En materia de artes, para este caso serán las plásticas pero podrían ser otras, la excelencia y la originalidad no siempre han ido de la mano y conforme el tiempo transcurre, atrapar lo nuevo aparece más y más difícil cada día. Un neófito de la pintura podría confundir sin trajines a Miguel Ángel con Rafael mirando El Incendio del Borgo o, cambiando el orden de los artistas, contemplando el Tondo Doni; y es que se suele ser, aún desde el altar del genio, hijo de una época y de una “maniera”.
Pero hubo artistas con los que no ha sucedido nada parecido y uno es Antoni Gaudí i Cornet –catalán de Reus, Camp de Tarragona 1852-1926- del que se cumplen por estos días 168 años de su nacimiento. Arquitecto por oficio y maestro de la magia y el color por gracia vaya a saber de qué providente divino, si algo habrá de decirse sobre el estilo de sus obras, aparte de modernista y maestro del paraboloide hiperbólico, es que se apropió como pocos del sello de la originalidad. Visitar en Barcelona alguna de sus obras será garantía suficiente para identificar a todas las demás sin necesidad de certificación alguna.
Misa
Nuestro encuentro con el maestro comenzó una mañana de junio de 2015 en el lugar donde descansan sus restos; no habíamos podido visitar ese día la iglesia de La Sagrada Familia, su obra cumbre, porque la masividad de la demanda turística no se lleva bien en ocasiones con las urgencias de los arquitectos que trajinan por terminarla para 2026, cuando se cumplan 100 años de su muerte. Postergamos la visita, pero pudimos asistir a la misa oficiada en la cripta, debajo mismo del templo.
A la izquierda de la nave central y cerca del pequeño altar, reposa entre flores frescas quien fuera llamado El Arquitecto de Dios. Sin embargo Gaudí no había sido un entusiasta de la fe religiosa en sus años mozos, puede decirse que más aparecía como un dandi de estilo y gustos refinados, frecuentador de fiestas y celebraciones mundanas. Pero el paso del tiempo y los progresivos achaques de su salud –sufría de reuma- lo fueron acercando a la religión, la mística y el ascetismo. Esos sentires profundos, más su íntima proximidad con la naturaleza, marcaron las claves personales de su estilo único.
Casa Batlló
Impedidos por ahora de admirar su basílica, nos fuimos luego hasta la Casa Batlló, en Paseo De Gracia 43, otra de sus empinadas cumbres estéticas. Residencia clásica y simétrica construida en 1877 y comprada por el empresario textil Josep Batlló en 1903, el edificio de planta baja y 5 pisos fue totalmente modificado por Gaudí con toda la libertad que un duende pueda explayar en un cuento.
En Batlló fue solo entrar e internarse en un cuento de hadas: menos los pisos casi todo es curvo y asimétrico, se diría que las líneas acompañan la cadencia del movimiento y la mirada humanos. El frente de fábula lleva en cada ventana balconcitos que son máscaras antifaz, los patios terraza lucen decorados con la técnica del Trencadís o cerámica rota multicolor; muchas paredes carecen de ángulo, no son redondas sino ondulantes. Con asombro de niño subimos sus escaleras que copian a la perfección el movimiento humano, pasamanos que se curvan en el lugar exacto, el hueco justo donde se detendrá a descansar nuestro brazo, patios de luz que transmiten la misma intensidad lumínica a los ambientes de cada piso regulando el tamaño de las ventanas.
Con la sensación de haber habitado una quimera nos fuimos esa tarde de Casa Batlló con los ojos incrédulos. A la mañana siguiente todo lo visto parecería poco.
La Sagrada Familia
En 1882 había comenzado la construcción del Temple Expiatori de la Sagrada Familia, en estilo neogótico y a cargo del arquitecto Francesc de Paula Villar i Lozano quien alcanzó a terminar la cripta. Un año después, el ayuntamiento le encargó la continuación de la obra a Gaudí, que fiel a su personalidad cambió por completo las previsiones del estilo original y comenzó a improvisar a medida que avanzaba la obra. Progresivamente fue abandonando los demás proyectos y consagrándose por completo a la basílica, en la que finalmente decidió recluirse en sus últimos años. El artista gastó toda su fortuna personal en este proyecto y recibía contribuciones particulares de los barceloneses, modalidad que perdura hasta el presente.
Del plan original solo el ábside y la fachada de la Natividad fueron las partes que alcanzó a terminar, sirviendo a sus discípulos de guía para la continuación de la iglesia a su muerte. Gaudí desplegó toda su fantasía naturalista en los símbolos que adornan la obra: palomas, conjuntos frutales, distintas plantas y enredaderas.
Entrar al interior y enmudecer fue unísono: allí se levanta literalmente un bosque, las columnas que prefiguran las naves no son otra cosa que árboles, cada uno único y diferente de los otros, que abren arriba sus copas para sostener la techumbre; desde arriba nos observan ojos de gigante, multicolores y refulgentes; la luz llega al interior del templo filtrada por cristales naranja, ambarinos y aguaverdes que aumentan la sensación de habitar una floresta. La humedad aumenta ahora en nuestros ojos afectados por la cegadora belleza del tesoro. Sentimos ganas de llorar y nos entregamos. Solo la Alhambra o la Capilla Sixtina nos habían provocado parecida sensación.
Al salir pensamos, medio en broma, medio en serio, dos cosas. Una, que si un ateo entra en la Sagrada Familia puede salir creyente. Dos, que no nos afectó lo más mínimo la presencia en el templo de decenas de inquietos japoneses.
En el adiós nos llevamos la sensación de que Gaudí más que arquitecto era un demiurgo que creaba y ordenaba el caos en que vivimos, con las reglas de la naturaleza, dándole a cada obra y a cada detalle el hálito de la bella armonía que perdura y otorga el don de la felicidad.
Algo de ese carácter inusual debe haber adivinado aquel profesor Elies Rogent, el Director de la Escuela de Arquitectura de Barcelona, cuando al otorgar el título a Antoni Josep Gaudí i Cornet, expresó para la historia esta duda del intelectual “No sé si hemos dado el título a un loco o a un genio, el tiempo lo dirá”