Apoyados por políticos de la derecha anti-ciencia, algunos padres han salido a demandar que, en este tiempo de un COVID-19 letal, se les permita a sus hijos ir a la escuela sin máscaras. Hablan de libertad y no sé qué otras cosas.
¿Será que esos padres están preparados a pagar el precio de cientos de sus hijos infectados, hospitalizados o hasta muertos en su intento por imponer su ´verdad´?
Los chimúes
Más de 500 años atrás, entre acantilados y la inmensidad del Océano Pacífico, el Reino Chimú sacrificaba a sus hijos para complacer a los dioses. Arqueólogos establecieron que en un paraje denominado Huanchaquito se sacrificaron 140 niños y más de 200 llamas en una sola ceremonia.
A los niños, de entre 5 y 14 años, les pintaban la cara con tintes rojizos y después les rasgaban el pecho con un cuchillo que quebraba el esternón y dislocaba costillas para llegar al corazón, que era ofrendado al Todopoderoso.
Una foto estremecedora, de National Geographic, muestra a una calavera pequeña y restos óseos que parecen abrazar a una llama bebé.
Se conjetura que la ceremonia era un acto desesperado para que volviera a reinar el equilibrio universal en medio de torrenciales lluvias e inundaciones que amenazaban la existencia de esta civilización precolombina que poblaba lo que hoy es Perú y Ecuador
Republicanos y su sacrificio
Hoy, 500 años más tarde, en Estados Unidos también están los que sienten amenazada su existencia: su existencia cultural.
Ven con preocupación cambios demográficos que reportan el paulatino declive del mundo anglosajón y buscan implementar agendas que limiten la inmigración y que obstaculicen el derecho a votar. Buscan la confrontación en cualquier terreno cultural y político que les permita reconquistar espacios.
En Florida y Texas, al igual que en otros estados con gobernadores y legislaturas controladas por el Partido Republicano, han encontrado un nuevo frente de batalla en lo que uno de sus viejos ideólogos, Pat Buchanan, denominó como una «guerra cultural».
Lo novedoso, inaudito y reprensible de los soldados ideológicos de este nuevo frente es que parece que están tan desesperados que no les importa arriesgar la vida de niños. No para evitar una catástrofe ecológica, como la que confrontaba el Reino Chimú, sino para defender un tortuoso concepto de libertad individual: la libertad de no usar máscaras en las escuelas en medio de una pandemia.
Tal vez el líder más destacado de este movimiento de derecha sea el gobernador de Florida. Ron DeSantis, quien es claramente anti-vacunas, anti-máscaras y anti-ciencia.
DeSantis, quien afirmó que usar máscaras no tiene una “justificación científica”, ha amenazado con retener los sueldos de los superintendentes y miembros de consejos de educación que se atrevan a promover el uso de máscaras en las escuelas.
El gobernador, que representa a los sectores más retrógrados del partido y tiene aspiraciones de heredar las fuerzas políticas del ex presidente Donald Trump, no parece muy interesado en la grave situación que vive el estado en el que se experimentan niveles de infección y hospitalización alarmantes. El 15 de agosto, Florida ya tenía casi 3 millones de casos, más de 40 mil muertos y una de las tasas de fallecimiento por COVID más altas del país, 2,798 por millón.
Dos semanas atrás, un empleado murió de COVID-19 en las Escuelas Públicas del Condado de Alachua, en Florida. Desde entonces, 55 estudiantes y 50 maestros se han infectado. Más de 350 han terminando en cuarentena. Y ya hay niños hospitalizados.
En Mississippi, otro de los estados rebeldes, a solo una semana de reabrir las escuelas la situación fue tan crítica que varias instituciones de educación media y secundaria tuvieron que cerrar y retornar a clases virtuales.
Cuando se escucha a un padre decir que los niños no necesitan las máscaras, que no necesitan ser vacunados “porque tienen protección divina”, suena a fundamentalismo medieval. Es el pensamiento anti-ciencias que la derecha conservadora utiliza para atraer a oportunistas políticos y a “idiotas”, como los caracterizó sin mucho protocolo la Supervisora del Condado de Los Ángeles Sheila Kuehl.
¿Acaso no importa si los niños se infectan con COVID-19 o si infectan a otros? ¿No importa si terminan hospitalizados? ¿No importa si mueren? ¿No ven en los reportes televisivos a gente conectadas a máquinas en las camas de hospitales que relatan el padecimiento que están experimentando, reconocen haberse equivocado e instan a los incrédulos a que se vacunen?
¿Homicidio?
Hay evidencia de que algunos de los niños seleccionados para ser ofrecidos a los dioses en el Reino Chimú, no iban voluntariamente. Hay huellas que muestran que algunos eran arrastrados a la pira sacrificial.
En esa cosmología de horror, magia y seres supernaturales, el verdugo no era considerado un homicida, como lo caracterizaríamos hoy en día, sino que era un sacerdote leal a la doctrina prevalente.
En 2021, cuando DeSantis y otros republicanos sacrifican a nuestros niños al enviarlos a la escuela sin máscaras, lo hacen defendiendo una doctrina en la que las libertades individuales son sagradas. Pero, ¿no se dan cuenta que sus órdenes ejecutivas y sus proyectos de ley antimáscaras tienen consecuencias dramáticas? ¿Acaso no saben que no vacunarse, no usar máscaras, no mantener una distancia razonable, va a resultar en muertes?
Hasta se podría argumentar que en la decisión del gobernador no solo hay desinformación y despreocupación por la gravedad de la situación, sino que también cierta malicia. Me pregunto si más allá de su responsabilidad política, que tendrá que ser determinada en las urnas, ¿no hay cierta responsabilidad criminal que debería ser considerada por una corte de justicia?