con Mavi comíamos un “kebap” con cerveza en la vereda mientras un frío glacial se colaba entre las casas demolidas del Raval. Recuerdo que sólo había mendigos en las calles y me dije que yo no distaba mucho de aquella tribu. Al fin y al cabo, me cruzaba con ellos todas las tardes en el puerto donde vendíamos gaseosas a los turistas, o en la biblioteca de Catalunya donde íbamos a guarecernos de la lluvia y del frío hasta la hora del cierre. 

Pero contra todos los pronósticos, a la segunda semana mejoré. Recuerdo que un lunes Mavi me trajo una bandeja de arroz con curry del restaurante (especialidad de Islamabad) y se quedó charlando conmigo hasta muy tarde. Y cuando entrada la noche me buscó bajo la bolsa de dormir, le dije que aún no estaba en condiciones. Sonrió con más cariño que resentimiento y me dijo “da igual”. Y se durmió a mi lado diciéndome “ven a buscarme por el curro a las dos, así tomas un poco de aire y compramos más vino en Poble Sec”, me dijo. Fue una dulce invitación que por cierto acepté.

El restaurante de Mavi estaba en Sant Antoni y pertenecía a un pakistaní. Sin embargo, allí trabajaban españolas y argentinas, chicas de Afganistán y de la India. Y también una joven ateniense. La reconocí de inmediato porque Mavi me la había presentado a las pasadas. Se llamaba María y fue la primera vez que yo le daba un beso a una chica griega y que una chica griega me lo daba a mí. Sin embargo, aquel beso no fue un mero beso de bienvenida. Porque aquella belleza casi evanescente se había demorado un buen segundo con el borde de sus labios contra el mío. Aquel saludo había pasado desapercibido para todos menos para el receptor, menos sorprendido que súbitamente apasionado.

Extrañamente María no emitía pulsión sexual alguna. Era, de hecho, una muchachita recién salida de la adolescencia y sumamente delgada, sin pechos ni caderas que se precien. Diríase casi andrógina. Pero su rostro y su mirada eran las de un ángel. Y me retrotrajo a esas imágenes perfectas de Artemisa esculpida en los templos o a las pinturas de la ninfa Eurídice antes de la mordedura de la serpiente, bañándose desnuda y virgen en el lago. Por algo los griegos fueron los inventores del equilibrio y la leyenda, me dije. Lo que no alcanzaba a entender era, por qué razón aquella chica tan pura me había besado así, precisamente, a mí, un muchacho de barba y pelo largo con un pulóver oliendo al humo de los palets y, acaso, también, a las bacterias que, como los antepasados de María, ya estaban estableciendo sus colonias en las islas mediterráneas de mis pulmones.

¿Será que pretendía curarme a puro golpe de emoción y de belleza? ¿Será que intentaba contagiarme, con el beso de Eurídice la trágica salud de su maravilloso pueblo?

Dos días después pasé por la vereda del restaurante pakistaní y la vi a María sirviendo las mesas cerca de la ventana. La saludé con un tímido gesto y su mirada de alegría y reconocimiento fue más profunda aún que aquel beso. Me volví a casa como bendecido por una nueva forma de belleza. Incluso me había vuelto la fuerza a los brazos y aquella tarde acarreé unos “palets”, encendí el fuego y tanto Belén y Consuelo como Chema y Tirso propusieron un brindis a mi salud (nunca mejor dicho) con aquel vino suelto de Poble Sec. Minutos después, Chema trajo la guitarra y tocó una triste canción de Rosendo que las chicas cantaron a coro mientras Mavi me abrazaba junto al fuego.

Fue pocos días después cuando volví a caminar por la Rambla del Raval, en una tarde de fines de febrero de 2003, porque el invierno se estaba yendo de la ciudad y la peste de mi pecho. Había decidido acelerar la vuelta a mi país y meter más horas vendiendo gaseosas en el puerto para cubrir el pasaje. Pero tenía algo que hacer todavía, algo así un deber impostergable al empezarme a despedir de la ciudad y de las cosas.

Caminé hasta Sant Antoni (Mavi libraba ese día) y sin decir una palabra entré en el restaurante.

“Tú buscas ella, ¿no?” me dijo el pakistaní. Le dije que no, porque Mavi no trabajaba ese día, que solo estaba de paso por un café.

“¿Quién hablar de Mavi, tío? Yo hablar de María. Todo mundo darse cuenta aquí ¿No decir yo verdad, chicas?” dijo.

Y por toda respuesta, dos camareras hindúes me sonrieron con una dentadura tan bella que hubiera hecho temblar al propio Buda.

“¿Está, entonces, María aquí?” pregunté poniéndome colorado por la timidez y. también, por los últimos rastros de fiebre.

“No, muchacho. María volverse a su país hace tres días ya. María tener arreglado casamiento allá. Griegos arreglar casamientos siempre. Igual que árabes ¿En Argentina no?”.

Le sonreí al pakistaní y le dije “No, en mi país las cosas no funcionan así”. Pronuncié esa frase con estúpido orgullo, casi con nacionalismo. Dije gracias a todos, dije adiós con un gesto y me fui.

Autor

  • Ivan Wielikosielec

    Escritor y periodista argentino (Córdoba, 1971). Ha publicado libros de relatos y poesía (“Los ojos de Sharon Tate”, “Príncipe Vlad”, “Crónicas del Sudeste”). Colabora para diversos medios gráficos e instituciones culturales.

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