El reciente terremoto en Japón me hizo recordar el sismo que devastó el centro de Chile el 27 de febrero de 2010. Quienes deseen leer sobre ese tema pueden acceder a mis artículos en el periódico www.hispanicla.com. No obstante haber escrito abundantemente sobre el cataclismo chileno, hasta ahora nunca plasmé el impacto que tal evento produjo en mi propio hogar.
Los días previos a esa noche, mi hija había hablado reiteradamente sobre las consecuencias que acarrearía para la ciudad y para nosotros un posible terremoto. Como vivimos junto al mar, me hizo describirle pormenorizadamente las características que habían tenido diferentes maremotos en el mundo y sobre todo, cuántos metros habían alcanzado las olas. Mi conocimiento de tales eventos naturales la dejó medianamente tranquila, pues nuestra casa se encuentra en la cumbre de una de las colinas de San Antonio.
Dos días antes de aquel 27 de febrero me dijo insistentemente: “Papá, va a ocurrir un terremoto”. “¿Por qué piensas eso?”, le dije. “No sé papá, escucho ruidos bajo tierra, tengo miedo”. Desde que eran muy pequeños acostumbramos hablar como familia sobre todo tipo de temas relacionados con el planeta, y los sismos han sido uno de nuestros temas predilectos. De esta forma, en nuestra sobremesa hemos intercambiado impresiones sobre los terremotos de San Francisco y Valparaíso en 1906, el de Pompeya, en el 63 d.C. , el gran terremoto que azotó Lisboa en 1755, el de Chillán de 1939, el de Kobe de 1995, el terremoto de Sumatra que causó el más devastador tsunami en 2004, o el mayor terremoto registrado en la historia humana como lo fue el de Valdivia en 1960.
Hoy, seguimos atentamente cada nueva información sobre el reciente terremoto 9,0 en Japón y debatimos sobre sus dramáticas peculiaridades. Conocemos la tectónica de placas y los procesos de subducción. Por lo mismo, la geología, la geofísica y la sismología son parte de nuestras disciplinas predilectas.
Personalmente, y desde que llegué a vivir en esta elevada zona de San Antonio, tuve la permanente preocupación por la resistencia que tendría nuestra casa frente a un terremoto. Sufrí muchas pesadillas catastróficas al respecto. Mi villa fue construida sobre una duna y las casas y pasajes sólo están sostenidas sobre sucesivos muros de hormigón. Mi teoría hasta aquella noche era que no soportarían un movimiento superior a los 7 grados Richter (mucho más tarde, después del terremoto, supe que habían sido probadas para resistir precisamente hasta 7 grados).
La noche del 26 de febrero no fue muy diferente a otras. Fue un anochecer medianamente caluroso. Mis hijos y mi esposa se acostaron temprano y yo me quedé un rato dialogando en Facebook. Mi ánimo estaba a la baja y recuerdo haber dejado un mensaje en mi muro antes de acostarme que más tarde fue considerado como una especie de premonición de lo que acontecería cuatro horas más tarde.
El movimiento empezó como cualquier temblor. Mi hijo se había levantado un par de minutos antes para ir al baño en el segundo piso, por lo que el movimiento lo sorprendió en la escalera. Nos incorporamos a medida que el sismo se hizo más y más fuerte y el ruido subterráneo se tornaba aterrador. Bajamos con cierta dificultad la escalera. Mis hijos ya estaban muy asustados. Nos detuvimos entre la escalera y la puerta de salida hacia la calle. La luz se cortó en medio del vaivén ascendente y quedamos completamente a oscuras.
Mi hijo entró en pánico y abrió la puerta para escapar pero Brenda no se lo permitió. Yo abracé a mi hija y puse su cabeza afirmada en mi pecho a la par que intentaba cubrirla con mi cuerpo para que la probable caída del techo o los muros cayeran sobre mí y no sobre ella. Entre mis piernas sentí que tiritaban aterradas mis dos perras que en algún momento lograron entrar por las puertas del fondo.
Es sismo se tornó muy violento y en medio de la oscuridad oíamos caer todos los objetos: cds, libros, platos, copas, ollas, bandejas, cuadros, cafeteras, todo se estrellaba y los muebles parecían estar desplazándose de su sitio. En el momento de mayor violencia telúrica el ruido era tan grande que parecía como si decenas de trenes subterráneos estuvieran chocando bajo nuestros pies.
