Tengo un recuerdo amargo de vender dulces en mi niñez; y el recuerdo dulce de ser despedida rápido de, ese, mi primer trabajo.
Era un día tan soleado en Pallatanga, Ecuador, que veía cachetes rojos y rosados caminar por todos lados. Eran las personas que venían de la Sierra a nuestro Valle y que se sofocaban en cuestión de segundos con el calor de este valle situado en el corazón de Los Andes, cerca del Chimborazo; la montaña más alta del mundo, medida desde el centro del planeta.
Canguil acaramelado
Tenía 5 años de edad. No sabía leer ni escribir y, de repente, me encuentro sentada en una mesa a un costado del mercado, en la calle de adoquín más transitada, donde habían decenas de kioscos jugueros y mesas con diferentes productos surtidos, como alebrijes, jabones, dulces. Productos que encontrarías, junto a la caja, en una farmacia. Y allí, casi al final, estaba mi mesita, junto a la de una adolescente indígena de unos 12 años. Alguien que, entonces, yo pensaba que era un adulto.
Tenía la mesa llena de canguil acaramelado de todos los colores. El rosado era el más popular, aunque todo era lo mismo: azúcar con colorante.
El sol quemaba mucho a las 10 de la mañana, en esos domingos de feria en aquel pueblo fantasma. Era ya casi el año 2000 pero ahí, los caballos y burros que bajaban de las haciendas, eran una gran distracción antes del arribo de los smartphones. El domingo era el día más importante de la semana, porque los pueblerinos descansaban, los niños no iban a la escuela; y los campesinos bajaban de los cerros con sus quesos y mellocos a vender en el mercado. Los comerciantes de la Sierra (Riobamba) también llegaban muy temprano a vender sus granos, legumbres, gallinas. Y una de ellas, que venía de Amabato, era mi jefa. Resulta que mi mamá le daba posada y le dejaba guardar su carpa en nuestra casa, hacía bodega en nuestro patio. Y no conforme con eso, se lo ocurrió la gran idea de convencer a mi mamá que me dejara ir con ella, para así vender más. Ella, dentro del mercado; yo, a la salida. Así, sería obligatorio comprar el canguil. Estoy segura que mi madre aceptó para que tuviera qué comer ese día. Después de todo, una boca menos en una familia de 8 era un gran alivio.
El otro acontecimiento importante del domingo era la misa. La iglesia se abarrotaba con las cientos de personas que buscaban perdón para sus pecados, los que volverían a cometer, y que pasaban por alto con las novedosas golosinas de la feria que se llevaban a montones.
¿Te comió la lengua el ratón?
Recuerdo estar cansada. El banco de madera era duro. Estaba confundida con toda la bulla: «¡Papas, ollas, mentol, la chuchuhuasaaaa!», gritaban todos, vendiendo algo. Y yo con mi mesita llena de canguil, que no sabía ni cuánto valían pues aún no sabía contar el dinero. «¿También tendré que gritar?» Pero algo sí sabía: el canguil tenía que desaparecer de la mesa al caer la tarde, al sonar de las últimas campanadas de la iglesia, o yo habría fracasado. Tenía mucho miedo que la comerciante me regañe. Y miedo de no volver a casa con mi familia. En ese lugar los niños con mi suerte, éramos tratados como adultos. Pero yo siempre estaba en casa jugando con mi gato Bermejo, el que no tenía lana en el rabo pues se quemó en el fogón por descuidado. Así me sorprendió que mi suerte se había acabado.
Tenía mucho miedo estar en un lugar con tanta gente. Ellos pasaban y pasaban. Agarraban su canguil y tiraban sus monedas y yo no decía nada. ¡Me sentía avergonzada! «¿Te comió la lengua el ratón?», me decían algunos viejitos sin dientes, que me asustaban. “¡Uy! ¿Les tomará muchas horas comerse ese canguil?», pensaba, riéndome secretamente mientras bostezaba del sueño.
Habrá sido las 3 de la tarde y, de pronto, sonó la última campanada de la iglesia y la comerciante apurada y roja del sudor llegó a recoger su plata, la mesa y a mí. «¡Falta plata, no hay casi nada!», me dijo. Y yo no entendía qué pasó. Otra vez no dije nada. Tenía 5 años, pues. Era una criatura inocente que solo quería ir a dormir y abrazar a mi mamá después del primer día de mi vida de actuar como adulto.
El despido
Cuando llegamos a mi casa, que estaba cerquita, a 6 cuadras del mercado, escondida detrás de la puerta, escuché que la mujer dijo a mi madre: “No sirve para trabajar, ya no la llevaré el próximo domingo”. Yo estaba nerviosa pensé que fracasé en la vida, que hice algo muy malo. Pero a la vez, nada me hacía más feliz que el saber que me quedaría en casa con mi mamá, mi papá y mi Bermejo. Era la niña más feliz del mundo, porque sin querer había logrado no volver a ese mercado.
Sólo muchos años después entendí que, ese día, había sido despedida de mi primer trabajo; y a los 5 años. Y, hoy, nada puede hacerme más feliz que eso.