Berlusconni nos ha vuelto a deleitar esta semana con una de sus perlas; al parecer, prefiere “ver la cara de una mujer guapa, que ser gay”. Sin entrar a calificar lo evidente, que resultaría redundante, tengo que decir que la frase, en sí misma, es carente de toda lógica; porque uno bien puede pensar como quiera, pero al menos, coherentemente.
Obviamente, siendo él un hombre reconocidamente heterosexual, su preferencia son las mujeres. Pero, si cruzamos churras con merinas, como decimos acá, la cosa se torna en una coctelera escasa de formas.
La lógica le podría haber llevado a decir que prefiere ver la cara de una mujer guapa, que ver la de un hombre guapo; o que prefiere ser heterosexual, que ser gay. En cualquiera de ambos casos, está en su perfecto derecho de mostrar sus prioridades, más allá del regustillo que deja acerca del tema, libre a la interpretación del escucha.
En España, una entrevista realizada por el diario El País al dirigente del Partido Popular, nos muestra que Mariano Rajoy deja muy claro que, de llegar al poder (cosa que ve probable por las últimas encuestas) no dejaría la ley del matrimonio homosexual tal y como está.
Este controvertido tema, objeto de enfrentamiento político, no es más que un reflejo de la opinión dividida de la sociedad actual. Desde mi opinión personal, no me creo capaz de entrometerme en los asuntos matrimoniales de los demás, por lo que me cuesta comprender el interés de ciertas personas en hacerlo.
El matrimonio civil es objeto de regulación, ya lo sabemos, sin embargo ¿qué límites tiene ésta? Cuando dos personas mayores de edad y en perfectas condiciones de tomar una decisión, se entregan a elegir sobre la situación que desean para sus vidas
¿quiénes somos los demás para limitarlo?
Dicen los opositores a esta corriente, que más bien es una cuestión de “términos”, y que la unión entre dos hombres no debe llamarse matrimonio, porque este vocablo alude a la pareja entre hombre y mujer.
Al proceder la palabra matrimonio del latín “matrimonium”, matrem (madre) y monium (calidad de), es decir, al no haber en el matrimonio homosexual una combinación de ambos sexos para hacer madre (al menos, potencialmente) a la fémina, no tendría sentido la utilización del término, dicen sus detractores. De todos modos, dejan el lugar de la igualdad de derechos abierto a la necesidad de encontrar una palabra que conforme a las mentes que sufren por esta singular cuestión.
Entendemos pues que, mientras el derecho sea el mismo para todas las personas, que las uniones se denominen de formas distintas, sería una cuestión menor, siempre y cuando todos tengamos las mismas opciones. En la diversidad está el gusto y no tiene por qué haber una disminución.
Sin embargo, por esta misma regla de tres, podemos tomar la palabra “patrimonio”, que procede del latín “patrimonium”, pater (padre) y monium (calidad de), que se refiere, en primer término, según la RAE, a la hacienda que alguien ha heredado de sus ascendientes. Tiempo atrás, los bienes heredados procedían del padre, que era el propietario de los bienes; sin embargo, la evolución social nos permite ampliar el campo de la procedencia de las herencias.
Siguiendo este método lógico que hemos planteado con el matrimonio, al heredar los bienes propiedad de la madre, deberíamos utilizar otro vocablo, ya que patrimonio no se ajustaría fielmente con la realidad objetiva. Obviamente, el paso de los años y el ajuste a las realidades actuales, hace que extendamos la utilización de la palabra patrimonio a los bienes que tenemos, ya sean éstos heredados de padre, madre o el tío Gilito.
Entiendo que algo parecido podría suceder con la palabra matrimonio, puesto que hemos llegado a un punto tal en la historia, que se ha extendido su utilización, lo suficientemente como para entender que se refiere a la unión de dos personas adultas en perfectas facultades y libres para decidir.
¿Por qué provoca tanta controversia este tema?
Pues supongo que por las mismas razones por las que nos interesa la vida de los demás. Porque el hombre que decide lo que está bien y lo que está mal desde su pequeño prisma individual, desde su propia experiencia, se olvida de un infinito de posibilidades que existen y que forman parte de la realidad.
Para legislar, hay que partir del respeto, puesto que las leyes se encargan — o deberían hacerlo — de mantener la convivencia entre un conjunto de personas diferentes. Pero, al parecer, la diversidad nos asusta, cuando se sale de la norma. Personalmente, a mi me asusta más la norma.