El sol brillaba con intensidad aquella mañana del 19 de septiembre de 2019 en la Ciudad de México. Dentro de una oficina de contadores de la Roma, Alicia, una secretaria de 30 años, intentaba resolver una discrepancia en los libros contables. Su escritorio estaba lleno de papeles, la impresora de su calculadora escupía tiras interminables de números, y el cuaderno frente a ella ya mostraba varias tachaduras. Se jaló el cabello, exasperada, y respiró hondo intentando no perder la calma.
—¿Otra vez? —resonó la voz de un colega desde el fondo. —Presta más atención. ¿Cuál es la diferencia que tienes?
—Cien pesos… ciento dieciocho… —murmuró Alicia, desesperada.
—Estás en el hoyo. Se me hace que tendrás que ponerlo de tu bolsa.
El papel de la calculadora termina hecho trizas en sus manos. Alicia vuelve a empezar, determinada a corregir y encontrar el error.
Los comentarios del fondo de sus compañeros de oficina no cesan platicando entre ellos, pero se le vuelven un murmullo ininteligible.
—¿Quieres arroz, Chau-Fan? —le pregunta la misma voz burlona.
Ella no presta atención. Sigue en su máquina sacando cuentas. Las risas resuenan entre los demás compañeros.
—¡Zafo! —dicen uno tras otro en una especie de cadencia, hasta que un silencio incómodo llena la habitación de esa oficina.
Alicia se da cuenta de golpe que todos la están mirando. Fue el silencio que de pronto la perturbó y desconcentró. No dice nada.
Unas voces ahora la llaman desde el fondo de esa oficina.
—¡Alicia!
Y luego una finalmente dice: —¡Perdiste! Tienes que ir tú por la comida a la esquina.
Con una mezcla de frustración y resignación, Alicia toma el dinero que le arrojan sobre el escritorio. Sin discutir ni apelar la decisión del grupo toma su bolsa y se dispone a salir.
***
El restaurante chino, Jade, está desierto. Las persianas a medio subir dejan entrar unos haces de luz que iluminan las mesas impecablemente dispuestas, ya listas, servidas con vasitos pequeños de cerámica, palillos de madera y servilletas de papel.
El lugar impregna un aire de calma y misterio. En el fondo, Fang, el dueño del lugar, trabaja junto a una escalera, escribe caracteres chinos sobre una pizarra que anuncia la especialidad del día.
Alicia avanza hasta la barra del mostrador admirando la decoración del sitio: monedas de la suerte, flores plásticas de loto y lámparas cubiertas en una tela roja que cuelgan del techo.
Con curiosidad, toca uno de los objetos, una cajita con un pez dibujado que parece una foca, una morsa o un topo, junto a la caja.
—¿Está abierto? —pregunta, alzando la voz. De pronto, siente la urgencia de decirlo. — Señor, hay basura en la entrada.
Fang sonríe sin mirarla. —Es buena suerte, buena suerte…
—¿Quién lo dice?
—Mr. Fang.
Alicia no sabe qué responder. Su atención se pierde en la belleza de las letras chinas sobre la pizarra. Fang baja de la escalera y desaparece hacia la cocina, llevándose el pedido de Alicia, dejándola sola.
Intrigada, la joven sube los peldaños que Fang había desandado. Quiere observar más de cerca las fotos de los canales y los puentes colgados junto al menú.
Extiende su mano para tocar una de esas imágenes cuando el suelo comienza a temblar y la escalera a balancearse.
De un gran estruendo emana un eco sordo que llena el aire. Las paredes crujen, el techo empieza a derrumbarse, y el grito de Alicia comienza a perderse entre el sonido del caos.
—¡Señor Fang! ¡Señor Fang!—alcanza a gritar antes de que la escalera se quiebre bajo sus pies.
***
Todo es negro. En esa oscuridad, Alicia siente que su cuerpo sigue cayendo, y el vacío que nace desde sus entrañas le recorre la sangre y se le atraganta en la garganta sin darle tregua.
Los ruidos de metales, vidrios rotos y alarmas disonantes se le mezcla a su respiración jadeante. Pero una luz blanca aparece de pronto en su horizonte y crece hasta envolverla y cegarla.
