Si estuviésemos en la Edad Media o en un pueblecito español de aquellos anteriores a la película ¡Bienvenido Mr. Marshall! (y conste que este pleonasmo se me ha deslizado involuntariamente), la ordenanza municipal que van a leer ahora podría ser dada a conocer a los vecinos de la siguiente manera, en la plaza mayor y previo toque del correspondiente redoble de tambor y el no menos correspondiente desafinado del cornetín:
«¡De orden del señor alcalde del Condado de Manatee, en la costa del Golfo de México de la Península de la Florida, se hace saber! : Que toda persona del sexo femenino que sea sorprendida en público mostrando más de un 75% de su pechuga y/o más de dos tercios de aquél lugar donde la espalda pierde su honesto nombre y llámase glúteos, podrá ser sancionada con una multa de 500 dólares o con sesenta días de prisión».
Pero no estamos en la Edad Media o en un pueblito español anterior a la película ¡Bienvenido Mr. Marshall!, y lo que acabo de traducirles de esta guisa era hasta hace poco cruda realidad (espero que no lo siga siendo) en un lugar que, después de consultar los más encopetados atlas, y de quemarse un servidor las pestañas investigando las más mínimas huellas fecales de varias moscas, pude localizar muy cerca de la bahía de Tampa.
Después de lo cual me siento obligado a plantear coram pópulo una serie de preguntas:
1ª) ¿Advirtieron los ediles del condado de Manatee de que si su ordenanza crease escuela estarían exponiendo las acciones de los fabricantes nacionales de silicona a una auténtica debacle en Wall Street?
2ª) ¿De que por el contrario estarían beneficiando a los accionistas de la firma francesa Michelin, y dando así, para subrayar mejor las consecuencias de mi primera pregunta, un pobre (qué digo pobre: pobrísimo, paupérrimo) ejemplo de patriotismo bursátil?
3ª) ¿Por qué excluyeron de la ordenanza a las personas del sexo masculino que, munidas de sugestivas «tangas hilo dental», fueran mostrando no ya dos tercios sino hasta diecinueve vigésimos de sus glúteos?
4ª) ¿Cómo se justifican las excepciones de la regla que exoneran a las señoras que se prueban ropa en los grandes almacenes y a las madres que dan de mamar a sus bebés, si no se incluían entre dichas excepciones a las urgidas personas del sexo femenino que perentoriamente deban hacer aguas menores y/o mayores en los arcenes de las autopistas?
Y 5ª) y última, de momento: ¿No estaría detrás de todo este asunto un negocio no muy limpio de algún edil que quisiera sacarse la contrata para la provisión de cintas métricas a la policía del condado, con las cuales los agentes de turno podrían dedicarse a la mensura de cuanta desnudez femenina les pareciera que lo ameritase?
Naturalmente, la antecitada ordenanza municipal se inserta dentro de un cristianismo de doble moral, que nada tiene que ver con aquella hermosa aseveración de Stuart Mill según la cuál, en un país donde todos profesan la misma religión, basta que uno solo comulgue en otra distinta para que se deba promulgar la ley de libertad de cultos. O dicho de otro modo:
En un lugar donde en los kioskos de la prensa se pueden adquirir las revistas con mayor exhibición de carne femenina (y masculina) por página satinada, y donde los niños crecen creyendo que las mujeres tienen una grampa aproximadamente a la altura del ombligo, una ordenanza como la de marras no es otra cosa que un ejercicio municipal de hipocresía.
Sea como fuere, ya el humorista argentino Enrique Pinti dijo alguna vez, y a mí por lo menos me convenció, que «ni Franco consiguió / que la maja se tapara». Así es que aquí les doy un consejo a las vecinas del condado de Manatee, donde espero que haya el suficiente número de visitantes de este dominio como para que luego no puedan alegar ignorancia de mis desvelos:
Ustedes, manateenas, harían bien en emigrar dentro de la propia Florida, unos kilómetros más al Oeste, hasta el lugar llamado Panacea. De por sí, el nombre es -ya- todo un programa.