Este Halloween, el sábado, nadie golpeó la puerta de mi casa para gritar «Trick or treat!» y pedir un puñado de dulces. A lo largo del boulevard City Terrace en el Este de Los Ángeles no vi a los niños luciendo sus vestiditos de novia o trajecitos de charro como en otros años. Quizás por la crisis económica, las preocupaciones, o porque no hay tiempo ni dinero.
Pero no fue así en otras partes del Gran Los Ángeles. Sobre el boulevard Santa Mónica en West Hollywood, centenares de miles se disfrazaron y realizaron su sueño de quién podrían ser, o asombraron con sus extravaganzas: un conocido se viste cada año de mujer sexy y sale con su increíble corpulencia grotesca a gozar del escándalo de los otros.
El origen de Halloween se pierde en la bruma del tiempo. La vinculan con el festival celta de Samhain, pero es aquí un día para la alegría, para atontarse y festejar o para olvidarse de las penas, como diría el tango.
Tiene arraigo. Una amiga cuenta que concurrió a una fiesta disfrazada de señorita española, con una enorme rosa en el cabello, un chal negro y toneladas de maquillaje.
Dos adolescentes en el sur de Torrance festejaron hasta bien tarde. Uno fue piloto de la Primera Guerra Mundial; el otro, el Gato de Cheshire, el de Alicia en el País de las Maravillas.
En Montebello desfilaron los grupos de niños alborozados llevando de remolque a los padres.
Una compañera desde Mount Washington reportó abundancia de los más pequeñines – dos, tres años – y que su hija se tranformó en Hannah Montana.
En Lakeview Terrace cerraron una calle y la llenaron de famosos, personajes de Disneylandia, varios Michael Jackson y un Power Ranger. Depende de la edad: a medida que crecen, los niños dejan de entusiasmarse por golpear las puertas y lo reemplazan con jolgorio bullicioso.
Para los inmigrantes latinoamericanos, Halloween coincide con el Día de los Muertos. Aunque puedan tener un origen similar, se separaron y cumplen aquí dos funciones distintas.
En el Día de los Muertos los miembros de la comunidad no solamente honran a sus familiares fallecidos, sino a sus familias, su tradición de allá, sus comidas y bailes. Simboliza lo que dejamos en el país de origen.
Halloween, en cambio, es como Thanksgiving o el Cuatro de Julio: tradicionalmente estadounidense.
Aunque haya cambiado tanto.
Cuenta mi compañera que en su infancia, las familias de Columbus, Ohio, planificaban los disfraces durante todo el año. No se compraban, sino que los hacían con lo que hubiera en la casa. Era solamente para niños, nunca para mayores. Y en las iglesias y las sinagogas les repartían bolsitas de UNICEF donde casa por casa colectaban dinero para los niños del mundo.
Antes se disfrazaban de bailarina de ballet, fantasma, bruja o princesa. Después llegaron los personajes comercializados: Superman, y luego los guerreros de Star Wars, los Ninja Turtles, los mismos Power Rangers.
Para el inmigrante, Halloween es una costumbre más a la que se adapta, en su proceso inacabable de integrarse a Estados Unidos. En otras palabras, siempre entre el treat y el trick.