Así, Alicia aterriza de golpe en el suelo. Cae boca abajo. Talco cubre su cuerpo. Lentamente, levanta su cabeza en ese mar de polvo. Frente a ella, se encuentra con la tela de lámpara roja que ahora no cuelga sino que está sobre el suelo, porque el mundo se dio vuelta, porque ella está del otro lado. Es ella quien la ve al revés, quien tiene que enderezarse. Se gira y se para sobre el techo junto a la lámpara china, ese espacio le da entereza y sentido. Avanza y llega a una puerta donde descubre un pasillo angosto iluminado por una luz de tonos rojizos y polvo estrellado como esquirlas purpurinas. Camina sin miedo, aunque el sonido del caos continua sin callarse, solo que ahora le llega de muy lejos y parece que sucede en otro mundo más allá del techo.
—¡Dios mío!— grita a un hombre. —¡Cuidado, muévanse!
El pasillo la conduce a una calle de piedra y madera de un barrio tradicional de lo que parece ser territorio de China. En hileras hay viviendas populares pequeñas amparadas por techos antiguos y decoraciones colgantes de dragones rojos que contrastan con el cielo amenazante gris.
Alicia avanza curiosa y con cierta confusión. Cruza un charco de agua putrefacto donde se reflejan las sombras de flores de loto y se sonríe.
—¡Señor Fang! —llama Alicia maravillada y todavía en un tono de pedido de auxilio, pero nadie le responde.
La población china pasa frente a ella con velocidad e indiferencia sin mirarla. Frente a un changarro montado en la calle como de tianguis un relojero trabaja en silencio, sin prestarle atención. Alicia tiene su reloj detenido, pero siente feo interrumpir su concentración para darle más chamba, y sigue caminando, adentrándose en el laberinto de esas calles que le parecen haber sido recorridas por un sinfín de pisadas y variadas civilizaciones.
El paisaje le cambia de manera abrupta al finalizar la calle. Frente a ella se extiende una gran plantación de arroz junto a un lago prístino que refleja el cielo y las montañas. Un paisaje hermoso de inmensa tranquilidad en donde Alicia no logra encontrar paz mientras siente su corazón latir alterado sin pausa.
***
Un ruido la arranca de ese arrozal y la trae jalándola de los pelos de vuelta al filo de la escalera del Sr. Fang.
Ella abre los ojos y siente toda su cara, inclusive sus pestañas y ojos, cubierta de un polvo minúsculo que sabe a harina añeja. La luz se cuela entre cascotes de escombros, su mandíbula descansa sobre la fórmica de lo que siente es el mostrador del Sr. Fang. Intenta moverse, pero se siente atrapada, la esculca por la espalda la caja registradora y las teclas plásticas incrustadas en su columna.
Se esfuerza sin dudarlo por hacerse un espacio dentro de la tierra y se arrastra como topo que nada entre la tierra con la destreza, como animal movido por el instinto con la sabiduría de los que no tienen que tomar ninguna clase de natación porque nadar está en su naturaleza.
Sale a la calle por alguna alcantarilla que se ha desprendido del asfalto como una rata temblorosa y herida. Pero no encuentra la luz del día ni de la noche, no hay nitidez en ese lugar. Es testigo de cómo una gran nube blanca cubre el espacio en el que logra finalmente ponerse de pie a pesar del mareo y cansancio.
Alicia avanza tambaleándose. Da varios pasos, recorre la nube mientras bordea la cuadra de lo que es, o ha sido, la colonia de su trabajo. Sigue caminando y pasa frente a su oficina, se posa frente al número de lo que ha sido su oficina, se gira a mirarla: es lo único que quedó en pie como ella. Pero en el girar la cabeza, queda inmóvil, su piel absorbe más arenilla que empieza a convertirla en estatua frente al horror, no puede avanzar. Piensa en la mujer de Lot de la biblia vuelta en sal. Solo la boca se abre tantito. Ella se pasa la lengua por los labios. No sabe salado. Ella es solo polvo amargo.
A su alrededor, los movimientos continúan: rescatistas gritan dando órdenes, familiares desesperados buscan entre las piedras signos de vida, perros ladran, y alarmas siguen sonando.
Alicia está petrificada. El silencio dentro de ella es ensordecedor y termina por sellarle los labios.