ARIZONA – ¿Cómo estás? es una pregunta de doble filo en una pandemia. «¡Bien!», es la respuesta políticamente correcta. Pero a pocos les interesa saber de verdad qué recorre la cabeza, el corazón, la alacena, las cuentas bancarias y hasta la báscula del otro.
Pura cortesía
Por su parte, el mismo saludo es mera cortesía, buena educación. Ya bastante tiene uno con sus demonios como para invitar a otros a pasar. Pero estamos tan solos que cada vez nos cuesta más disimular.
Nos da miedo ser los únicos con estragos emocionales en la pandemia.
¿Cómo podría decir en voz alta que me duele la cabeza, me siento solo, me preocupa la lana, se me está cayendo el cabello de estrés, como sin parar, duermo todo el día, no pego un ojo, no tengo fuerzas, me duele todo o me cuesta trabajo bañarme?
¿Cómo admitir públicamente que estoy disfrutando el silencio, me hartan las llamadas por video, no quiero un happy hour virtual, que me siento feliz que nadie me llame o que estoy trabajando el triple porque me aterra la idea de que se acostumbren a la ausencia?
¿Seré el único que se cuestiona su talento, duda de sus capacidades, teme que la vida de antes no regrese o se dé cuenta que la cosa no estaba tan jodida antes de la pandemia?
Nuestros demonios charlan
Si pudiéramos ver las burbujas sobre las cabezas de los demás, sería como mirarse en un espejo. Quizá entonces nuestros demonios charlarían entre sí y nos darían tregua. Entonces, tal vez entonces, haríamos las paces con todo eso que sentimos y no entendemos.
Somos muchos los aturdidos por los pensamientos. Se nos atoran antes de llegar a la boca. Lloramos sin lágrimas; gritamos sin palabras; nos ahogamos sin patalear. Y no es el encierro físico… son las murallas emocionales que hemos construido como sociedad y que una pandemia viene a sacudir.
Pero ¡qué lejos estamos de arrancarnos los antifaces! Estamos programados para disimular. Incluso en el fin del mundo. Lo hacemos para encajar, para no incomodar, para que nadie lo use en nuestra contra, para tener ventaja, para que nadie nos lastime, para que no nos juzguen, para juzgar, para que no nos jodan, para joder… porque nos asusta lo que tenemos dentro o porque no queremos que nos lo arrebaten.
Por eso es tan complicado contestar esa simple pregunta cotidiana, porque un adjetivo, un tono de voz, un emoji pueden delatarnos y a los demonios no les gusta ser expuestos.
Bien pero exhausta
Ahora respondo con sinceridad: estoy bien pero exhausta, gracias por preguntar. Veo cómo los ojos se entrecierran y las mejillas se alzan: ¡es una sonrisa de empatía! Todas las personas con las que hablo se sienten igual. El desnudar esa vulnerabilidad nos hace cómplices.
No estamos mendigando cariño ni comprensión; no damos lástima. Yo también.
Nos reconforma no sentirnos solos, aunque quizá lo estemos.
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