Tras algunos años de egresar de mi licenciatura en historia, y ya sin ánimo alguno de prosecusión académica, he llegado a una preconclusión que contradice mi hasta hace poco bienintencionada percepción de la historia como disciplina autónoma.
No menos de quinientos libros leídos de historiografía, teorías de la historia, historias de las ideas e historias universales, continentales, nacionales y locales delimitadas en procesos, microprocesos y épocas variopintas, conjuntamente con algo más de mil obras literarias, ciento cincuenta filosóficas, noventa y tantas científicas, unas ochenta biológicas, biográficas, sociológicas, antropológicas, religiosas y magazinescas, sumados a la más autónoma y solitaria reflexión posible, amparan esta pretenciosa preconclusión: la historia es sólo un ramaje más de la literatura y del panfleto político.
Hay incautos que aún no lo estiman así y eso es respetable. Ya les llegará su hora de desengañarse, o lo que es más probable, nunca se permitirán a sí mismos tan irresponsable admisión.
Pero, ¿cómo es que esta ampolletita acabó por iluminar un panorama tan sombrío para unos y entretenido para otros? Pues, leyendo sin respeto por la causa ni la forma, y sobre todo, sin colaboracionismo gremial.
Hay aspectos que no podría enrostrar como intencionales, quizás ni siquiera conscientes, que moldean los argumentos hacia fines predispuestos, pies forzados que como dominós en fila obligan a generar multitud de pies forzados puestos en perspectiva, hay obcecaciones político-ideológicas muy evidentes, trampas del resentimiento o la manipulación, o ambas cosas juntas, que aparentemente bien organizadas generan un error académico travestido de luminosidad del pensamiento, rápidamente oficializado por la unanimidad del consenso gremial.