El origen de la soledad

Los veo vivir. Me veo vivir.

Este sol, entibia el costado izquierdo de mi cara. Su calor proyecta el recuerdo de una piel golpeando en el musgo de una piedra en Cabalango. Después de ese instante de golpe seco, de palmo de tambor en la roca, una permanente protuberancia descansa en mi frente. La toco con mis dedos y sé que es el contorno de un golpe que ya no está. Una epidermis de choque entre la materia añeja de esa piedra con la  torpe energía de mis nueve años. El fallido intento de caminar en vertical.

En ese verano, mi abuelo absorbía la calma de la tarde con olor a menta.  Entre arroyos y mates, el amarillo de su sombrero de paja se diluía entre los rayos de ese sol cordobés. Mi abuelo había armado con sus manos, una silla enana de mimbre. Allí se sentaba mi asombro a escuchar ese aquelarre de vecinas. Relatos fantásticos de escuerzos y aparecidos. La luz mala, el diablo, el lobizón, la locura de la mujer despechada, la epilepsia. La hora en que las  casas se deshabitaban y se poblaban las veredas. Personajes, relatos. Nosotras, bailábamos. Enajenadas de sueños y sombrillas de hojas de paraísos, celebrábamos la llegada de la noche.

Un concierto de ranas enmarcaba el aire. La pestilencia de las zanjas era como una mansedumbre constante y quieta. Un animal oscuro que se extendía por toda la cortada. Pasaje G 4286. Mi infancia tenía dirección. Exacta, precisa y los taxistas repetían “no entro a una calle de tierra”.

Con una lata oxidada clavada al palo de una escoba, escupíamos vómitos de barro sobre los márgenes del pasto. La tierra seca y enterrada, respiraba cuando el camión regador pasaba inventando la lluvia. La hora de la tarde, la hora de salir a la vereda….  socializábamos el verano. Nos avecindaba la vecindad. Todo era de todos en esas horas, hasta que llegaba el humo de los espirales, el silencio de ir a dormir y los sueños guardados detrás de los mosquiteros. Una transfusión de grupo se nos coló en las venas.

¿Será por todo esto quizás que no entiendan por qué seguimos soñando lo imposible?

Ahora ella duerme al otro lado de la pared. Ha viajado desde el sur del mundo solo para escucharme. Sabía que tenía mucho por decir. Intuyó con ese amor de madre, que el corazón se me desbordaba de verdades absolutamente innecesarias y prescindibles. Entonces, armó una pequeña valija y llegó.  “Acá estoy”, fue todo lo que dijo y mi corazón empezó a latir de otra manera.

Hay una paz en esa seguridad que da la voz de una madre. “Decí todo lo que tengas que decir, que yo te escucho”. Entonces la vida se va desplegando como un mapa. Las heridas, los tréboles de cuatro hojas, las caras de las amigas. Esas tardes de galletitas de limón, la llamada del novio que no llamó nunca. El silencio de teléfono. Todo deja de importar porque la madre escucha. Es un lugar donde las palabras nunca van a cansar y ni molestar porque para ella su tarea de madre es recrear el mundo.

Cuando terminó séptimo grado, su madre, le dijo “ahora me toca a mí tomarme vacaciones”. Mi abuela se fue al campo a visitar a sus hermanas. La dejó sola a cargo de la casa.

Cada día la angustia de prender la cocina a carbón, le desvelaba las noches. Improvisaba guisos para tener una comida lista para su padre y su hermana mayor, que ya trabajaba. Tenía que regar la quinta y baldear los patios. Su desesperación era tan grande como esas sábanas imposibles que le pedían que planchara antes de tender las camas.

Tenía solamente 13 años. Ella amaba a su mamá y quiso ser para mí la mejor versión de esa madre que ella tanto anheló y buscó.

Mi abuela, su madre, era una mujer de campo. Había vivido rodeada de animales y no podía imaginar una casa sin un gallinero y un perro para cuidar del hogar. Se relacionaba con la vida desde la practicidad del amor, hacer cosas, terminarlas. Después sentarse.  Cruzada de brazos, miraba la eternidad.

Mi abuela cortaba gladiolos rojos y blancos para decirle a sus muertos que siempre los recordaba.  Yo me dejaba llevar por las cosquillas de las hormigas, escapadas de las flores recién sacadas.

MI abuela fue conmigo, esa madre que siempre soñó ser para sus hijas, pero que quizás no pudo entre el ajetreo de la vida y las exigencias de la pobreza y el machismo.

Cuando volvió del campo, al final de ese mes de vacaciones, encontró a mi madre flaca y apagada. Le vio las clavículas salientes. Una presencia de huesos ante su ausencia.

Quizás somos los nietos, esa llegada al mundo para reparar la vida.  Yo recuerdo a mi abuela gordita y feliz. Siempre alegre para conmigo, armando un universo de tortas fritas para abrigar mi invierno y cuentos frondosos para acompañar mis siestas sin dormir. Mi abuela fue para mí una presencia constante.

En esos años cuarenta,  la orfandad parecía ser un territorio donde el pobre vivía. El olor a humo cubría los cabellos. El brillo en el pelo era un privilegio de clase, estudiar también y los dientes se limpiaban con las cenizas del rescoldo de las cocinas a leña. El pobre no podía imaginar en esos años la sonrisa de Perón iluminando un futuro.

Fue en ese mes que mi madre, tratando de ser su propia madre, después de regar la enorme huerta y limpiar el patio, vio a esa pareja de teros que mi abuela tenía en la casa, ensuciar de nuevo el piso recién barrido. Se enfureció con los teros, con la vida, con su destino y su niñez atropellada. Levantó una escoba y, a los gritos, los espantó. El macho se murió del susto y a los dos días la hembra se murió de pena.

Mi infancia miraba en las tardes a la casa del vecino. Un comisario de la Federal casado con la señora que le hacía el remallado de las ropas a mi madre, después de terminar las costuras. Desde el enorme paredón que separa nuestra casa de la de ellos, se veía una pareja de teros pastando.  Solos, en esa inmensidad verde. Yo los miraba y pensaba “eso es la soledad”.

Quizás hay un hilo que conecta las penas en esta vida. Esas penas serenas y asumidas, como el rumiar de una vaca en el campo.

Quizás en el proceso misterioso de engendrar a un hijo, la sangre bulle y revive una memoria.  Una ausencia presente, un contorno.

Quizá uno nace con eso en la sangre también. A los cinco años, sin saber cómo, uno escucha en su cabeza una voz que dice “eso es la soledad”, cuando sólo la ausencia es un pan con manteca sin dulce de leche.

Yo crecí escuchando esa voz, pensando que la soledad era una pena de ave. Un lugar sin alas para levantar vuelo.

“¿Cuál es el ave / que engaña al viajero / que en una parte echa el grito / y en otra pone el huevo?”

La soledad, ese huevo humano que habita el alma de todos nosotros, es quizás ese engaño de ausencia. Esa construcción mental que nos hace sentir que, sin el otro, nuestra existencia se acaba.

Adriana Briff

Adriana es educadora en el Distrito de San Carlos, California.Tiene una licenciatura en Comunicación Social de la Facultad de Ciencias Políticas, de la Universidad Nacional de Rosario. Madre de Dante, un joven autista de 23 años, Adriana disfruta en escribir crónicas diarias, que ella ha titulado "Fotos con palabras". Sus textos pueden verse en Facebook. También ha publicado en las revistas Urbanave y en Brando, del Diario Nación y Página 12 Rosario.

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