Atilio Pernisco nos enfrenta, una vez más, con nosotros mismos. Pero esta vez sus personajes, náufragos al borde de un desastre inminente, experimentan la muerte como una revelación. En las contorsiones de sus gestos embelesados, tanto el sufrimiento como el placer, la caída como la trascendencia se muestran como dimensiones de una misma y monstruosa epifanía.
Esta duplicidad en el universo de Pernisco se sostiene además visualmente por un lenguaje personal que combina una figuración clásica, de persuasión casi fotográfica, con un impulso puramente gestual, rayano en la abstracción. Y así como sucede con la obra de Jenny Saville, de Glenn Brown o de Mark Tansey, en Pernisco también toda sugerencia de narratividad se descompone en la materialidad de la obra: la pincelada impulsiva, el borrón, la mancha, la luz chorreante, las inesperadas disonancias…
Todo apunta así, en este nuevo avatar de la obra de Pernisco, a una visión ensimismada en su propia naturaleza distópica; consciente de que el final del mundo ha dejado de ser privilegio de nuestras ficciones para transformarse en nuestra realidad colectiva. Nuestras guerras nucleares e infiernos planetarios, nuestros genocidios y nuestras pandemias globales trascienden toda proporción bíblica. Ya no responden a las fantasías de un dios abstracto sino a las profecías autocumplidas de nuestras descalabradas ambiciones.
Es desde esta perspectiva que Pernisco resignifica la tradición medieval de La Nave de los Locos de 1503. Ya no son aquí el bufón, los borrachos, el pícaro, el ladrón, o los farsantes religiosos de El Bosco (Hieronymus Bosch) quienes avanzan hacia la tierra prometida de los insanos.
En las naves de Pernisco (bote inflable, avioneta, barquito o tablas a la deriva) viajan ahora el abogado, el crítico de arte, el negociante, la peluquera, el director de documentales, la modelo de pasarela, el astronauta o la inversionista de bolsa.
En estas adaptaciones post-reales, trans-ficticias de las mitologías del naufragio somos todos nosotros la tripulación enajenada. Nuestra perplejidad, nuestra risa grotesca, nuestro grito enmudecido, representan el espectro de respuestas posibles a una sola pregunta perturbadora: ¿Qué pasa cuando el final del mundo deja de ser una secreta aspiración y se convierte en nuestro póstumo logro consagratorio?
Por Pablo Baler.