Mi mundo es un caos controlado. Mi computadora se traba cada vez que abro el correo electrónico en el que cientos de emails de mis ocho cuentas compiten por mi atención; tengo unos tres o cuatro mil mensajes acumulados por sortear. No tengo ni ganas ni tiempo de leerlos; estoy segura de que el príncipe de Nigeria no me está buscando, no perderé dinero si no uso ese cupón que expira hoy o si no respondo a esa “exclusiva urgente” de algún publirrelacionista que intenta de vender historias sin sentido que no le importan a nadie. Hoy no; mañana tampoco. Tampoco he borrado los cientos de emails de las campañas.
Mi clóset está igual o peor. Las sandalias se han acumulado en montañas que se derrumban cuando les cae encima un par de botas. ¡Marie Kondo estaría tan decepcionada! Hace un par de meses todo era pulcro: camisas por colores y texturas, cajones acomodados con esmero por temporadas y una casa en la que no se dejaban las maletas por deshacer para mañana. Pero hoy ese desorden tan organizado se parece mucho a mi cerebro. Y así en todos los aspectos. Nada está en su lugar, pero todo tiene un sentido; todo es relativo en el tiempo y el espacio.
En este aparente desorden, he encontrado una extraña armonía. Me gusta pensar que mi mundo explotó para revolucionarme los sueños. El 2024 me ha enseñado que, a veces, es en medio del caos donde florece la gratitud más profunda.
Este año fue un torbellino: elecciones en 70 países, coberturas internacionales, un viaje tras otro, conferencias y becas, un par de reportajes de investigación y tanto más que no me da la cabeza para recordar. Fue un reto que me dejó exhausta, pero extremadamente agradecida por la sacudida. Jamás pensé que este Día de Acción de Gracias se lo dedicaría a ese caos que me incomoda tanto y el cansancio que me obliga a aguantarlo. Sí, hoy agradezco por esos momentos en los que pensé que no podía más y esos instantes que aún me fuerzan a cuestionarme a dónde voy.
Quizá estoy llegando a una etapa en la vida (por no llamarla la crisis de los 40) en la que me importan menos cosas, pero, las que en verdad valoro, las cuido con el alma. Le estoy encontrando el sentido al caos, a las mañanas enmarañadas, a las rutas alternas, al camino más largo y complicado, a los contratiempos, a los planes que se frustran y las oportunidades que no nos dan… a lo mucho que nos pone a prueba la calma, el temple, la sonrisa y la capacidad de asombro. Ahora disfruto el desorden de una vida que siempre he llevado en línea recta. Descubrí que los caminos tienen esquinas y recovecos, que hay personas que se escudan en las sombras porque les encandila tu luz y otras que te abrazan con sinceridad porque saben que en tu éxito se iluminan también sus anhelos.
¡Qué chulada es poder dar las gracias también cuando hemos metido la pata! Las lecciones llegan disfrazadas e inesperadas, con coscorrones y muchas dudas, con una esencia de rabia y ansiedad o con la resignación y la paz. Sí, el crecimiento llega con los contrastes y esos encontronazos nos despiertan las ganas… con los tragos amargos que nos obligan a la fuerza a crecer.
Gracias, además, por las luciérnagas que me acompañan cuando el caos lo obscurece todo; por las que me rescatan a carcajadas, las que me salvan cuando me dicen “mamá”, las que a veces son buenas malas influencias, las que me aman a pesar de que sé que es difícil hacerlo, las que sueñan conmigo, las que curan, las que me abrazan, las que no abandonan y las que por más que las aleje nunca se apagan… las que saben cuando me duele el mundo, la vida, el cuello, los sueños y la espalda; las que no trepan ni pisan y solo abrazan. Estas luciérnagas no solo brillan; danzan en la oscuridad… y me iluminan el camino cuando todo parece sombrío.
Híjole, qué suerte tengo de que no me alcancen las palabras para dar tantas gracias…
Y tú, ¿qué trazos irregulares abrazas? ¿Cuál es tu caos que hoy te recuerda que vida solo hay una y cada día se nos gasta?