1
Llegué a Nueva York en los noventa, cuando aún estaban de pie las torres. No lo estarían por mucho tiempo más y acaso mis cimientos interiores tampoco. Pero en esos momentos yo desconocía la inminencia de ambas demoliciones.
Por esos días, la sensación térmica de Córdoba era de cuarenta y cinco grados, pero en el aeropuerto JFK debía ser, por lo menos, de cincuenta grados menos, cosa que mi biología agradecía.
Jane estaba en el hall de los arribos. Reconocí su cabellera de cobre entre la multitud, esa grey de ansiedades seleccionadas por el azar. Su largo beso me devolvió un perfume infinitamente ansiado; el de la noche que pasamos juntos en un hotel de Buenos Aires. Y fue como si a un campesino le hubiera sido dado recobrar, por un segundo, la olvidada fragancia del paraíso.
En Queens tomamos un taxi hasta Manhattan atravesando caseríos blancos y bosques negros de enorme vegetación helada. Pero mis sentidos no se quedaron con el registro de lo desconocido sino que recogieron el aroma familiar de la mujer que me abrazaba, acaso como una reminiscencia del útero materno.
Una vez en el departamento nos impacientamos por reeditar lo vivido aquella noche en Buenos Aires. Y al caer la tarde, salimos por el barrio. Jane vivía en Murray Hill, un conjunto de edificios de pocos pisos entre el Down Town y el Central Park. Pero esa “insignificancia edilicia”, como ella me explicó, era para mí el nuevo ombligo del mundo, ese desde el cual acababa de nacer en los Estados Unidos.
Esa tarde oscureció muy temprano, como indicaba el flamante solsticio de invierno, y en una plaza helada, Jane me invitó el primer “pretzel”. Por la noche y mientras nos dormíamos, me confirmó que su madre me tomaría como empleado de su compañía. De momento, sería sólo un “blackjob” a siete dólares la hora, “lo que es un robo” me dijo en un arrebato de sinceramiento sindical. Pero ese dinero era para mí una verdadera bendición. No sólo porque me había propuesto devolverle a ella el pasaje, sino porque quería mandarle una buena suma a Mariana.
Es cierto que mi relación con Mariana era mala y, sobre todo, perversamente ambigua; pero yo jamás le había mentido. Le había dicho que me iba un tiempo a los Estados Unidos con una mujer que había conocido, y le había prometido ayuda. Ella pareció entender y yo creí haberme explicado. Pero su imagen despidiéndome en Córdoba volvía todo el tiempo como un fotograma asesino. Le había pedido que nos dijéramos adiós afuera del aeropuerto. Pero en la puerta de ingreso me di vueltas. Y ella me hacía señas a la distancia, como si más que saludar me estuviera indicando la vuelta a casa. Su figura pequeña en nada difería a la de los chicos que la rodeaban, abriendo la puerta de los taxis.
2-
Al tercer día le escribí a Mariana mi primera carta; algo que haría, sin saberlo, durante cada noche de mi vida en Manhattan. Le contaba la noche de Navidad, la primera que pasaba fuera del país, y también mi primer día de trabajo con un montón de latinos cortando cueros para pegarlos en hojas satinadas. Yo estaba en una compañía de “Leathers Trains”, fabricando catálogos de zapatos. Eso fue lo que me había explicado missis Frida, es decir “mi suegra”, que jamás me habló de su hija. En la oficina, las horas no se pasaban nunca. Y entonces aproveché para charlar en español con unas portorriqueñas pero también en portugués con dos brasileras que no se comunicaban con nadie. Y todas me contaron una historia parecida; que eran recién llegadas al país, que necesitaban dinero, que habían dejado un novio o un hijo y que el trabajo de los cueros era, de momento, su única salvación. Y también que se habían echado “un novio americano” y se sentían poco menos que prostitutas; algo que comprendí muy bien.
