La convocatoria era para el 13 de agosto y, en un mapa de Paso de los Angeles, un poblado casi entre las nubes, se daban direcciones precisas de cómo llegar hasta ese rincón en donde las últimas montañas cansadamente se juntaban con el cielo. Pintado en colores, se explicaba que el Primer Congreso Mundial de Miserables y Desamparados comenzaría exactamente cuando las campanadas de la Iglesia de los Santos de la Nada anunciaran que el sol caía para siempre.
cartones inmundos resquebrajados abandonados en espacios atemporales con tajos incurables de agua que se filtra en el alma y humedece memorias y pudre entrañas, cartones con bosta de ratas milenarias y olor a guisado de asilo en donde el brazo cuelga con intravenosas que chupan la esencia, cartones que perpetúan el frío de los huesos y el deambular sin destino entre la indiferencia de las bestias hermosas …
Arquímedes Cienfuegos, periodista del vespertino Crónica de la Tarde, más tarde reportaría en esa columna semanal en la que hacía de antropólogo del sufrimiento humano, que los primeros en arribar al lugar, en esa sofocante tarde de verano de Paso de los Angeles, fue una docena de agitados jorobados que, tras una semana de peripecias en mares y desiertos, llegaban cansados de tanta miseria e indignación.
Algunos vestían como «señores distinguidos», los describiría Cienfuegos, «otros apenas estaban cubiertos con harapos». A pesar de las distinciones de clases sociales, todos «tenían en común esa repugnante joroba que cargaban como recordatorio involuntario del castigo celestial infligido a generaciones pasadas», diría con poca diplomacia el periodista.
Aproximadamente a las cinco de la tarde, cuando los pobladores del lugar comenzaron a cerrar y trancar puertas, en una espontánea retirada motivada por el presentimiento de un peligro inminente, aparecieron cuarenta y dos putas haciendo resonar sus tacos en el empedrado inmemorial de las calles del pueblo y provocativamente revoloteando sus carnes apretadas por vestidos brillantes y joyas baratas que colgaban ruidosas de todos los miembros posibles.
y hay ojos de moscas en todos los rincones del espacio nocturno que inspeccionan detalladamente cada uno de los movimientos y suspiros y pensamientos y gestos y hay millones de ojos multiplicados en pirámides blancas que reposicionan sus pupilas para hurtar la esencial privacidad del momento y hay ojos que lo saben todo ojos omniscientes sacerdotales imperdonables que ríen del dolor de los que duelen de la sed de los sedientos del gemido de los que gimen, millones de ojos de moscas amontonados entre las columnas de templos de religiones sepultadas hace cinco mil años …
Al mismo tiempo que sonaban las siete interminables campanadas de la Iglesia de los Santos de la Nada en medio del respetuoso silencio de las sierras eternas y el último colorinche anaranjado se desdibujaba en el tiempo, desde el otro rincón del pueblo se escuchó el rumor creciente de tambores desentonados que convergían hacia el lugar de la convocatoria. Mucha de la gente que se había amontonado en esa esquina histórica, y que ya pasaban los doscientos, dirigieron su atención hacia el sur para determinar el origen del repiqueteo. De a poco, con el ruido in crescendo, fueron distinguiéndose las figuras grises de hombres descalzos y harapientos, mujeres tristes y niños con rostros duros, que envueltos en su pesada amargura caminaban con la cabeza baja. Era el Ejército de Vagabundos.
Un pueblo tosco, sin hogar, sin identidad, sin esperanza. Aunque la mayoría se desplazaba sombríamente, algunos en los flancos, los enfermos, los drogadictos, saltaban enloquecidos y producían gestos retorcidos y gemidos diabólicos que daban evidencia de los abismos psicológicos en los que sus almas deambulaban, perdidas y alejadas para siempre de toda posible humanidad.
Y finalmente aquí estamos reunidos compañeros y compañeras de infortunio en esta intersección de Paso de los Santos a fin de establecer las bases fundamentales para un frente que nos sirva para articular nuestras reivindicaciones históricas …
Fue en ese preciso momento en que uno de los dirigentes de los jorobados les daba la bienvenida a los representantes de la miseria y desesperanza humana y hablaba de reivindicaciones históricas y banderas multicolores flameaban en todos los rincones, reportaría Cienfuegos en su periódico. En ese preciso momento en que Rufiano de la Sota, hombre sencillo abandonado hace siglos por una mujer codiciosa, ignorado por sus doce hijos, maldecido por sus padres, se paraba para rascarse los piojos que lo tenían enloquecido desde hace una semana cuando durmió en una caja de cartón con olor a bicho. En ese preciso momento en que Susana Luz Ballesteros se acomodaba las tetas juguetonas en ese corpiño número 170 que era la envidia del burdel que funcionaba en la Posada de las Gatas; fue en ese momento que, con parsimonia, empezaron a aparecer desde todos los rincones del pueblo, hombres y mujeres diferentes.
Eran, nada más ni nada menos, que los pobladores de Paso de los Angeles. Los hombres de trabajo, las mujeres de la casa, los que iban todos los domingos a la iglesia a rezar por una hija enferma, por el fin de la sequía, los que ponían una vela por la salud del obispo y la paz en el mundo.
En otras palabras, era esa gente respetable y ordenada que cumplía con la ley y veneraban el orden y la tranquilidad que aprendieron de sus ancestros.
Al principio nadie se dio cuenta que entre sus ropas, en la cintura, en envoltorios, los miles de ciudadanos decentes que aparecieron en la esquina de ese pueblo de sierras en esa casi noche de verano, iban armados con cuchillos, herramientas, palos y piedras.
Nadie se dio cuenta de los ceños fruncidos ni de las miradas turbias. Tampoco se percataron de los puños cerrados y de ese paso lento de carniceros tranquilos, pero decididos.
Cienfuegos reportaría que unos segundos antes que todo comenzara, el jorobado que estaba hablando, que luego sería identificado como Raúl Augusto Caballero, hijo, nieto y bisnieto de jorobados, detuvo sus palabras y, un poco confundido, había comenzado a dar la bienvenida a las columnas de gente decente que ahora inundaban el centro de Paso de los Angeles y sobrepasaba en los miles a los apenas trescientos miserables y vagabundos, sin darse cuenta de las siniestras miradas de los recién llegados y, mucho menos, del machete que voló en su dirección y le despedazó el cuello.
Y del humo salieron langostas sobre la tierra; fueles dada potestad, como tienen potestad los escorpiones de la tierra. Y les fue mandado que no hiciesen daño a las hierbas de la tierra, ni a ninguna cosa verde, ni a ningún árbol, sino solamente a los hombres que no tienen la señal de Dios en sus frentes. (Apocalipsis 9:3)
En su artículo, Cienfuegos habla de la masacre más sangrienta en un tiempo de masacres. Dice que los hombres y mujeres decentes, citando a Ezequiel, a Judas, a Lucas, acuchillaban, descogotaban, estrangulaban, asfixiaban, a todo jorobado, puta o vagabundo que aparecía en el horizonte.
Los miserables, masivamente superados en números y sin defensas, levantaban los brazos al cielo y clamaban ayuda. Pero «en esa noche de terror», recuerda el periodista que fue el único testigo de lo ocurrido, «Dios y Lucifer estaban del mismo lado. Nada ni nadie podia socorrer a los desafortunados, a los perdidos, a los miserables de este mundo».
Homo homini lupus.
Thomas Hobbes.