Las fronteras se recorren con todos los sentidos. A veces esos lugares que eran de paso se convierten en casa. Es como si un colador inmenso nos atrapara de un lado, como si no pudiéramos escurrirnos entre muros, desiertos y ríos. Las fronteras , como la frontera de Arizona, son más que murallas y coordenadas, límites geográficos y soberanías impuestas, son el reflejo de la resiliencia y la misera de una sociedad, son los contrastes de la humanidad y son siempre las sombras de la política.
En Arizona tenemos muchas fronteras en un mismo estado; casi todas intangibles, pero se visibilizan y se imponen. No es lo mismo llegar del extranjero en coche o en avión, por el desierto o saltando un muro. No es lo mismo una comunidad rural que el área metropolitana o un hello con acento o un hola con disimulo. Tenemos muchos límites territoriales, sociales y psicológicos, y nos pesan. Pero no hay muro más resistente para marcar fronteras que el mismo ser humano.
La historia confirma que no hay un cerco impenetrable. Las bardas físicas son siempre porosas y fáciles de burlar o prostituir. En Arizona esta semana colocaron contenedores de acero para rellenar esos espacios vacíos donde no había un muro que dividiera Estados Unidos con México. Los políticos lo aplaudieron y el gobernador se atragantó de orgullo; pero más tardaron en instalarlos que la misma naturaleza en escupirlos. Pero, como siempre, el ser humano es necio.
Esos contenedores no son solo una barrera de metal. Simbolizan el muro humano que hemos construido con una retórica política que se enciende en elecciones y se aviva cada vez que la votación estará reñida. Estas cajas de fierro no detienen a migrantes; contienen sueños, miserias y ambiciones, de los dos lados de la frontera. No entran ni salen… atrapan, como todos los sistemas. En el medio se quedan siempre ellos, los más vulnerables, los que nadie quiere ver, a los que sofoca la pobreza y la necesidad, a los que no les dan la oportunidad de hacer las cosas bien.
Ver la línea de contenedores cerca de Yuma, en la frontera de Arizona, es casi como contemplar la carpa de un circo durante esa hora cero del atardecer en la que nos ciega el sol. No sabemos qué hay del otro lado, lo intuimos, lo imaginamos. De allá para acá se fantasea con un futuro que no se le parece nada al pasado del que se huye. De acá para allá se supone que se les quitarán las ganas de cruzar. Y nada es así. Solo es la ilusión de ese oasis del desierto que, dependiendo de en qué lado del colador estás, se verá distinto.
Migrar es un derecho. ¿Cómo migramos? Eso es lo que llena esos silencios que se acumulan en los contenedores, en los muros y en la naturaleza. No hay barreras por las que no se pueda colar el viento y nosotros somos eso.