En estos tiempos en que se quiere obligar a mostrar pruebas de ciudadanía para votar en las elecciones se nos ocurre tomar el asunto de los nombres en los documentos de los emigrantes para deshacer un mito que se trasmite con toda su inexactitud. Hace ya años, preguntaba un emigrante hispano al entrar al país que cuándo podía cambiar su nombre José por Joe. La emigración agudiza intuiciones. Cuando se da el paso, se busca encajar lo mejor posible en el nuevo engranaje lingüístico y cultural. Es habitual que cuando se produce una pronunciación deforme de nuestro nombre no se perciba como una ofensa; muy al contrario, se suele decir: “bien, así está bien”. Nos ha ocurrido a todos. No queremos que el nombre sea una barrera.
Los sonidos de nuestra identidad
Relacionado directamente con ello, se escucha con frecuencia que en el pasado los nombres se alteraban al ingresar el emigrante a Estados Unidos bien fuese por resultar irreproducibles o por ser poco anglosajones. La historia pone en su lugar la verdad. No fue así. Nunca ocurrió. Aunque la idea viene de lejos, se puede aventurar que la película de Francis Ford Coppola de 1974 The Godfather II ‘El Padrino II’ ha contribuido poderosamente a esta creencia. Hay una escena en que el personaje Vito llega a Ellis Island y, amedrentado por la situación, no alcanza a decir palabra para responder al representante de inmigración, ni aun cuando la pregunta es repetida en italiano por un intérprete. El funcionario de oficio pretende confirmar su identidad, la cual lleva escrita en una tarjeta sujeta con un alfiler en la solapa: “Vito Andolini, de Corleone”. En un murmullo, el oficial masculla: “Vito Corleone”, y se apresta a registrar por escrito el nombre tal cual.
La escena contiene un error que falsea lo que realmente ocurría cuando se le preguntaba al viajero: “¿Nombre?”. El desacierto proviene de que el servicio de inmigración no escribía nada, solo comprobaba que el nombre de la persona era el que aparecía en la lista de pasajeros que cumplidamente entregaba el capitán del buque que lo había transportado, lo que en inglés se llama “manifest”. Este procedimiento comenzó el dos de marzo de 1819 cuando el gobierno federal tomo el control de emigración, mucho antes de que se abriera Ellis Island en 1892. La información proporcionada por el capitán contenía nombre, sexo, edad y ocupación. A partir de 1893, se empezó a anotar también la compañía naviera, información de contacto y a hacer preguntas sobre la salud y opiniones políticas del pasajero.
Los nombres de las listas se apuntaban al contratar el pasaje en los puntos de origen del viajero y esta era la información que se tenía del emigrante al llegar. Los que no se subían al barco o morían en la travesía se tachaban de la lista. Es obvio que Mario Puzo, autor del libro en que se basa la película, publicado en 1969, desconocía la verdadera historia, y Coppola, sin comprobar nada, dio la información por buena.
La película Hitch, del 2005, con Will Smith y Eva Mendes, contiene también una secuencia en Ellis Island. En su primera cita Will Smith trata de impresionar a Eva Mendes y se las ingenia con ayuda de un guardia del recinto histórico para que en una vitrina aparezca justo la página de su primer antepasado (de ella). En este caso, el film refleja de forma fidedigna el documento de emigración.
Votar y a ser nombrados
¿De dónde proceden entonces los cambios de apellido de los que habla la leyenda urbana? La respuesta no es nada sorprendente. Lo más frecuente era, igual que hoy, que los mismos inmigrantes fuesen los que los cambiasen, generalmente al nacionalizarse. Pudiera darse la circunstancia también de que ya vinieran modificados de origen desde la compra del pasaje. Así, por ejemplo, Pedro Ximeno, inmigrante que ingresó por Nueva York en 1801, dio el nombre de Peter Harmony al comprar el pasaje, y con este nombre se le conoció hasta su muerte en 1851.
Las razones para cambiar de nombre o apellido son muy variadas. Es asunto que dejamos para otra ocasión. Mientras, y volviendo al inicio, carguémonos de paciencia con los que quieren que en las próximas votaciones se demuestre estar en posesión de la ciudadanía americana. Me preguntaba un vecino si debería llevar un acta de nacimiento. No sabía ni qué documento podría servirle. Es fácil imaginar el lío que se va a armar si prospera la idea. Y es que para remediar un presunto presentimiento de fraude se le puede acabar generando un innecesario contratiempo a la ciudadanía. A toda.
Luis Silva-Villar, profesor emérito de Lengua y Lingüística
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