En un sanatorio en Torrance, cercano al hospital Harbor UCLA, yacía mi madre de 83 años.
Cerca del final pasó tres días y tres noches en la sala de cuidados intensivos, al borde de la muerte, dormida por los medicamentos. Sobrevivió y regresó a donde se encontraba desde hacía cuatro años, con el cuerpo muy enfermo.
Y también con el espíritu maltrecho. Roto.
Como millones de viejos en su situación, que pierden la memoria o la razón o la movilidad, que llevan a duras penas un cuerpo encorvado y una tez irreconocible, se convierten en manos del personal médico en “casos”. En la de la cama 27 A. O aquella que comió sólo 40% o aquella que no tomó los medicamentos. O el de quien hay que limpiar porque se hizo encima. Ya saben.
El incomparable Joan Manuel Serrat define con elegancia en una de sus canciones lo que estoy tratando de decir torpemente:
[Si] después de darlo todo
en justa correspondencia
todo estuviese pagado
y el carné de jubilado
abriese todas las puertas.
Pero, ¿cuándo se empieza a ser viejo?
Depende, claro, de la edad de quien responda.
En mi adolescencia pensaba que a los treinta uno estaba terminado.
Hoy, por lo mismo, soy para mis hijos un Matusalén, fósil y anticuado.
Supuestamente veneramos al anciano. Es sabio, ecuánime, un Padre o Madre, etc. etc. etc. Quizás, porque, y sigo con Serrat, los respetamos ya que “llevamos un viejo encima”.
Y sí, la enorme mayoría de los presupuestos médicos se destinan a quienes bajo el peso de la edad se quiebran y enferman de gravedad.
Pero esa veneración no cuaja con la realidad. Llegando a viejos, son empujados cada vez más temprano fuera del círculo de la producción. Sí, los empujan Aquí y en todas partes.
No se trata ya de octogenarios, jubilados, enfermos, sino de aquellos que están —como quien firma— a un año de la edad oficial de jubilación. Una edad en la que todavía no pueden retirarse, y cuando lo hacen demasiado temprano no les alcanza con el pago de la Seguridad Social para vivir sin pasar humillaciones.
Aquí, en Estados Unidos, el desempleo entre mayores de 55 años es el mayor desde 1931, el 7%. El doble que en marzo de 2008. El segundo peor fue en 1983, con 5.4%.
En el condado de Los Ángeles la suerte del segmento de 55 a 65 y el de mayores de 65 es mucho peor, con hasta 25%. Además, las estadísticas no cuentan a centenares de miles de sus inmigrantes indocumentados.
Es cierto que entre jóvenes la tasa es todavía mayor. Más que el doble.
Pero para los de 55 a 65 los despidos son más desvastadores, porque ya les quedan pocas oportunidades. Por cada empleo disponible hay decenas de entusiastas jóvenes que lo solicitan.
El clima de inestabilidad actual, cuando los despidos suceden por doquier, nos impide ver los árboles del bosque. Los soldados del ejército de desocupados. Los seres humanos detrás de los números.
Hablo con tres desempleados que salieron de los ramos de bienes raíces, ventas al por menor y medios de información. En sus empresas los despidos llegaron hasta al 60% del personal. Cuentan que se despide a quienes más ganan, a los más experimentados, los que podrían ser reticentes a los cambios, los de mayor edad. Muchos no tienen otra alternativa, pero otros simplemente aprovechan la ocasión y lo hacen para así acrecentar su lucro. Dicho de paso, ninguno de ellos encontró trabajo.
Los mayores tienen además más responsabilidades financieras: terminar de pagar una casa, o la educación superior de los hijos, o los alocados costos del seguro médico y las medicinas.
Y cuando llegue el momento de las nuevas contrataciones los veteranos cesantes serán reemplazados por jóvenes, recién egresados quizás, que porque viven con sus padres o no tienen una deuda que cubrir o hijos que mantener, se resignan a aceptar salarios muchísimo más bajos de lo que los veteranos ganaban. En cambio, los veteranos son considerados caros, sobre-cualificados, ignorantes de la tecnología, inflexibles.
Por esto, las solicitudes de jubilación temprana —a los 62— subieron en 25% en todo el país. Aunque reciban 40% menos que si esperasen cuatro años.
Los mayores de 55 tardan en promedio 27 semanas – más de medio año – en hallar un nuevo empleo. Cinco semanas más que los de 35 a 44. Entre los más jóvenes el lapso es menor, porque buscan trabajitos temporales, parciales, irregulares, marginales. Lo que venga.
Dejados en el limbo, los mayores pierden su status y orgullo de clase media, sus ahorros, su cuenta de jubilación y finalmente la casa.
Cuando hallan empleo, después de mucha lucha, se resignan a una caída a poco más de lo que paga el seguro de desempleo.
Todo esto es una deformación relativamente nueva y una aberración de lo que la sociedad pretendía creer.
Y es particularmente injusto con quienes, como lo estaba mi madre, miran el final del camino.