Cuando llegó la hora del almuerzo, missis Frida nos dio media hora y yo me fui a un carro mejicano a comer “burritos”; los primeros de una serie infinita para ese obrero latino o ese “latin lover” (así me decía Jane) en el cual me había convertido. Así que, en un acceso de reposición de energías, puse toda la salsa picante. Y fue como morder un panqueque de lava. Mi bocado quedó ardiendo en la vereda, como un escupitajo del Popocatépetl.
3-
El fin de semana, fuimos con Jane a caminar a orillas del East River y luego nos encontramos con tres amigas en un bar. Mientras escuchaba aquel parloteo anglosajón, mi novia me traducía algunas indiscreciones sobre mi persona dichas entre risas: “He is so cute, but he looks like he just got off a horse”; “he looks like a romanian drug dealer”. Y la que más estridencia causó: “Is he riding your cotton-pony, Janie?”, dicha por Emily, una amiga obesa. Acto seguido y casi a modo de resarcimiento moral, las chicas me regalaron un gorro de invierno de los Yanquees, el equipo de béisbol local. “Thank you” dije. “You are welcome” me respondieron. Y yo traduje: “sos bienvenido”, algo que escuchaba por primera vez en la vida.
En esos momentos y mientras las chicas me disfrazaban de un ridículo Santa Claus azul, miré a la distancia donde se perdía el río. Y como un sueño colgando en piedra, apareció el Puente de Brooklyn carcomido por la niebla. Yo había leído a Henry Miller y a Salinger. Yo había visto películas de policías que cruzaban el puente y cuadros de Hopper. Pero la visión de aquel prodigio nada tenía que ver con el cine o la literatura. Era como encontrarse una ballena en alta mar y sólo haber leído “Moby Dick”.
Prometí que cruzaría el puente inmediatamente pero no con Jane. Me dije que sería mi primera expedición en solitario por la ciudad, algo que necesitaba de manera urgente. Sin embargo, fue la segunda; porque la primera tuvo lugar al día siguiente, durante la mañana de un depresivo domingo sin fútbol. Jane dormía las cervezas de la víspera, así que le dejé una notita avisándole que volvería para el brunch. Bordeando el East River pero en dirección opuesta, llegué al Yanquee Stadium, la cancha del nuevo club del que era hincha. Para eso tuve que atravesar Harlem. Yo no sabía que estaba siendo la hora de misa pero me vi parado en un templo, escuchando coros que golpearon mi pecho como un laúd. Cuando hubo salido toda esa feligresía negra que me miraba como un marciano o me ignoraba como a una cucaracha, caí en la cuenta de que yo era el único blanco del barrio, y encima con un gorro ridículo. Entonces, entre la multitud, una anciana se apiadó de mí y me dijo: “God bless you”. Y por primera vez me sentí realmente “bienvenido” a los Estados Unidos.
Al remontar las calles me detuve ya no ante un templo sino frente la Biblioteca Pública. Y me dije que allí me anotaría para estudiar inglés. “¡Pero si dijimos que irías al Down Town! -me había advertido Jane- ¿No ves que es un barrio peligroso?”. Yo asentí, pero no obedecí sus advertencias.
4-
Las clases de inglés eran tres veces por semana. Y al salir de mi trabajo en el Down Town, remontaba las calles hasta Harlem. En ese período, aprendí más inglés que en toda mi vida. El profesor se llamaba Edward y no hablaba una sola palabra de español, iraní o mandarín, para citar algunas lenguas de sus alumnos. Y tal vez por eso era tan bueno. Edward nos explicaba expresiones y fonética, frases y escritura; y de vez en cuando nos enseñaba una canción. Recuerdo la letra de “Guitarra vas a llorar” y también de “Something” en una horrible versión de Frank Sinatra.
