El Manzano es un bosque en el departamento de Chalatenango, un territorio con encanto e historia. Ahí se movió la guerrilla durante casi diez años de lucha revolucionaria.
Al finalizar la guerra, se estableció en sus laderas un asentamiento de excombatientes, a quienes el arreglo negociado del conflicto les procuró un retazo de tierra para vivir y cultivar. El aislamiento, la falta de recursos financieros y técnicos, las escasas oportunidades de educación y el asedio de las pandillas vuelven la vida ríspida. A diferencia de otras poblaciones donde la cooperación europea derramó valiosas contribuciones para escuelas, bibliotecas y otros proyectos, hasta aquí no llegó esa prodigalidad. No hay muchos contactos con el mundo exterior.
El Manzano adquirió la categoría de parque ecológico hace más de una década y tiene un modesto flujo de visitantes. Al que llega a disfrutar de las caminatas le aguardan cabañas rústicas y pocas comodidades, pero eso forma parte del encanto del lugar. Hay un pequeño museo de la guerra, oscuro, habitado por pertrechos bélicos en edad de jubilación y muchos fantasmas. Afuera se puede observar la cola de un helicóptero de la Fuerza Aerea derribado por los misiles de la guerrilla en aquellos lejanos tiempos. Visite otros pueblos de estas serránias y encontrará souvenirs parecidos. Por aquí y por allá saltan las huellas del pasado. Ni los inviernos ni la erosión han borrado antiguos sistemas de trincheras que sirvieron para defenderse de los ataques de la aviación.
Hoy, afortunadamente, solo sobrevuelan la zona los vuelos comerciales. Pero donde sobrevive más colorida la memoria de la guerra es en los relatos de los antiguos combatientes. A veces, hasta el punto de la fabulación. Esporádicamente, se derrama un contingente de visitantes. A inicios del último invierno, un nutrido grupo de estudiantes universitarios remontó el escabroso acceso a El Manzano a bordo de autobuses alquilados para pasar un fin de semana en esta comarca de cerros y quebradas. Esa noche, se cancelaron las estrellas. Siendo este el país que es, llovío torrencialmente dos días con sus noches.
Por aquí pasó también el trotamundos español Charly Sinewan, que recorre el planeta en moto. La cancha de futbol, construida con grandes penurias y reveses, representa un motivo de orgullo para esta comunidad. Toda población salvadoreña que se respete tiene que tener una.
Un paseo por los cerros de los alrededores puede conducir a un hallazgo inesperado. A alguien se le ocurrió levantar una mansión en forma de cúpula a mitad de un sendero escarpado, entre los pinares. Pero por alguna razón, el proyecto quedó abandonado. Una casa del futuro sin futuro, marcada con grafitti, reclamada por el silencio y el olvido de las montañas.
Últimamente, las laderas de El Manzano se ven tupidas de café. Cada año hay más. Quienes tienen el tesón y el suficiente conocimiento como para sacarle provecho a un cultivo exigente, encuentran en el grano un recurso para la sobrevivencia. Aquí no hay empleos, acumulación ni oportunidades de formación. Es el día a día. Hay electricidad y agua corriente, pero se carece de internet.
La vida es como el terreno, bella y escabrosa.