Las columnas

                    Así como no podemos sostener mucho tiempo una mirada,
                    tampoco podemos sostener mucho tiempo la alegría,
                    el espiral del amor,
                    la gratuidad del pensamiento,
                    la tierra en suspensión del cántico.

                    No podemos ni siquiera sostener mucho tiempo
                    las proporciones del silencio
                    cuando algo lo visita.
                    Y menos todavía
                    cuando nada lo visita.

                    El hombre no puede sostener mucho tiempo al hombre,
                    ni tampoco a lo que no es el hombre.

                    Y sin embargo puede
                    soportar el peso inexorable
                    de lo que no existe.

                              Así como no podemos, Poesía Vertical, Norberto Juarroz
                    

La rutina de la noche

Terminamos de cenar. Dante mira unos videos donde enseñan a cocinar. “It´s too spicy”, me comenta.   “Yes, it´s too spicy”, le contesto. Charlamos en nuestro idioma. Es la rutina de nuestras cenas de a dos, con la lámpara encendida.  

Mientras preparo la comida pienso en “las columnas”.

En la tarde le relaté mi vida a mi doctora. Un resumen de 30 años en cuarenta frases. “Fue mucho”,  me dijo con una sonrisa. 

Sí, fue mucho. “Siento un cansancio infinito”. Veo esta foto y la pido prestada. Siento el peso de las columnas, esas que yo quise sostener por tantos años. Cuando uno deja de sostener, siente que la vida se cae.

Un inmenso vacío,  pero los ojos del hijo que hablan. Caer es empezar de nuevo. 

Un cansancio infinito

Llegaba la noche. Dante había hecho una regresión tan marcada, que tenía que usar pañales otra vez como si fuera un bebé. 

Despertaba gritando siempre a las tres de la mañana. Dormía con él para poder calmarlo. Para acortar esa brecha que quebraba la noche en dos. 

Todas las madrugadas, despertábamos mojados. Rapidamente, cambiaba las sábanas, lo cambiaba a Dante.  Lo besaba para que volviéramos a dormir. Mi mayor anhelo era que Dante no oliera a pis. No quería que él  sintiera culpa alguna por haber perdido el control de esfínteres cuando dormía. 

El enojo de una amiga para con su hija, había quedado marcado en mi recuerdo. La chiquita, de ocho años, se hacía pis en la cama. Mi amiga se enojaba mucho. Una vez le dijo: “No podés ir a domir a casa de ninguna amiga porque das vergüenza”. Yo no era mamá en esos años, pero puse esa frase en mi lista de frases para no decir a un hijo. 

En la noche, lo besaba a Dante para decirle, “está todo bien”.  

Mi mayor alegría era al otro día, encontrar disponibles las máquinas de lavar. Cuando tomaba conciencia qué ese era el motivo de mi felicidad, sentía el peso de una enorme tristeza caer en mi cuerpo. Miraba el cielo y pensaba, “tengo que sostener esta vida”. 

El dolor de Frida Kalho

En un universo de soledad, imaginé que el autismo era un hierro atravesando mi columna. Un accidente de metal que había cambiado mi vida. 

Me sumergí en ese personaje para sostenerme del miedo. Me imaginé gloriosa, sufriente, sometida y con un ideal de amor revolucionario.  

Levanté una columna épica para sostener esta vida que me dejaba sin respuestas. 

El peso de la sociedad

“Dios te lo dio porque sabe que vas a poder cuidarlo”, era una frase recurrente en mucha gente que me veía con Dante en alguna reunión o en la calle. 

 Un viento constante de soledad empezó soplar a mi alrededor. La lástima, la compasión, “el pobrecito”.  

“¿Y se va a poder casar cuando sea grande?” “Cuando ustedes se mueran, ¿quién lo va a cuidar?» “¿Él se da cuenta que vos sos la mamá?»

El que pregunta no puede sentir el peso que demanda contestar a estas preguntas. Para el que pregunta, todo termina cuando cesa la curiosidad. 

Uno desarrolla músculos emocionales, para contestar. Nadie nota que el piso se nos hunde, que las lágrimas se nos amontonan. A veces bostezar ayuda. Otras veces es un carraspeo de garganta. Muchas otras, llegar a la casa es el alivio para salir de los interrogatorios. Lleva tiempo, poder desarrollar una inmunidad al dolor.  Sentir desde otro lado. No victimizarse, saltar la barrera de lo que ya no importa. Lleva tiempo y lleva algo que solamente se consigue con el paso de los años. Dejar de temer. 

