En medio de la desgracia incalculable del pueblo haitiano, que vivía en una ignominiosa miseria antes del sismo y que ahora está siendo destruido, al menos dos noticias me permitieron hoy recuperar la confianza en la capacidad mágica de la solidaridad y sentir orgullo por mi gente.
El primero es leer en La Opinión los artículos de Claudia Núñez sobre cómo los californianos -no el gobierno, ni sus organizaciones, sino la gente, los latinos, la gente humilde digo- corrían a ayudar:
Rosalba Arteaga decidió recurrir a la cocina y se puso a preparar tamales, venderlos y así aportar su granito de arena para los damnificados.
Rosalba preparó diez docenas de tamales que vendió entre sus familiares y amigos y recolectó más 100 dólares que personalmente entregó en un centro de acopio para los damnificados en la ciudad de Fontana.
Los ochenta mil niños de las escuelas católicas del condado donan un dólar. Grupos de adolescentes nos tratan de detener en las avenidas para lavar nuestro coche y donar los cinco dólares para ayudar a Haití. Y así, repetido, barrio por barrio, calle por calle. La ganas de ayudar se convierten, usando la terminología del internet, viral, es decir, contagiosa. Es cuando uno detiene su rumiar de amargura y predice la esperanza: después de que esto pase, que sigan así, ayudándose mutuamente aquí mismo, rebuscando más y mejores recursos para compartir y contribuir, en una fase superior de conciencia humana.
El segundo es este vídeo de Youtube. Los primeros segundos son de maravilla. Una jovencita haitiana mira temerosa y extasiada, en el más exquisito de los asombros, el nacimiento de su hijo en un hospital militar israelí establecido en una cancha de fútbol en Puerto Príncipe. Y mi emoción y orgullo crecen, porque he sido hace muchos años enfermero en el mismo ejército, consciente de que entre tanta violencia y destrucción mi misión era la de curar, prevenir el mal, y asistir siempre y más allá de lo posible, al otro lado en la desgracia que a su vez sufren palestinos e israelíes. Y fui uno de muchos inmersos en el mismo propósito. De modo que al ver a los jóvenes enfermeros sentí que redimía un poquito de mí y que también, espero, se redima Israel en los ojos de quienes lo vean. Que, dicho de paso, es el nombre (Israel) del recién nacido.