Mis días transcurrían en el trabajo cortando cueros y pegándolos para una futura encuadernación de lujo que harían en un taller. Pero ese “mettier” me tocó finalmente a mí. Y pensé que missis Frida confiaba en mis cualidades o quizás tendría mejores planes para mi persona, pero no fue así. Y es que el privilegio de mi “mother-in-law” terminó siendo una tortura. “We have to clean the basement”, me dijo al terminar con los libros. Y todavía recuerdo esa palabra recién aprendida, “sótano”. Así que, con una carretilla, tuve que sacar rollos de cuero inservibles, libros de moda perimidos y folletería amarillenta. Y tirarlo todo en un callejón trasero de Broadway seguido de la orden de “garbage”, dicha casi en alemán militar por missis Frida. Eso duró una semana entera. Y aún recuerdo que, mientras dejaba las bolsas en la vereda, divisaba las torres al fondo de Broadway contra el cielo. Parecían el rey y la reina de algún juego de ajedrez ciclópeo; piezas de mármol blanco ante las cuales, las otras de cemento, perderían la partida. Sin embargo, ni la cruz ni la corona de sus realezas se distinguían contra el cielo. Sus puntas habían sido tragadas por la niebla como un presagio.
5-
Debido a nuestros horarios de trabajo, con Jane nos veíamos cada vez menos. De noche estábamos cansados y ella solía tirarse en un sillón a ver los Simpsons, cosa yo detestaba. “Me despeja de los tribunales”, solía decirme. Y entonces, sirviéndome de su cerveza, yo me iba a la pieza del fondo y me sentaba a escribir cartas para Mariana y mis amigos. Esto duraba hasta la medianoche o más. “¿Qué hace todo el día tu latin lover encerrado con esa máquina?” le había preguntado Chauncy, una amiga depresiva que solía venir a charlar de sus problemas (un novio que la dejaba sistemáticamente y al cual ella volvía, sistemáticamente también). Jane le había dicho: “Maxi es escritor… Seguro que está trabajando en alguna short story…”
A veces pensaba que sólo había venido a Nueva York para escribir cartas desde el “barrio gris”; para pedir perdón por tanta desolación emanada mi persona. Y lo sigo pensando.
Por suerte y tras una remesa de trescientos dólares a Mariana, había alcanzado a juntar el dinero para devolverle a Jane y el monto para pagarme la vuelta. Cuando pocos días después le avisé que regresaba, su expresión fue tan resignada como triste; sabía que mi decisión era indeclinable. Además, yo me quedaba sin trabajo. “Igual podríamos buscar otra cosa” me había sugerido tímidamente. “No way”, le respondí con sus palabras cuando quería ser terminante.
6-
La noche previa a mi último día laboral, Jane decidió organizarme una “despedida”. Fue en el “Rodeo”. Y yo pensé que no podría haber un mejor bar para sus amigas, que tanto adoraban cabalgar “caballos de algodón”.
Durante uno de mis viajes en busca de cerveza, la depresiva Chauncy se pegó a mí. Y entre esa multitud de mejicanos, noté que su rostro me imploraba algo. No supe qué, pero al mirarla me besó como nunca Jane lo había hecho. Estaba borracha, pero el alcohol no le quitaba lucidez a su melancolía. “I think I love you”, me dijo. Yo no supe qué hacer, pero me escuché diciendo “me too”. Y luego le expliqué que yo amaba a todo el mundo, y que a la vez sentía que no amaba a nadie. No sé cómo se lo dije, pero lo entendió. Y es que yo notaba que el amor no tenía que ver con los besos o el sexo. No era eso lo que me había enamorado de Jane o de Mariana, sino la tristeza de cada una, su pedido sordo de auxilio o de cariño. Y eso me pasaba con Chauncy también. Y pensé que si ellas me amaban a mí, era porque el sexo era menos importante que la piedad.
Una vez en casa y con Jane más borracha que Chauncy, nos unimos por última vez. Ya no era el perfume al champú de antaño sino el corrosivo aliento del tequila. Cuando por fin se durmió, yo le escribí algo que nunca le di. Era en inglés, y quise decir algo parecido a lo que había escrito George Harrison sobre su guitarra, “while my american girl gently sleeps”, decía. Sólo que ella no se parecía a una canción de Los Beatles sino al brutal silencio de Hopper.
