No estoy de acuerdo con esa visión simplista que considera una farsa el acuerdo de paz del 92 y me parece una estupidez autoritaria cancelar las ceremonias oficiales que lo honran, pero la gran mayoría de decisiones políticas, incluso las arbitrarias, tienen un componente racional, detrás del cual hay una cadena de argumentos que expresan la voluntad articulada de unos intereses determinados.
Pueden gustar o disgustar las razones gubernamentales que llevaron a la cancelación de las jornadas celebratorias por los acuerdos de paz que dieron fin a nuestra última guerra civil, pero que tal decisión sea discutible o condenable, no debería hacernos despreciar algunas de las tesis en que se apoya.
Algunas de esas razones (la mala gestión que se hizo de la democracia que nació de aquellos acuerdos, por ejemplo) no se aceptan porque las enuncia un Gobierno cuestionado. Las verdades pierden peso en los labios de una figura que las impone sin una explicación respetuosa. Pareciera que la mayoría parlamentaria librase al actual Gobierno de argumentar con tacto sus decisiones ante la sociedad civil. Las formas son importantes en política, las verdades verticales se rechazan por ser autoritarias, por ser impuestas sin la debida persuasión.
Pero una oposición polarizada también puede negarse a admitir que una O y una A pueden ser ciertas en la cadena de razonamientos que condujo al Gobierno a tomar una decisión equivocada. Y ante esa O y esa A no cabe oponer falacias sino que asumirlas como verdades.
Y es aquí donde la oposición libra su batalla dialéctica contra Bukele solo en el terreno de la propaganda, olvidándose del análisis. Claro que el escenario político ha cambiado por una sencilla razón: la derrota electoral de Arena y el Frente ha sido histórica, ha sido de tal magnitud que han estado al borde de la desaparición parlamentaria y eso implica que los dos partidos políticos que gestionaron democráticamente el legado de los acuerdos de paz han sido desaprobados rotundamente por un gran sector del pueblo. Así de simple: el pueblo considera que estos dos partidos al gobernar traicionaron las promesas abiertas por los acuerdos de paz.
Esta crisis no debería llevarnos a negar aquellos acuerdos, pero sí a revisarlos y discutirlos bajo la luz de lo que pasó después. Por las razones que sean, las víctimas fueron olvidadas. Por las razones que sean, los veteranos de guerra no han tenido una vida digna. Por las razones que sean, ni la desigualdad económica ni la pobreza disminuyeron y por las grietas de esos desequilibrios apareció una delincuencia que continuó por otra vía las matanzas de la guerra, empeorando más la calidad de vida del pueblo. Resulta lógico que todas estas evidencias nos obliguen a revisar las consecuencias de los acuerdos de paz y el modelo de sociedad y democracia que vino después del 92.
Lamentablemente, Bukele es un hijo sectario de la vieja política que no es capaz de administrar con inteligencia las esperanzas de cambio que el pueblo depositó en él. Y lamentablemente, tenemos una oposición incapaz de recomponerse en el nuevo escenario para hacer suya la voluntad de cambio que ha expresado el pueblo en las dos últimas elecciones. Se lo juegan todo a ser los demócratas en oposición a la dictadura, olvidando que el pueblo ya no confía en esa democracia que se construyó a partir del 92. No cabe volver al momento político anterior a Bukele, si es una democracia debe ser otra y tampoco cabe mirar al ya lejano 1992 de la misma manera.