La Zona inexistente, un cuento de Adriana Gutiérrez

Ayer soñé otra vez con la Zona inexistente y como siempre que esto pasa me levanté deprimida. La sensación de soledad absoluta que se apodera de mi en el sueño me persigue durante horas; días a veces. Es una sensación extraña, sin penas ni alegrías pero sobre todo, sin temores. No me siento ni bien ni mal, me siento raramente normal

Ayer soñé otra vez con la Zona inexistente y como siempre que esto pasa me levanté deprimida. La sensación de soledad absoluta que se apodera de mi en el sueño me persigue durante horas; días a veces. Es una sensación extraña, sin penas ni alegrías pero sobre todo, sin temores. No me siento ni bien ni mal, me siento raramente normal.

Solo una tímida inquietud ha asomado últimamente en mí cuando sueño con la Zona: cuanto más deseo despierta no soñarla, más deseo en el sueño atravesarla y apuro mis pasos hasta su esquina que está cerca, esperando llegar a ella. Me cruzo con vecinos que conversan y saludan desde la vereda de enfrente o desde sus casas.

Nunca encontré a nadie caminando por mi Zona, esa vereda solitaria con con el paredón triste, y hasta las hojas de los árboles evitan caer sobre ella, dándole un aspecto de rara antigüedad.

Como si perteneciera a un pasado común y doloroso, como obedeciendo a un acuerdo tácito, la gente del barrio elude sistemáticamente cruzar la Zona inexistente, y la Zona, ignorada por años, se fue borrando del paisaje pueblerino hasta el día de la tormenta.

Yo estaba en el centro cuando se desató y me refugie, como todos, bajo los saledizos o dentro de los negocios. ¡Había tanto sol cuando salí! Pero ahora tenía que volver. Después de un rato la gente comenzó a correr para un lado y para el otro, los negocios cerraban sus puertas y la calle quedó solitaria en pocos minutos. El cielo estaba totalmente gris y la tormenta, lejos de amainar, por momentos arreciaba con toda la furia de la sudestada.

Recuerdos de mi infancia en el campo comenzaron a llegar traídos por el olor del agua y el ruido de los árboles sacudidos por el viento; sentí en mis pies, como entonces, aquella agradable sensación al andar por los arroyitos que se formaban en los caminos de tierra, vi decenas de ranitas casi blancas escapar de sus agujeros inundados, a las lagartijas meterse entre las piedras donde se refugian cuando el sol las calienta en las siestas, y a las que yo cazaba con ayuda de Capitán, mi perro, que corría mas rápido que las liebres cuando lo lanzábamos detrás de ellas, pero que jamas cazó ninguna para desesperacíon de mi padre.

Después me vi en la arrocera de los vecinos, que tenían muchos hijos y me llevaban a buscar anguilas por las noches, extraordinaria aventura para mis cinco años: nos descalzábamos y esperábamos inmóviles metidos en el agua de riego. Uno de los varones sostenía un farol para que los otros localizaran las anguilas y las empujaran hacia nosotros por los canales. Entonces metíamos en el agua las manos dejando un solo dedo estirado para que las anguilas se prendieran y así pescarlas de un tirón. La «mía» era hermosa y suave como la seda. Después de acostarla en un balde de lata con agua hasta la mitad, permití que me bañaran y acostaran a mí, y me dormí buscándole un nombre bonito… Dicen que son deliciosas saltadas a la cacerola en rodajas; yo lo sé porque me la almorcé al día siguiente.

Una dulce melancolía por aquellos años felices me hace sonreir con la misma añoranza de siempre y fue por eso, y no por otra cosa, que pasé por la Zona inexistente sin querer.
Me había sacado mi campera de nylon y con ella envolví los libros y los zapatos, me arremangué los pantalones y con el bulto sobre la cabeza salí a la lluvia. Yo iba para el sur y la lluvia para el norte, esto me hacía caminar inclinada y en esa posición solo veía unos metros delante de mí. Pero ni aquel día ni el otro me di cuenta de lo que había hecho.

Pasaron varias semanas y no me acordaba para nada de esa tormenta ni de las lluvias en el campo, hasta que en una siesta, terminando ya el verano, el sonido del agua sobre el techo me hizo soñar con la Zona inexistente.

Yo me veía de frente como si estuviera de espaldas al viento que acostaba la lluvia y los árboles, caminaba hacia mí misma, pasaba junto a mí y me perdía a mi espalda pero yo (mi yo que soñaba), me quedaba parada viéndome pasar de largo, asombrada por mi indiferencia.

Desde entonces, cada vez que llueve a la siesta yo sueño con la zona.

Al principio me costaba recordar, apenas si tenía una vaga idea de lo soñado que siempre se mezclaba con los recuerdos de mi infancia, los que al final prevalecían. Pero con el tiempo trataba de seguir soñando en duermevela, desechando de mi mente aquellas lluvias del campo, hasta que logre atrapar la sensación plena del sueño.

