Los retornos, un cuento de José Manuel Rodríguez Walteros

La sensación de pasar de nuevo por la misma esquina nunca vista pero recordada acompañó mis horas desde siempre y eso tú lo sabías muy bien.  Mitad en sueño mitad en delirio recorrí bajo tu guía y a contravía del tiempo mi lejana Bogotá y sin mover mi cuerpo de ese parque que ya nunca encontré en el viejo Este de Los Ángeles.

Nuestro ser olvida lo necesario para no enloquecer, pero no olvida lo que verdaderamente se graba a cincelazos en la roca.  Frente a tu ausencia y frente al coche destrozado que fragmentó tu cuerpo me lleno de artilugios para pedir que no regreses a mi vida si no es para quedarte.  Después de todo no eras más que una aparición, me digo para soportar que mañana el sol vuelva a arrastrar su pestilencia por los barrios bajos sin nombrarte.  Duele más el amor que el odio, el odio me da fuerzas, me llena de ganas de levantarme y de asomarme a la ventana, de lanzarme al vació gritando tu nombre que aunque, según tú, cambia como cambia tu cifra sigue nombrándote en esta noche sin encontrar respuesta.  Besarte siempre es una primera vez, dijiste.  En nuestro último reencuentro, y digo el último porque me niego a retomarte y a volverte a perder después de tantas veces, lucías agitada y con tu traje de danza azteca salpicado de sudor y de polvo.  La tierra y el tambor que guardan los secretos ancestrales viven dentro de mí, me dijiste entusiasta.  Soy un colibrí azul, decías retomando de la madre tierra lo que te pertenece.  Lento, con la misma seguridad con la que la mar helada se traga sorbo a sorbo las playas aceitosas de la gran California, te metiste en mis ojos.  Tu mano en la mía abrió las puertas del abismo de lo que es sin ser.  Después de tantas lenguas habladas he regresado por fin a mi raíz, susurraste.  Bastó quebrar la telaraña que nos separaba para que en medio del caos y de la guerra no declarada del hombre contra el hombre retomáramos lo inconcluso.

Apasionada de lo que no se ve pero se siente esta vez habías profundizado en ese abstracto excluyente de la fe al practicar el mantra sigiloso del movimiento buscándote la piel como muy pocos, solo los que son y vienen del maíz, lo hacen.  Tú le dabas al árbol que camina una magnificencia de guerrero cósmico en cambio yo no.

El alma es un invento de la palabra y somos lo que somos, lo demás es charlatanería y seres solitarios que por su propia voluntad se convierten en humo, pregonaba yo.

Descreído como siempre me negué en un principio a aceptarte eterna y compañera.  La gente igual que los trenes viene y se va, solo quedan clavados en el tiempo los letreros y las montanas ilimitadas que llegan hasta el cielo, lo demás es olvido o memoria que a la larga es lo mismo, un espejismo particularizado.  A pesar de tanto recoveco la tierra siempre es la misma y mansamente sigue sostenida como siempre por las fuerzas del viento y de sus cuatro rostros, ese era mi lema.  Mi corazón es tu espejo y mi aliento tu fuego, me dijiste ese día clavándome en tu vida y en tu muerte.

La danza solar congregaba todo lo que habías recorrido desde que la primera madre emergió del lago pariendo sin descanso a los hijos del sol que eran víboras y jaguares y entre los que estábamos tú y yo, me dijiste siempre según tu particular evangelio de arena.  Sin aspavientos trataste de explicarme esos pormenores en nuestro para mí primer encuentro y para ti reencuentro.

Los tambores, viejitos les llamabas cariñosa, con su queja remota me llamaron inclementes a tu encuentro un sábado en la mañana.  Arrastrado por mi instinto atravesé la calle hasta perderme en los sincopados pasos de una multitudinaria danza ritual que celebraba la caída de las hojas y de los frutos en el Salazar Park.  Horas bajo el sol y la lluvia pasaron sobre y dentro de mí mientras la ciudad a nuestro lado de golpe envejecía hasta morir un poco lejos de nosotros.

Nuestros ojos se buscaron afanosos.  Atrás de mí habían quedado las prisas del rebusque y de la supervivencia de mi profesión de vendedor ambulante de baratijas chinas.  Ese sábado las cuentas se fueron por el caño y el planeta entero se concentró en tus piernas y en tus movimientos de jaguar, serpiente, águila y de hierba milenaria, atrapados a fuerza en un traje de esplendor azul y rojo.

Usualmente soy un descreído que salta de dimensión en dimensión con las manos manchadas de sangre sin poder apartarme del cuerpo material que me sustenta.  Hablarte fue una fiesta y yo en ese instante fui para ti el payaso de aquel acto central en la avenida de los retornos por la que siempre transitamos los humanos.