7-
Mi último día de trabajo me deparó una diligencia absolutamente nueva. Missus Frida me pidió que envolviera diez catálogos y los llevara a diferentes consultoras del Down Town. Y eso fue lo que hice, me volví un cartero privado por oficinas de un lujo apenas concebible. Sin embargo, el último encargo no fue en una consultora sino en un edificio de cueros. Pregunté por el encargado y la secretaria me dijo “just a minut, please”. Y luego de hablar por teléfono me dijo “tenth floor”. Era el último piso o, más exactamente, una terraza cubierta por encima del noveno. Esta vez, la puerta del ascensor no se abrió a una oficina de lujo sino a una suerte de galpón infernal donde atronaban doscientas (o tal vez trescientas) máquinas de coser. Allí, dobladas sobre la costura, cientos de chicas morenas y negras cortaban cueros, mientras otras manufacturaban ropa de trabajo. Muchas levantaron la cabeza y me sonrieron con alegría; estaba claro que la llegada de un intruso era todo un acontecimiento allí.
Tras entregar el paquete, el encargado me agradeció y les dijo a las chicas “ey, girls, you can to speak to him in spanish”. Y entonces, una colombiana me saludó en mi idioma. “¿Tenés mucho trabajo?” le pregunté. “No se termina más… Y todavía nos falta la mitad del día”, dijo. Y volvió a doblarse sobre un paño.
En medio del estrépito fabril, vi rostros de mujeres sufridas y demacradas, tal vez enfermas de pasarse doce horas encerradas bajo órdenes de producción estricta ¿A dónde irían las remesas de esas mujeres? ¿A qué desdichados padres, a qué añorados hijos, a qué novios recordados, llorados y olvidados?
El encargado me miró con expresión satisfecha, como diciéndome “este es, sin dudas, el país de las oportunidades”. Yo lo saludé con un apretón de manos sin mirarlo, y luego dije un “hasta luego, chicas… Se merecen algo mejor…” con una emoción que no entendí de dónde me venía. Y cuando estuve en el ascensor, lloré por primera y última vez en los Estados Unidos.
8-
El día previo a mi partida recibí dos cartas. La primera era de Mariana y la segunda, mía. Mariana me agradecía los dólares pero me decía que todo había terminado entre nosotros, que se mudaba a otro departamento, que necesitaba arrancar una nueva vida alejándose de mí y, lo más importante, que ya tenía con quién. Cuánto que la entendía… Creo que, a pesar de todo, seguía siendo la mujer con quien mejor sintonizaba en el mundo, acaso porque sólo sabía dar y pedir piedad.
La otra carta, la escrita por mí en la máquina de Jane, me fue devuelta al rebotar en una casa ya vacía. Y la leí como si me la hubiera escrito a mí mismo. La carta hablaba de la necesidad de distancia y la inminencia de la soledad, pero en un tono mucho más duro de lo que Mariana hubiera usado conmigo; cosa que yo realmente merecía.
En el JFK y tras remontar aquella selva nevada, Jane me abrazó por última vez. Le pedí que nos despidiéramos en el taxi y me dejara solo en el aeropuerto y me hizo caso. “Es uno de los good by más tristes de mi vida” me dijo. “Para mí también” le contesté, con toda la sinceridad del mundo. Pero cuando me di vueltas, Jane había desaparecido. Una plataforma helada con taxis amarillos fue la última fotografía directa que obtuve de Nueva York. Y, por cierto, no daba para ser impresa en una postal.
Un día después y al llegar a Córdoba, nadie me esperaba en Pajas Blancas. Tenía solo diez dólares para el taxi y apenas cien para arrancar una nueva vida. En el estacionamiento, un nene me abrió la puerta. No tendría más de ocho años y el tamaño de Mariana, que ya no estaba allí. Busqué algo para darle, pero sólo encontré unas pobres monedas de cobre. El chico me miró desolado desde la ventanilla, y antes que el chofer arrancara le dije: “esperá un segundo”. Y sacando de mi bolso de mano la gorra de los Yanquees, se la di. “Tomá, cabezón… Para que usés en invierno”, le dije. Y al chico se le iluminó la cara.
Lo vi por la luneta del coche con aquel gorro de Papá Noel azul, rodeado de niños que se reían y festejaban esa Navidad que yo me había perdido.