La zona inexistente, un cuento de adriana gutiérrez
La vereda mojada por la lluvia, ignorada por los vecinos, me atraía con su misterio y decidí descubrir por qué soñaba con ella.

Las lluvias de verano se acabaron y cuando llegó el invierno el sueño desapareció. Ni una sola vez me acordé de la Zona ni del sueño, y con las lluvias de invierno volvieron los recuerdos de mi infancia, pero curiosamente evitaba salir cuando llovía, a menos que fuera absolutamente necesario.

Un día los vientos primaverales se presentaron justo cuando yo cruzaba la Zona envuelta en su característico silencio. El golpe que sentí en la cara al salir de ella y escuchar de nuevo los sonidos de la calle me hicieron recordar el sueño, por primera vez consciente. A partir de ese día ya no quise que el verano llegara.

Me tranquilicé renunciando para siempre a dormir en las siestas lluviosas de todos los veranos de mi vida, y no tardé en comprobar que esta decisión me privaba de soñar durante la noche.

Había aprendido ya hacía tiempo a programar mis sueños al acostarme, aprovechando los días propicios del ciclo lunar, e incluso podía continuar un sueño interrumpido en el momento mejor, hasta que terminara solo. No estaba de ningún modo dispuesta a perderme esas maravillosas experiencias que tanto esfuerzo mental me habían costado,  menos ahora que había logrado redactar mis propios cuentos, y porque me había llevado una fenomenal sorpresa con el experimento. Jamás podía, en el sueño, representar el papel del personaje que elegía, sino que me ponía las ropas del más desgraciado de ellos, y luchaba desesperadamente para torcer el destino que en el papel le había tocado, creando una situación tragicómica en la que de día escribía y de noche borraba.

Me encontraba por esos días en una nueva etapa de mis «experimentos,» consistente en soñar los cuentos inconclusos, pero no los cuentos cortos que siempre se presentan íntegros y con su final bien claro, sino aquellos que lleva semanas terminar, con muchos personajes y lugares, y suceptibles de ser alargados indefinidamente.

Vanos y frustrantes fueron mis intentos durante noches interminables, para despertar agotada a la mañana con un espantoso sentimiento de pérdida. No tenía que consultar a ningún psicólogo para saber lo que tenía que hacer: enfrentarme con la zona inexistente dentro o fuera del sueño.

Muchas posibilidades de lluvia no había y así pasaron mas de dos semanas. Una mañana temprano me desperté de golpe. Fue uno de esos despertares sobresaltados en que uno esta lúcido y con los ojos bien abiertos y se queda quieto escuchando, esperando. Afuera, una mansa lluvia mojaba y limpiaba todo. La ansiedad y el nerviosismo se apoderaron de mi, me levante y salí rápido.Al doblar la esquina miré hacia la Zona. El barrio todavía dormía. A mi alrededor no había nadie, las ventanas de las casas estaban cerradas; camine muy despacio, llegué, cruce y di vuelta la manzana. A la siesta soñé conmigo dos veces pasando por allí: cuando venía descalza con el bulto de los libros y cuando iba esta mañana con el paraguas.

Las dos imágenes se cruzan por el centro de la vereda, atravesándose la una a la otra, pero yo no estoy en el sueño como espectadora, solo estoy viendo desde el sur.

La zona inexistente, un cuento de adriana gutiérrez

¡Esto es una locura! -pensé- si cada vez que pase por ahí se va a agregar una imagen al sueño, en un año habrá cientos de figuras deambulando indiferentes, atravesándose mutuamente y sin hacer nada para acabar con esta pesadilla. Así que decidí no ir mas por la Zona inexistente pero si soñar con ella.

También decidí otra cosa: averiguar que pasa con ese lugar, como actúa la gente del barrio.

Descubrí que son muy pocos los que usan esa vereda, unos porque tienen auto, otros porque no van para ese lado, pero no la evitaban como me había parecido en el sueño, solo que como no hay nada allí nadie tiene por qué ir.

Deje a un lado mis experimentos con los cuentos, auque soñaba de noche normalmente, y me acostaba a la siesta cuando llovía. El sueño acudía invariablemente y con el tiempo logré borrar mis dos imágenes pero no podía ubicarme en otro sitio y siempre terminaba mirando la zona de sur a norte. Los ejercicios mentales que hacía para programarme no daban resultado y abandone por cansancio.

El sueño venía y hacía lo que quería que era siempre lo mismo: empezaba antes de la zona y terminaba antes de cruzarla del todo.