La gente normal se levanta, desayuna y someramente se prepara para pasar las horas haciendo y deshaciendo diligencias menos tú, para ti todo tenía una trascendencia planetaria.  Unos más unos menos todos contribuyen a su modo en lo que los antiguos llaman el presente eterno.

El ser nace, se hace de los siete elementos y antes o después se marcha, unos a gritos y otros a hurtadillas el caso es que uno a uno nos lanzamos de cabeza hasta el fondo en las aguas sin fondo del universo retornando a la entraña.

Esas eran tus frases de combate que en un primer instante las tomé como un argumento utilizado para descrestar tontos, sin saber que dentro de ti eran algo más que frases, eran una verdad incontrovertible y comprobada.  Para ti hablar de los gastos, de la casa hipotecada y del edificio construido ladrillo tras ladrillo del futuro era una gran blasfemia.  Junto a la creación misma que se da segundo a segundo somos una insignificancia, decías.

La danza viene de lejos en el tiempo y en la distancia, la simbiosis del cuerpo con el alma unifica las fuerzas, somos dios, me explicaste aparatosa mientras yo hecho de tierra y fuego calculaba la distancia que separaba tus caderas de las mías.

Enseñado a saber que las palabras son una ilimitada extensión de mentiras, algunas piadosas y otras no tanto, me dejé llevar por ti y lejos de los danzantes a ese otro parque que nunca antes había llamado mi atención.

Perdido entre los proyectos de mala muerte de la Indiana, los Cinco Puntos y la autopista interestatal 5 develaste a mis ojos el último rincón virgen del mundo, eso dijiste.  Innumerables veces he peinado las calles intentando encontrar ese lugar de magia sin hallarlo para buscar tu esencia en las hojas y las briznas de hierba.

Ese día inolvidable tú ibas a perpetuar nuestro encuentro innumerables veces interrumpido por la muerte en cambio yo solo iba pensando en cabalgarte sin cuidarme de nada.  Siempre has sido un cazador obtuso, me dijiste sentada en el rincón del parque que aunque nadie me crea no figura en los mapas.

El preámbulo de reconocernos quise obviarlo pasando directamente al fuego incontenible de la entrega y la toma.  Cielo y tierra, noche y día, todas las artimañas conocidas las utilice sin resultados para conquistarte.

De tu bolsa sacaste la medicina, así le llamabas al peyote, y con gran pompa le diste vida al fuego.  Lejos de nosotros se escuchaba el serpentear de los coches y uno que otro grito de tamales y de niños peleando.

Vagamente pensé en cuántos pandilleros a esta hora estarían apuntando, jalando del gatillo, sabiéndose poseedores del secreto en las calles vecinas.  Tu presente era poco importante, me dijiste, tu tiempo se detuvo junto al mío en una calle del pasado que en nuestra anterior vida juntos solíamos recorrer soñando con un mundo mejor.

Como un río crecido me hablaste sin descanso de la esquina infernal de la García Lorca y la Rossi en Lomas de Zamora, de un rechinar de coches y unas manos de fierro que nos habían separado para nunca jamás en el marco de la infame guerra sucia que asoló al sur del continente en el siglo pasado.  Tras largos recorridos mentales producto de tu estudio en las inhóspitas cumbres rarámuris habías llegado al fondo de tus reencarnaciones y las mías.

Encierros, lágrimas, dolor del que lacera, grilletes en los pies, esos habían sido los últimos días de tu vida anterior oyendo como en el cuarto de al lado los esbirros se encargaban de arrancarme la piel.  Difuso viniste a mí en la noche eterna que vivíamos y sin palabras te trepaste sobre el Río de la Plata dejándome tu adiós de hombre.

A fuerza de pastillas y menjurges me mantuvieran viva algunos meses.  Sola y sin ti, lo cual es estar inmensamente sola, me apagué como una flor sin sol hasta que un día inservible y estorbosa me treparon a un viejo avión destartalado lanzándome al vacío mientras la multitud enardecida celebraba su triunfo futbolero en el Monumental.  Esa fue mi última muerte y la tuya, me dijiste.

Antes de eso fueron los besos y el caminar tuyo y mío por la tierra aún calientita y recién hecha.  Tu venías mujer de las tierras donde las piedras se levantan y andan en cambio yo venía, me dijiste, de las tierras altísimas y heladas de donde viene el cóndor.  Sin otra voluntad que seguir mis instintos caminé ese sábado tus caminos profundos al ritmo frenético que nos daba el peyote en el parque sin nombre.  Tomé todos los rostros de la tierra y creí a pie juntillas todas tus palabras.