Respirar desde la liviandad

Humanizarse. No querer ser un dios capaz de sostener lo insostenible. Permitirse sentir la vida desde otro lugar. 

Pensar que es posible salir de abajo de las columnas. 

Celebrar la pertenencia, la familia, el olor a la casa, los horarios, la alegría. Reírse, bailar, cantar canciones.  Jugar a las  cosquillas, mirar las estrellas, disfrutar una comida. Tener un hogar. 

Dante comenzó a estar mejor. Yo aprendí a relacionarme con su mundo, aprendí a respetarlo, a escucharlo desde su estructura de comunicación. Aprendí que sostener no es aguantar y que aguantar no sostiene. 

De a poco me fui moviendo de abajo de esa columna. Empecé a usar mis brazos, para nadar, para llegar a la escritura, para ir a trabajar, para saludar al hijo que se iba a la escuela, para abrazar a la persona que amé.  

Meditar en el agua

Nadar como una fuente de felicidad. Pensar en el agua. 

Esa extensión azul que va a armando guiones en el cielo. 

Nadar es hundirse para encontrar sonidos. Un hueco de espacio que flota. Un cielo enfrentando el aire. Un espejo al revés.  

Desde el agua, la columnas son caminios a recorrer. Un ida y vuelta. Una esperanza de círculo. Llegar es el comienzo de una nueva partida. Viajar por el agua es seguir la fluidez que alimenta. Nadar es escribir en el agua. 

Domingo

Estas palabras, fueron hilvanadas en un universo acuoso y blando. Hoy se van haciendo parte de esta otra columna. Una columna de letras para llegar al otro, para ser leído, para comunicar. Sostenerse desde el contacto. Esa necesidad de estar con el otro.  

El domingo pasado, en el vestuario del club, conocí a dos mujeres de mi edad. Charlamos. Hablamos de cine, de los hijos, de libros. Me invitaron para ir a una clase de baile el próximo domingo. Al despedirnos una de ellas, me dio la mano y  me dijo: “Nos vemos, sister”. 

Sonreí y pensé: “Qué bueno no ser Frida Kalho. Qué bueno ser una mujer más, con un hijo como cualquier mujer, un hijo diferente, como cualquier hijo”.  Estoy junto a otras mujeres en la vida. No hay nada especial en mi, no estoy destinada a ninguna epopeya gloriosa. Solamente la epopeya de todos: la de estar vivos.   

Cuando me sequé el pelo, todavía sentía en la nariz la frescura del agua. 

En mis brazos, por algún lado, andaban estas palabras que ahora voy escribiendo.

La escritura como un abrazo para llegar al otro, a todos esos otros que, como yo, están llegando. 

Sostener para que fluya, no para que aplaste. 

Dejar de sostener

Hay momentos en la vida en que uno siente que el derrumbe es inevitable. 

Los escombros caen. La carne magullada se pregunta: “¿Qué pasó?» De alguna manera es uno mismo el causante del derrumbe. Es uno mismo que deja de sostener porque el peso es tan grande, que el cuerpo dice “basta”. No es una decisión tomada desde la razón, sino desde el más básico y elemental sentido de sobrevivencia. 

Es una decisión confusa. Llegué a preguntar, ¿para qué sirve estar vivo después que el amor se derrumba? 

No hay una respuesta. Es un camino largo, silencioso. Las horas son ese lugar difícil de acomodar. Una rutina que cambia. 

Un enorme miedo a escuchar lo que está pasando. 

Una se fricciona la piel, se arregla la ropa arrugada. En la noche se hunde en la cama quieta y sola.

Las sábanas son ese abrazo que prefiere no recordar. 

La angustia y la soledad pesan tanto que uno vuelve a preguntarse, “¿era mejor sostener?” La vida se adelanta a las respuestas.  

Dante camina delante mío. Su paso seguro, su mirada firme, su sonrisa al viento. 

Me espera y me dice: “Mommy is coming”. 

Es la única certeza que me guía y es la única certeza a la que voy. 

Un mareo de tobillos me circunda. Trato de mantener el equilibrio. Camino entre rocas, escombros, pedazos rotos.  

Quizás vivir sea eso. Hacerse dueño de la propia arqueología.  

Un día azul

Este abril se ilumina de azul. Las columanas de los edificios se llenan de este color. Hay remeras, marchas, grupos de apoyo. La concientización del autismo que no es un rompecabezas, ni un misterio, ni un designio divino de seres angelicales, pero al mismo tiempo puede ser también todo esto. 