Yo estaba segura de que un temor oculto me impedía caminar en sentido contrario. Durante cuatro tardes seguidas en que lloviznaba suavemente me programé para detener el sueño un instante antes del final. Si lo lograba, el siguiente paso sería continuarlo a partir de ahí para poder atravesar la Zona mientras el tiempo normal del sueño transcurría, pero llegado al mismo punto me despertaba completamente, es decir: el sueño comenzaba y terminaba, porque yo me dormía pensando con fuerza en la escena final y no podía conseguir que durara lo mismo que antes. Era como ver una foto.

Después hice algo que había decidido no hacer, caminaba de norte a sur por la Zona inexistente antes de acostarme, pero tampoco dio resultado: como espectadora siempre, siempre, le daba la espalda al sur.

Por esos días tuve que viajar y aproveché para hablar con una vidente, amiga de una amiga que vive en Banfield, y que me había contado experiencias muy extrañas. «Pero lo tuyo no tiene nada de raro -me dijo- vos sos clarividente»

¡Y maldita la gracia que me hace! -pensé. Todo el viaje de regreso lo hice rumiando las cosas que me dijo: que me quedara tranquila que eso era un «don», que no era para ponerme así y que tenía que practicar – ¿Practicar? – para no hacer daño ni meterme en líos. Que no tratara de anularlo porque me ocasionaría serios trastornos psíquicos (ahora me lo dice), que lo tomara con calma como si fuera el don de la pintura o la música.

¡Ojalá pudiera tocar el violín como Eugenio Ormandí o pintar como Van Gogh! ¡Pero – que -rica – tipa! -pense – ¿Por qué no me dice como recuperar la normalidad?

Sí reconozco que me dijo dos cosas importantísimas. Primero: si el sueño no termina -o se corta, y de eso estoy segura- antes de cruzar la Zona, es porque se supone que en ese punto algo debe ocurrir. Y si aún no ha ocurrido es porque la que debe actuar soy yo, y como yo sigo caminando hacia el norte, llego al sitio de siempre y se acabó.

La segunda cosa que me dijo es que hable.

«Si no te animas a darte vuelta al menos hablá, decí algo, preguntá…» ¡Si-cómo-no! -pensé yo- así los vecinos me creen loca o lo que es peor, alguien me contesta.

Mi amiga me propuso que me quedara unos días más por si llovía, «entonces una siesta, con la vidente cerca para intervenir…»

Pero la vidente no quiso. «No – dijo – acá el sueño no va a venir, tiene que ser allá, donde está la zona, – y mirándome muy seria – haceme caso, date vuelta y preguntá «¿quién es?» Y después que hagas el primer contacto me avisas que yo voy con otra persona y entre los tres haremos lo que sea necesario».

«Lo que sea necesario». Esas cuatro palabras podían significar tantas cosas; ¿Y si era un alma buscando su cuerpo perdido desde los tiempos de Urquiza? Porque la famosa casa-cárcel esta por ahí nomás, pudiera ser alguien que se escapó y lo alcanzaron cuando trataba de llegar al río. Y aquel otro asunto del cura asesinado tan cerca de la Zona, donde está la capillita. Y ese antepasado mío que mataron, fue bastante lejos de aquí pero era mi pariente…

Mi amiga trataba de animarme pero a mi me parecía que me cargaba.

– Ché ¿y si fuera un tesoro de aquellos galeones?

– Están en el fondo del océano -contestaba yo- no digas pavadas, ¿querés?

– Pero tu antepasado venía en un galeón…

– Sí, entonces yo voy, me consigo cinco palos verdes para reflotar un galeón, o mejor unos cuantos galeones llenos de esqueletos y vasijas de barro que vendidos me van a dejar un vagón de guita… Cortála, ¿querés?

– ¿Pero y si fuera él?

– ¿Y si fuera un demonio? ¿o no se te ha ocurrido?, me enojé. Porque entre los cientos de personas que conocés, ¿cuántas realmente buenas hay? ¡Una de cada diez, los otros nueve son regulares tirando a malos!

– Pero ella dijo -insistió mi amiga- que ese peligro existe cuando nosotros tratamos de establecer el contacto. Y en este caso no existe, porque es al revés, porque el que te busca es alguien que te conoció o que perteneció a tu familia.

– Me parece -dije- que ya tuvo bastantes oportunidades de manifestarse, además ¿por qué a la siesta? ¿Cómo se le ocurre que yo me voy parar en pleno día, tan cerca de mi casa y voy a preguntarle a nadie ¿y usted, quién es?

Mi amiga tuvo que reirse: – ¿ves que es ridículo? -digo-

– Si no me río por eso -contestó ella- aunque sería muy cómico, claro. Pero lo que te decía la vidente se refería al sueño.

– ¿Al sueño? -pregunte.

– Si, estabas tan enojada que no entendiste nada. Solo se trata de que, ¡en el sueño!, te des vuelta, preguntés ¿quién es?, y cuando te contesten «fulano», te des vuelta de nuevo y caminés hacia el norte para terminar ese famoso sueño antes de que él te termine a vos. Después me llamas y yo le aviso a ella.