Los colores vibrantes bajaron convertidos en sol acuoso por tus plumas y por los cascabeles de tus pies.  Esta es la Coyolxauhqui, me cantó la voz de las palmeras que desde nuestra  posición se veían adornando la entrada lejana del Salazar Park.  El símbolo lunar estampado en tu traje se trepó a mis pulmones y desde allí me obligó a corretear sendero abajo, o arriba, todo según la sangre que nos forma, adentrándome en las tierras ignotas y rojas del poniente, allí donde deambulan sin descanso las mujeres muertas.

Riéndome me encontré con gentes olvidadas y alguna vez queridas que arrancaban pedazos de mi piel en una Bogotá que odio y que hoy no existe.  Tu lengua en mi lengua y mis piernas envueltas en las tuyas a caderazos me rescataron de ese recorrido lento y agradable.

Llevado de tu mano trepé Citlaltépetl arriba desgarrando mis dedos hasta llegar al fuego.  A nuestros pies se arrodilla la tierra flagelada, decías trayéndome de vuelta a la realidad de nuestros cuerpos desnudos.  Yo soy quien limita mis sueños alcancé a decirte antes de derrumbarme en ti.

A pasos titilantes dejamos nuestro parque secreto y tambaleantes y llenos de nosotros retornamos por la Whittier sonámbula al calor de los danzantes en el Salazar Park.  Con contadas palabras y mucho acariciar recreamos la mentira de ser uno.  Yo tomo lo que venga adaptándome a la comparsa y eso tú lo sabías.

Mudaste tus piedras, ropas y tu rostro a mi cuarto para el lunes siguiente y en larguísimas sesiones de introspección hiciste que cada vez más me adentrara en los laberintos de tu mente.  Los adioses empezaron muy pronto.

Quebrando el alba me despertó un día tu voz prefigurando tu partida y dándole alas a  mi soledad de botellas rotas en el rostro.  Pinche alucinada, debí decirte, pero en ese instante yo miraba el mundo a través de tus ojos que habían transformado para mí los hechos cotidianos en magia trascendente.

Llena de una tristeza dulce de pronto me abrazabas en mitad de la cena o en la calle de lluvia advirtiéndome que segundo a segundo la clepsidra de tu tiempo se iba agotando sin remedio y que me preparara para un posible adiós, más bien un hasta pronto, musitaba tu boca dentro de la mía.

Yo, que nunca tuve a nadie solo al odio, me aferré a tu presencia que como un espejo de la casa de sustos regresaba engrandecida mi imagen de pobre diablo llenándola de luz y de grandes presagios.

Me gustó cuando lloraste frente a la mar dormida.  Hoy me han matado innumerables veces en Siria y en Darfur y en Eritrea y en Antofagasta me han vendido los mercaderes a precio de subasta, me dijiste un día descorriendo los velos y anegando la mar helada con tu llanto.  Hecho a tus faramallas el día de tu última muerte te regresé el abrazo de despedida rumbo de mi trabajo con la misma simplicidad de siempre.

Fuiste hasta la puerta y me encaminaste al coche.  Siempre estaré contigo, volveremos a vernos en Sevilla, me dijiste criptica a mí que solo tengo estos ojos y estas manos y este presente atosigante.  Al paso de los días cada pieza del rompecabezas toma sitio y tu locura no ceja en su rutina diaria de atormentar mi soledad.  Como suele suceder por medio del teléfono fui a dar hasta tu coche destrozado.

Alérgico a los uniformes dejé que los demás se ocuparan del por qué tu coche fue a estrellarse inexplicablemente contra el muro.

Una hermana tuya vino desde el olvido a hacerse cargo de todo mientras yo, inescrutable y solitario, daba la espalda adentrándome como siempre en la noche del odio esperando desde ya como un poseso tu próximo retorno que sin duda y conociéndote como te conozco antecederá al mío.

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José Manuel Rodríguez Walteros (Bogotá, Colombia) es un escritor que se radicó en California hace más de 20 años. Novela y cuento, a veces poesía, están en sus creaciones que han sido galardonadas aquí y allá. Premio Fernando de la Mora, en el Juan Rulfo, mención especial Casa de las Américas y Letras de Oro, entre otros, dan fe de su quehacer literario. Ha publicado Las Voces del Enigma, novela, No más canciones para los muchachos muertos, Los cantos de la noche son los cantos del East LA y Las historias del Descifrador, en cuento. Pertenece al grupo literario La Luciérnaga de Los Ángeles con el cual lleva añales luchando por darle un lugar de relevancia a la literatura en español hecha en Estados Unidos.

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