Vivir de manera horizontal. Compartir. Estar simplemente, aunque no entendamos del todo lo que nos pasa. Aceptar los enigmas. Darle lugar a la humildad de respetar el misterio del otro. 

Sentir por sobre todas las cosas. 

El autismo nos concientiza, nos desarma. 

Por el hijo, uno sabe que no puede dejarse aplastar por ninguna columna. Porque el amor, si es amor, no aplasta, sostiene. 

Dante me mira. Nos tomamos de la mano. 

Hay todo un camino por delante a recorrer. 

Gracias a todos, los que estuvieron conmigo para que yo pudiera seguir siendo esa mamá que Dante merece. 

Adriana es educadora en el Distrito de San Carlos, California.Tiene una licenciatura en Comunicación Social de la Facultad de Ciencias Políticas, de la Universidad Nacional de Rosario. Madre de Dante, un joven autista de 23 años, Adriana disfruta en escribir crónicas diarias, que ella ha titulado "Fotos con palabras". Sus textos pueden verse en Facebook. También ha publicado en las revistas Urbanave y en Brando, del Diario Nación y Página 12 Rosario.

Un comentario

  1. Llegamos a Puerto Pirámides para ver ballenas embarcados.
    Compramos los boletos y tuvimos una larga espera con Oliverio corriendo por todos lados y nosotros detrás. De repente anuncian que ya podíamos abordar para arrancar el avistaje. Desde la oficina de venta al barco había un kilómetro aproximadamente que como era de esperar lo hicimos corriendo a Oliverio.
    Ya en el barco, la tripulación se presenta amablemente, nos dan a cada uno un chaleco salvavidas y nos indican que nos sentemos y no nos movamos del lugar hasta que el barco finalmente esté mar adentro.
    Los siguientes cinco minutos fueron una lucha cuerpo a cuerpo con Oliverio, no había forma de mantenerlo sentado y menos de ponerle el chaleco salvavidas.
    Veo que el fotógrafo y el capitán del barco charlaban mirando lo que pasaba. El capitán viene hacia mí, y yo ya tenía el humor de un arponero japonés (léase sólo en clave metafórica) e imaginaba la invitación gentil a bajarnos del barco, pero el capitán decide sorprenderme y me dice: «tiene autismo, no te hagas problema, no le pongas el chaleco, dejalo que circule pero siempre con vos, nunca solo y vos siempre con el chaleco puesto». Hasta ese momento jamás me habían hablado así. Antes de emocionarme y saltar a abrazarlo le agradecí y le prometí que así sería durante todo el viaje.
    Zarpamos y arrancó la magia.
    Cada vez que alguien creía ver algo a la derecha todos iban ahí y Oliverio me agarraba la mano y corríamos a la izquierda, y cada vez que creían ver algo a la izquierda, nosotros íbamos a la derecha, era infalible, gracioso y amoroso, todo a la vez.
    El viento del mar le sacudía los rulos, él daba enorme bocanadas paladeando el sabor de la brisa marina, respiraba profundo y se llenaba los pulmones de ese olor único.
    El día era radiante, no había nubes, la temperatura en alta mar era agradable, todo era perfecto y él era el tripulante más felíz.
    Abría sus brazos para sentir el viento chocando contra su pecho, por ahí agitaba sus brazos como dirigiendo una sinfonía de naturaleza que giraba a su alrededor.
    Esa mañana, se los juro, las ballenas saltaron por decenas sólo para verlo, las gaviotas y cormoranes lo sobrevolaron en formación como esos jets militares que coronan los cielos en los actos solemnes.
    No se guardó para sí nada de su repertorio de alegría.
    A Dante lo abrazó y besó cada vez que lo cruzó porque el amor que le tiene se vuelve declarativo en la acción y todos aprendimos a llenar de palabras sus acciones, porque hay veces en que la palabra justa sale sólo del corazón.
    Carla y yo podríamos haber cruzado el océano esa mañana y nos hubiese parecido un corto paseo.
    Encontré ésta foto de casualidad, tenía presente el momento, la sensación pero el encontrarme con la foto me hizo revivir esas sensaciones, la mía, la de él, la de nuestra familia, ese día disfrutamos tanto del espectáculo natural como del natural espectáculo de Oliverio. Hoy a la distancia le agradezco la humanidad, la empatía y el respeto de ese capitán de barco y ese fotógrafo cuyos ojos entrenados supieron ver lo que tantas veces nos cuesta tanto explicar. Ojalá podamos multiplicar esa mirada en otros ojos para que estas vivencias también se multipliquen.

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