– ¿En el sueño…? -murmuré- ¿vos estás segura?…

– ¡Sí, estoy segura; pero por favor!

– Bueno, lo voy a pensar. Total, «fulano» no se va a morir…

De regreso, en mi casa, me dediqué a pensar en lo que me pasaba como si fuera una novela. Si yo estuviera escribiendo este disparate le insuflaría un poco de valor al personaje. Haría que la mina esta se dé vuelta de una vez por todas. Establezca el contacto con ese «alguien» que evidentemente la está buscando y, después, con la ayuda de la otra mina – que – ve, se dedique a satisfacer los deseos de esta alma en pena.

A lo mejor, lo único que quiere es que entierren sus huesos, o tal vez necesita descargar su conciencia. No, eso no, porque se supone que allá se pagan todos los pecados.

Bueno, creo que no tengo salida, o me doy vuelta o me paso el resto de mi vida tragando remordimientos.

La zona inexistente, un cuento de adriana gutiérrez
La mansa lluvia me ayudó a viajar al pasado… al pasado de ellos

La naturaleza me jugó una mala pasada, no llovía y el verano se acababa. Hasta que una tarde, a una hora en que nadie que sea normal se acuesta, a no ser los bohemios, empezó a llover despacito. El agua caía como a hurtadillas y aún quedaban dos horas de luz.

Por supuesto, me acosté de inmediato, relajé cada músculo de mi cuerpo y con la idea fija de darme vuelta deje que el sueño se presentara libremente.

Al principio ocurrió algo que yo esperaba y temía: mi mente, en un intento por escapar a su responsabilidad, empezó a pasearse por los escenarios de otros sueños, produciendo un sainete infernal, mostrando el exacto grado de confusión de mi pobre cabeza y al mismo tiempo, los esfuerzos que hacía para retroceder a la infancia y refugiarse en ella.

Así las cosas, estuve lo que me pareció un largo rato tratando de rescatar mi imagen adulta de aquellos entornos del campo, para ubicarla en la zona inexistente. Pero mi temor era tan grande que recurría una y otra vez a mi pasado, aferrándome a las figuras más queridas. Y cuando lograba ver desde el sur a la Zona, mi petiso con sus largas crines se paraba frente a mí, levantaba las manos y relinchaba desesperado, como si viera algo espantoso detrás mío.

Lo fui calmando sin saber si yo era chica o grande en el sueño, y conseguí que se alejara al trote, pero al llegar al final de la Zona se detuvo para hacerme un último llamado, desapareciendo en medio de relinchos de protesta y raspando furiosamente el suelo…

Por fin se hizo el silencio en la Zona inexistente, que atrapada en esa quietud de cuadro me esperaba. Comencé a caminar hacia el norte obligada a una lentitud exasperante. Esta vez yo me veía avanzar siguiendo exactamente la linea cardinal: desde el cordón de la vereda longitudinalmente hacia el muro.

Al llegar a él levanto una mano, «abro una puerta» y entro. En ese instante dejo de ser espectadora en mi propio sueño  y paso a ser la imagen soñada. Este cambio ocurre en el lapso de tiempo entre abrir y cerrar esa puerta, porque (según me dijo después la mina-que-ve) «vos no podes entrar ahí, pero «ella» si». Clarito ¿no?

Así que ahora soy «ella», la que cierra la puerta y se queda apoyada contra ella, mirando el vestíbulo rectangular, cuya simetría solo se interrumpe para dar lugar a la escalera, que descansa sobre la pared izquierda describiendo una suave espiral. A los pies de ésta se abre una enorme puerta maciza de cuatro hojas, la típica entrada a una biblioteca. Sobre la pared opuesta, una sola puerta que debe ser la comunicación con la cocina y habitaciones de la servidumbre. El resto esta ocupado por tres juegos de living con sus correspondientes alfombras y mesitas. Debajo de la escalera, un rincón para leer donde dos sillones orejeros ponen la nota diferente y acentúan la fragilidad de los chipendales. Algunas lámparas de pie y tres estatuas de ébano sobre pedestales llenan los espacios vacíos. El aspecto general del recinto quiere ser lujoso, pero sus paredes desnudas y la falta de flores en los búcaros, le confieren esa solemne tristeza de los salones de museo, tan parecida a la de los cementerios, en donde la presencia de los vivos de nada sirve, y sus rituales de flores de colores sobre las tumbas, magnífico símbolo del estadio intelectual del homo sapiens, resulta tan conmovedoramente inocente.

Yo estaba, entonces, en el medio de esa tierra de nadie, entre un mundo y el otro, avanzando hacia la pared del fondo cuyo empapelado diminuto, que no había visto, desimulaba una pequeña puerta, y hacia ella fui. Del techo, a un costado, colgaba un grueso cordel color crema. Tiré de la borla y la puertita se abrió, mostrando el bellísimo paisaje de alguna parte, lo que parecía ser el confín de un extenso parque sobre la cima de un acantilado. A sus pies, muchos metros abajo, rompía el mar con furia arrolladora.