A medida que el movimiento empezó a declinar se empezaron a escuchar gritos en todas direcciones. Las personas se preguntaban de casa a casa sobre la situación de cada familia. No se veía nada. Alguien inquiría por una abuelita que estaba sola y que no respondía ante los llamados de sus vecinos. Las alarmas de los autos, los lloriqueos y los perros aullando reemplazaron a los trenes subterráneos. Sin embargo, en ningún momento dejó de temblar completamente, porque las réplicas se sucedían sin pausa, y algunas eran casi tan fuertes como el mismo terremoto.
La puerta de calle nunca la cerramos, precisamente para que el aplastamiento y descuadre de los marcos de ventanas y puertas no nos dejara atrapados. Como pude subí al segundo piso donde estaba todo desparramado y abrí la llave de la tina del baño para ver si aún corría agua. Para mi fortuna todavía no se cortaba y la dejé abierta con el tapón puesto para que se acumulara todo lo posible.
Luego empecé a llenar todos los tiestos que encontré con el chorro de agua que cada vez iba disminuyendo. Sabía perfectamente que ese es el gran problema en toda catástrofe. No hay de dónde sacar agua potable. Después busqué ropa y algún calzado para ponerme. Brenda hizo lo mismo y trajo cobijas para los niños. A continuación intenté avanzar por el comedor hacia la cocina, pero los muebles y las cosas estrelladas impedían la pasada.
Tanteábamos de memoria en medio de la penumbra, pero la memoria ya no servía pues nada estaba en su sitio. Abrí la puerta del antejardín para ingresar por el fondo, y pude percibir que los muros de casi todas las casas circundantes, incluida la nuestra, se habían caído y uno de ellos había pasado a llevar nuestro auto. El cemento del patio tenía profundas fracturas y estaba hundido hacia el vacío, tal como nuestra ampliación del fondo.
Intenté abrir la puerta trasera pero no era posible porque también estaban las estanterías arrumbadas sobre ella. Comprobé que el refrigerador estaba bloqueando una tercera puerta interior. Pocos minutos más tarde el agua de la llave dejó de correr y mis sospechas se hicieron ciertas. No tendríamos agua en mucho tiempo. Por suerte tenía esa pequeña reserva en la tina y en las ollas, botellas, teteras y baldes que alcancé a llenar
Dejamos a los niños acurrucados sobre los sillones y les cubrimos las piernas con las mantas. El pánico ya se les había pasado y ahora seguían sintiendo con asombro y hasta sonrisas cada nueva réplica. Se sentían como orgullosos veteranos de una catástrofe.
El resto de la noche nos mantuvimos alertas y temerosos ante la posibilidad de que un terremoto aún más fuerte nos diera el golpe de gracia. Con un par de velas encendidas seguimos comprobando los daños, averiguamos por la suerte de los vecinos y cada tanto salíamos a conversar en torno a las fogatas que se iban encendiendo en los pasajes.
Todas las comunicaciones estaban cortadas. Nadie tenía radio a pilas. Los celulares no funcionaban. No había forma de saber qué pasaba en otros sitios.
Temí por mi abuela en San Carlos. Su enorme casa era muy antigua y estaba seguro de que no había resistido. La veía aplastada bajo los escombros. Tuve la casi certeza de que la había perdido. Mi casa campestre, en cambio, donde aún vive mi madre, tiene abundantes lugares para escapar, y la casa misma es muy firme, por lo que sabía que mi madre estaba a salvo. Pero era imposible saber qué pasaba más allá de nuestras narices. Sólo podíamos atenernos a los rumores que circulaban en medio de la oscuridad, suposiciones la mayoría, pues nadie sabía nada.
Ya al amanecer logramos escuchar a través de la radio de una camioneta que pasó por nuestro pasaje, alguna información sobre la real dimensión del terremoto. Supimos que había sido un 8,8 y que todo el centro-sur chileno había sido devastado.
A medida que aclaraba empezamos a contemplar la destrucción dejada por el terremoto. Prácticamente ninguna casa tenía sus cercas en pie y los perros andaban libres por todos lados. Los parques cercanos se habían hundido más de un metro y tenían profundas grietas que atravesaban los prados, paseos y muros. Calle abajo bajaban torrentes de agua que emanaban de las numerosas cañerías rotas. El cielo tenía tintes opacos, levemente anaranjados.