A pesar del temblor de mis manos pude cerrar la puertita y caminar hasta el borde. Hacia la derecha se alzaba un terreno boscoso, como coto de caza, pero hacia la izquierda iba en bajada y la arboleda y los pastos raleaban hasta llegar a las blancas arenas de una pequeña, redonda, hermosísima ensenada. Sin pensarlo busqué por donde bajar y casi enseguida encontré unos rústicos escalones de piedra que luego se continuaban en una angosta vereda zigzagueante.

Ya me había lanzado por ella cuando oigo algo que me detiene: a mi espalda, hacia el acantilado donde comienza el bosque, las voces de dos hombres y una mujer que gritan, el relincho enloquecido de un caballo y un galope que se pedió rápidamente. Subo corriendo para lo cual tengo que recoger mi falda con las manos, y entonces me doy cuenta la clase de ropa que llevo: un vestido con el talle y las mangas muy justos al cuerpo, la pollera amplia y larga con muchos volados en el ruedo, todo blanco y ribeteado de celeste, como la cinta que enlaza mi cintura. Todo esto lo vi mientras subía con el pecho oprimido por un fatal presentimiento.

Cuando llego arriba miro a lo lejos, hacia la punta del acantilado que forma el límite entre el bosque y los jardines, allí donde la pared rocosa parece cortada a pique y que, por el color del agua, se interna bajo ellas tanto como la parte que sobresale, alta como un edificio de diez pisos. Y ahí, en ese lugar que no reconozco, veo claramente, aunque están a una enorme distancia, las figuras de dos hombres y una mujer que gesticulan. Los ademanes de ella parecen algo histéricos y los hombres, finalmente, consiguen calmarla y llevarla para la casa, es decir, vienen «hacia mi».

Dejé para después mi excursión a la ensenada y fui a esperar a los tres personajes, un poco atemorizada pues ignoraba cómo reaccionarían al verme.

Pero ellos miraban a través de mi sin sentir mi presencia. Entré a la casa que solo es el vestíbulo y oí sus voces agitadas, ruidos de puertas que se golpean y sus pasos rápidos. Los miembros de la servidumbre acuden presurosos junto a su señorita, quien es atendida solícitamente y a quien luego conducen a sus habitaciones para que descanse. Me apure y alcancé a verla subir la escalera, acompañada de su doncella y desaparecer en lo alto de la misma.

Cinco minutos después oí claramente que se abría y cerraba una puerta y todo quedó envuelto en el silencio.

Yo me había parado en la puertita por la que espiaba y me sobresalté al ver a una criada mayor y corpulenta salir por la puerta de cuatro hojas, cruzar el vestíbulo y trasponer la que yo supuse que conducía a la cocina. Fui tras ella con grandes precauciones pero rápidamente comprobé que nadie me veía. Una voz ordenó un té de tilo para la señorita, que regresó muy conmovida de su paseo. Las doncellas se movilizaron, una preparó una bandeja mientras la otra hacía el té. Cuando estuvo listo, me di cuenta por los sonidos que la criada corpulenta se lo llevaría y me volví a la puertita espiando desde el lado de afuera. La vi pasar y subí la escalera detras de ella. No me animé a acercarme a las voces pues estaba en un primer piso y no tenía interes en darme un porrazo. Para mí solo existía el vestíbulo, y aunque podía verlos dentro de él y fuera de la casa, el resto del edificio se me negaba y tenía que conformarme con escuchar, que no era poco.

Por el roce, la ropa de la cama debía ser de seda o raso. La criada hablaba con mucha dulzura, andaba por la habitación corriendo los cortinados que sonaban pesados, y pensé que oscurecía el cuarto para que la señorita durmiera. Nada decía de lo que había pasado y la voz de la muchacha no se oía.

En eso desde abajo salen los hombres y suben la escalera ¡qué hago! paralizada, los veo acercarse mientras hablan en voz baja, pasan junto a mi, golpean la puerta y entran. Yo los sigo, el mayor se queda prudentemente en silencio pero al joven lo oigo sentarse en la cama y -creo- toma las manos de la muchacha, le pregunta si está mas tranquila a lo que ella responde con un gemido. «He tomado una decisión -dice el joven- Azabache debe morir… ¡no! -exclama al oir los reproches de la joven- no digas nada, lo he dicidido y lo haré, esto no puede continuar. El caballo se ha vuelto loco ¿entiendes? además sufre, y cuando pienso que un día te encontrara sola… hoy casi acaba con tu vida, Caterine. El nos esta pidiendo que le demos fin, ¡no quiere vivir! ¿no te das cuenta? Ahora cálmate; descansa.

Los hombres se van. La criada se acerca a la cama, retira almohadones y le arregla la ropa, luego le dice que le soltará el cabello para que esté mas cómoda. Finalmente sale. Yo no sé qué hacer. Una fuerza desconocida me retiene allí, y sin darme cuenta, en un impulso, la llamo: «Caterine… ¡Caterine!» La muchacha levanta la cabeza como escuchando, mira a su alrededor y es tan asustada su expresión que yo, arrepentida, «salgo», decidida a no interferir. Comienzo a bajar la escalera y de pronto me doy cuenta o me paro en seco, ¡su cara asustada! ¡Vi su cara en un momento, al nombrarla! Si pudiera hablar con ella… pero ¿cómo? Parece tan temerosa, quien sabe desde cuando le sucede esto, que aún no sé que es.

Una tragedia ha ocurrido en esta casa invisible. En el vestíbulo no hay nada, ni un mueble, y no puedo buscar fotos, cartas, algo que me dé una pista. Decidí pegarme a los dos hombres, entro a la biblioteca pero ellos ya no están allí. Aparecen dos criadas con vajillas y por los ruidos es obvio que preparan una mesa. Es el comedor -me digo-, no me interesa, un comedor nunca encierra secretos. ¡Qué exasperante es todo esto! ¿Cómo voy a averiguar lo que sea si no puedo ver nada?

Se me ocurre algo. Subo al primer piso y estiro mis manos, encuentro la pared que se hace visible donde yo la toco. ¡Bien! Esto está mejor. Camino por lo que debe ser un pasillo y llego a otra puerta. Con el pedacito de puerta visible donde está apoyada mi mano, paso a través de ella por donde no se ve. Tanteando encuentro un mueble ropero, luego una cama, mesa de luz, la ventana cerrada. Así recorro mas de 15 habitaciones, algunas con dos camas y otras con una. Están todas vacías, nada de ropas, libros o flores; regreso a la habitación de Caterine. Está durmiendo.

La zona inexistente, un cuento de adriana gutiérrez
Las habitaciones se repetían y la casa parecía triste y solitaria

Abajo se oyen voces, salgo y encuentro a los dos hombres que, portando armas largas, de caza, se preparan a salir. Afuera los esperan dos mozos sosteniendo de las correas a cuatro caballos y una docena de lebreles, a los que hacen oler una montura, la de Azabache. No puedo creerlo. Lo van a matar como si fuera una fiera salvaje. Tomo la senda que lleva al bosque y en menos de cinco minutos estoy en la punta del acantilado, donde había visto la escena luego de los gritos y el relincho.

Innumerables veredas se abrían para todos lados, pero algo me condujo por la que seguía el borde mismo del precipicio, cada vez mas alto y empinado; parecía la menos usada y decididamente no llevaba a claro  alguno, sino que más bien parecía el final de un camino para venir desde el otro lado, por alguien que utilizaba esa altura como atalaya para vigilar la casa y sus habitantes. Cada vez me convencía mas de esto, segura de seguir el camino correcto. Más de media hora no hice sino subir, y cuando me pareció que estaba en lo mas alto me detuve a respirar y a mirar a mi alrededor.

El lugar mostraba señales de ser bastante concurrido, la hierba estaba pisoteada y varios arbolitos habían sido cortados para formar un claro.

La zona inexistente, un cuento de adriana gutiérrez
El acantilado y el sendero que lleva al bosque de la cita nocturna, una cita que jamás llegó a ocurrir

Pensando que ese sitio era magnífico para construir un faro o bien una torre de vigilancia me asomé. La vista era hermosa, la inmensidad del mar sobrecogía, y a través de toda la roca y tierra que había entre él y yo, pude sentir el golpe de las olas en la planta de mis pies. El ambiente se volvió inhospitalario, como si cada gota de agua me dijese que me fuera, un aire frío comenzó a rodearme pero ni una sola hoja se movía.

Entonces comprendí que la hora de la tragedia había llegado, es decir, de la pasada tragedia, y ese lugar, el escenario, cobraba cada año un verano, el mismo clima trágico que se posesionara de él, tan fuertes habían sido las pasiones que la desataron.

Me retiré del borde del acantilado y caminé en linea recta hacia el interior del bosque. Ya no seguía vereda alguna sino solo mi intuición; a medida que avanzaba la oscuridad me envolvía, la hojarasca crujía bajo mi peso, los árboles eran gruesos y altos y todavía se podía ver, por sobre ellos, los rayos del sol que transparentaban las hojas de las últimas ramas.

Sin siquiera pensar en volverme, aún con la noche tan cercana, guiándome por los árboles que todavía distinguía, caminaba de uno a otro pensando en qué momento llegaría al verdadero lugar de los sucesos, mientras me preguntaba , ¿de dónde vendría la vereda por la que subí? o mejor dicho ¿quién la usaba para llegar desde el extremo opuesto?