La tarea de aquel día y de los siguientes fue conseguir más agua y alimentos. Los supermercados y almacenes estaban cerrados y fuertemente custodiados por guardias y policías para evitar los saqueos que asolaron a la sureña región del Bíobío.
Aún temiendo un nuevo terremoto, dado que las réplicas no daban tregua, bajé hasta el puerto por el paseo 21 de Mayo, parte del cual se había hundido y los muros y casas estaban completamente rajadas de lado a lado. No fui en el auto porque desconocía el estado en que estaban los caminos y debíamos cuidar el combustible ante el muy probable desabastecimiento.
Pude contemplar la desolación dejada por los sucesivos maremotos de la madrugada. Al sur, en la playa de Llolleo, se apreciaba la destrucción dejada por las grandes olas. Desde lejos, parecían montoneras de palitos acumulados por castores gigantes (aún no sabía que decenas de personas habían desaparecido en ese lugar). Justo abajo del paseo se veían barquichuelos volcados y otros montados sobre el paseo Miramar. El enorme mall, recién inaugurado, daba la impresión de haber sido sacudido por un huracán en su interior.
Ya en el centro de la ciudad, que era un amasijo de muros en el suelo, cables rotos, vidrios quebrados y pavimentos levantados, agucé el oído para atrapar toda la información que pudiera. Me enteré de que no había sido el terremoto lo más dañino, sino el maremoto posterior, que había arrasado a buena parte de las costas del centro de Chile. Se informaba sobre cientos de muertos y desaparecidos. A medida que seguía caminando, buscaba algún boliche abierto para comprar alimentos y velas, pero no había nada funcionando.
Regresé a casa y en el camino encontré un pequeño boliche abierto que aún tenía leche, verduras, huevos y pan fresco. De esa forma, mi viaje no fue enteramente inútil.
Algo más tarde, acudí con mis bidones hasta donde estaban las largas colas de personas que esperaban su ración de agua desde los camiones aljibes. Allí me enteré de los pormenores que se vivieron en numerosas familias. Supe que las casas de nuestra villa habían resistido muy bien el sismo, pero no los de la villa contigua, donde todos los edificios habían colapsado por completo.
Más de mil personas estaban a la intemperie sin más que lo puesto. Los parques se habían llenado de carpas con las familias que habían huido de las zonas bajas o que habían perdido sus casas. Escuché de numerosos vecinos que en medio del cataclismo sólo habían atinado a afirmar sus televisores y computadores, descuidando en muchos casos a sus hijos pequeños.
Los días siguientes continuamos la rutina de levantarnos para conseguir agua y alimentos. Los almacenes seguían sin funcionar y sólo unos pocos abrían una ventanilla para vender algo de pan y abarrotes. No faltaron los especuladores cobrando barbaridades por cada producto de primera necesidad. La falta de agua me llevó a conocer dos norias en plena ciudad, que existían probablemente desde tiempos coloniales. Estaban allí, en un patio cualquiera, y los dueños dejaban que sacáramos cuanto necesitásemos. Nunca bajaban su nivel y el agua tenía buena apariencia. De cualquier forma, todo lo hervíamos en casa.
Como continuábamos sin luz, me era imposible comunicarme con mis buenos amigos virtuales de diferentes países, muchos de los cuales demostraron gran preocupación por mi ausencia, gesto que agradezco hasta el día de hoy.
A medida que pasaron los días, las cosas retornaron lentamente a la calma. Los servicios fueron repuestos, los almacenes y supermercados volvieron a abrir y cada familia empezó la dura tarea de reconstruir o reparar lo dañado.
Mientras repaso mi propia experiencia sísmica, veo en la televisión las imágenes de los catastróficos efectos del terremoto y tsunami japonés. Una tristeza desesperada me cercena el alma. Lo de ellos parece aún más dramático, más destructivo.
El sacudón oriental obligó a los disciplinados niños nipones a guarecerse bajo sus mesas y sillas, las personas sabían qué hacer para sobrevivir, los edificios resistieron casi incólumes, pero frente a la furia del mar embravecido no había mucho que hacer. Simplemente se llevó hacia las profundidades una infinidad de sueños, esperanzas y alegrías japonesas.
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