Creo que debí seguir por ahí, pero la fuerza que me tiraba desde el bosque era mucha y mi intuición me decía que estaba bien encaminada. Los protagonistas del drama deben haberse encontrado en la punta, y luego, acorralados, no tuvieron mas remedio que seguir el trayecto por el que ahora iba yo. De pronto oigo un ruido detrás y me detengo como si me hubieran congelado, en la misma posición en que estaba dando el paso, me vuelvo y veo a Azabache inmóvil, mirándome. No me da miedo y él tampoco parece temerme, levanta su cabeza y la baja varias veces hasta rozar el suelo con el hocico, pero no acompaña esto con el movimiento de las patas, como sería natural en un caballo brioso. Entonces veo que está enredado en un amasijo de raíces y sin pensarlo dos veces corro a soltarlo.

Mientras estoy liberando sus manos, él toca suavemente mi pelo como si quisiera besarme, y como si yo fuera la persona a la que está acostumbrado. Cuando queda libre me arrima su costado invitándome a montarlo y yo, con un brinco del que nunca me creí capaz, me subo y sosteniéndome de sus gruesas y ásperas crines, lo espoleo.

Azabache sale al galope tendido a través del bosque sumido en la oscuridad de la noche, y yo lo cabalgo como si no hubiera hecho otra cosa en mi vida. Azabache cruza el bosque derecho hacia el norte, con una seguridad y a una velocidad de vértigo, obligándome a permanecer casi acostada sobre él, y yo veo el suelo devorado por sus patas, en esa loca, interminable carrera.

Por fin se detiene y comienza a oler el aire reconociendo el terreno; a nuestra derecha, hacia el norte, una luna grande y redonda esta asomando, sus rojos resplandores dibujan la cima de una lejana montaña, y me doy cuenta que a mis pies se extiende un valle, que poco a poco se va haciendo visible, conforme la luna crece.

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Azabache comienza el descenso afirmándose bien, a veces lo hacía de frente y a veces de costado, y por momentos parecía que seguir era imposible, pero Azabache esperaba, tanteaba, retrocedía y luego continuaba paso a paso, metro a metro. Yo sentía su respiración y los latidos de su corazón exaltado por el esfuerzo que hacía, y cómo cada músculo de su cuerpo se tensaba a cada instante, conteniéndose para no caer por la escarpada ladera, tratando de llevarme sana al valle como si esa fuera su única misión en esta vida, y como si todos los demonios lo persiguieran. A veces avanzábamos siguiendo veredas que Azabache encontraba, y que luego abandonaba para acortar camino, hasta que terminamos de bajar la parte abrupta. Esta vez, Azabache se dio el lujo de tomarse un descanso muy pequeño para lo cual me condujo a un remanso escondido entre las rocas, cuya agua provenía de una vertiente que brotaba de una gruta, y que estaba totalmente cubierta de helechos.

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Adentro, la luz de la luna se filtraba por alguna parte y pude ver que el agua salía de una roca redonda y lisa, y desaparecía entre la pared y el suelo. Era sin duda un arroyo subterráneo que afloraba dentro de la gruta por unos pocos metros, creando ese paraíso bajo la aridez del suelo.

Azabache y yo bebimos del agua helada y luego él se paró junto a mi en clara actitud de que lo montara de nuevo. Crucé bajo las enredaderas que tapaban la entrada, afuera nos esperaban las piedras sueltas y los matorrales casi secos. Azabache avanzaba lo más rápido que podía, acuciado por un peligro desconocido para mi, pero envuelto en su halo de misterio lograba transmitirme la urgencia de esa cabalgata nocturna, y la necesidad de no desperdiciar el precioso tiempo.

Azabache y yo parecíamos ser los únicos habitantes del valle, como si la gente, los animales y los pájaros, hubieran sido tragados por otra dimensión, y a mi me parecía que la luna propiciaba ese ambiente sobrenatural, aunque vagamente me daba cuenta de que habíamos salido ya, desde hacía rato, del epicentro de la tragedia. La ladera se volvía más y más transitable, y Azabache se permitía avanzar al trote de vez en cuando, hasta que emprendió el galope corto la última parte en bajada. Al terminar se volvió, alzó sus patas y lanzó a la montaña un relincho lleno de amenazas. Siguió resoplando hacia el norte y raspando el suelo y entonces se tendió en un galope a través del valle, pero esta vez, hacia el este.

La luna blanca y el caballo negro atravesaban el cielo y el valle en sentido contrario, pero ambos seguían el mismo camino.

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Muchas horas habían pasado y yo estaba agotada, mis dedos agarrotados ya no sentían las crines, mi vestido blanco estaba roto y sucio, había perdido las cintas del pelo y la cintura, y mis zapatitos Luis XV habían quedado en la gruta, cuando me los quité para refrescarme los pies.

Azabache se frenaba cuando yo me resbalaba, y esperaba pacientemente a que me repusiera, entonces yo le golpeaba suavemente la cara para indicarle que estaba lista, y él retomaba la marcha incansable, hasta que la luna hubo pasado sobre nosotros perdiéndose en el occidente.

La noche prácticamente se había extinguido a nuestra espalda y allá a lo lejos, adelante, sobre la verde llanura del océano en calma, se anunciaba la majestuosa llegada del día contra el telón azul del cielo que el fuego naranja del sol acariciaba. Ante mi, en primer plano, una arena blanca que crujía bajo las patas de Azabache.

El caballo se despidió de mí, me clavo sus grandes ojos negros y sus crines se erizaron, confiriéndole un aspecto fiero y salvaje, pero su mirada se volvió mansa. Luego, en un arranque se apartó alejándose por la playa; su hermosa estampa negra sobre la blancura de la arena se destacaba en el centro mismo del sol, y cuando éste se desprendió del horizonte, Azabache, que había llegado al borde del agua, desapareció en una llamarada.

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Me quedé sola, descalza, sucia y agotada. Tenía las manos y los pies hinchados, el vestido roto y el cabello desgreñado; apenas si podía mantener los ojos abiertos y la luz del sol me encandilaba, y por si eso fuera poco no sabía donde estaba.

Lo único que yo quería era despertarme para poder descansar. Entonces miro a mi derecha y veo el acantilado, el comienzo del bosque en la punta, y la blanca mansión, ahora completa.

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Me encontraba, pues, en la ensenada que viera desde arriba. Arrastrando las piernas camino por la arena, todavía fresca, y comienzo a subir la vereda serpenteante que había estado a punto de bajar cuando oyera los gritos y el relincho de Azabache. Con mucho trabajo, cayéndome, tropezando, alcanzo al fin los escalones de piedra, descuidados y cubiertos de hierba, y con el último aliento llego arriba. El parque está igual pero los árboles son mas gruesos. Desde la baranda miro la playa y el lugar por donde Azabache desapareciera, y puedo distinguir aún sus huellas, que se pierden a la orilla del mar.
Con el pecho agitado me doy vuelta y mientras recupero el aliento observo la casa de tres plantas, a pocos metros de mi y que yo veo desde atrás pues le da la espalda al océano.

Y justo cuando me encamino hacia ella se abre una puerta y salen tres ancianos, dos hombres y una mujer, aquellos jóvenes que viera en la punta del acantilado.
Me acerco; la mujer, Caterine, lleva flores en sus brazos y dice a los hombres que la dejen sola. Ellos protestan alegando la subida y su edad, y que esas visitas a la tumba de Annie todos los meses tras la luna llena, debían terminar, Caterine les contesta que no se preocupen por ella, que su alma necesita esas visitas tanto como la de su hermana, y que acudirá a esa cita mientras un hálito de vida la anime; terminó reprochándoles que la salvaran de las acometidas del caballo de Annie, muerta a los 15 años, y alegrándose de que no pudieran darle muerte la noche aquella, en que lo persiguieron por el bosque, porque Azabache, acorralado, se tiró al mar.

Luego dijo que había soñado con su hermana, que finalmente ella y Ralph habían logrado huir hacia el valle como planeaban, en una noche de luna.

La anciana acaricia dulcemente las flores y se aleja, pequeña y agobiada por los remordimientos, por ese acto de valor que no tuvo en el pasado, y que ahora de nada sirve.

Y yo me quedo ahí, hondamente conmovida por esa historia de amor y muerte, sabiendo que el sueño de Caterine fue mi cabalgata y Azabache, corriendo enloquecido para llevar a Annie antes de que la noche terminara, porque tenía que regresar al mar.

Ahora sus almas descansan en paz, a través del tiempo y del espacio habían logrado realizar su fuga.

Con mi corazón también en paz atravieso la casa sin detenerme a espiar en ella, donde seguramente hay un cuadro de Annie de jinete en su caballo negro.

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Salgo. La Zona inexistente me deja esta vez mirar al sur y una suave lluvia comienza a caer mojando y limpiando todo. Y es una suerte que llueva, porque aunque solo sea el sueño de la última lluvia de verano, yo no puedo ni quiero dejar de llorar.

Me llamo Adriana Gutiérrez, nací el 15 de Septiembre de 1948 en Colón, Entre Ríos, en la costa este de la R.A., a los 7 años una maestra me regaló mi primer libro (Mujercitas) y mi padre me llevó a ver mi primera película (Fantasía), y por supuesto decidí que sería escritora y que mis historias se llevarían al cine, meta aún no lograda, pero escribir es el mejor viaje que he hecho, y cada vez importa menos el destino final.

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