Perejiles: A 43 años del golpe cívico-militar en Argentina, crónica de cuando estuvimos en peligro

25 de julio de 1976. Peugeot 504 azul destartalado acercándose por Ruta Nacional 9 en dirección noroeste-sureste a la ciudad de Villa María. Conduciendo la unidad un masculino de entre 35 y 40 años, acompañado de cuatro jóvenes, tres de ellos masculinos y una femenina. Atención control, cambio y fuera.

A cien metros de la vía que cruza muerta la ruta, patrulla del ejército efectuando control caminero de rutina. Automóvil Peugeot deteniéndose por orden del personal armado, es desviado hacia banquina derecha bajando los cinco ocupantes, los que son ubicados a un costado de la ruta de frente a la misma, a distancia uno del otro no menor a los diez metros. Oficial a cargo iniciando interrogatorio: primero el masculino conductor de la unidad demorada responde preguntas efectuadas a unos diez centímetros de su rostro; en segundo término la femenina.

Mientras aguarda su turno, el masculino que dice llamarse Emilio Meloni, 22 años, estatura mediana, cabello castaño crespo, ojos claros y bigote, palidece en el frío de su propio sudor. Sus piernas toman nota de la circunstancia, golpeando lateralmente entre sí a la altura de las respectivas rodillas, temblor que aumenta su frecuencia conforme se va acercando el militar. El instinto de supervivencia le hace girar la cabeza hacia atrás, como buscando socorro, algo que pueda salvarlo de lo que se avecina; y al voltear solo ve un muro del que brotan siluetas de cruces y mausoleos: El cementerio La Piedad. La señal.

Al volverse, Emilio encuentra los ojos del oficial, una mirada fija le clava dos puñales que, paralelos, salen por debajo de la visera castrense, penetrando entre las cejas del muchacho.

-¿De dónde vienen?

-De Córdoba.

-¿Adónde van?

-A Bell Ville.

-¿Qué van a hacer?

-Una obra de teatro.

Apenas dijo la última frase, Emilio comenzó a calcular la cuantía del disgusto que se dibujaría en la cara del oficial. Teatro igual a artistas, cinco artistas igual a cuatro maricones y una puta, igual a me los cargo, igual a me la violo, pensó que pensaría. Se equivocaba porque el rostro del milico manifestaba ahora la alegría que puede sentirse frente a una revelación, como un científico que ha buscado por años una fórmula secreta y ahora la tiene ante sí. El oficial tardó menos de diez segundos en develarle lo que por años deseó no haber escuchado.

-A usted lo conozco. Lo vi actuar hace tiempo en una obra… medio rara era. El Tren Fantasma se llamaba, ¿no?

       El Tren Fantasma. A Emilio se le derraman datos precisos. Año 1972, en escena gente en un parque de diversiones, el guarda del tren que invita megáfono en mano a vivir una travesía gratuita y alucinante; todos que suben y será tarde desde el principio en cada estación del pavor: Imperio de acero, Aquí se entregan las joyas, Garrote convincente, Obliteración de libertades, Futuro de grandeza. Y, en el final, La Araña Parlante: “¡Joven argentino, si tienes entre 5 y 95 años y vocación de servicio, ingresa a la Escuela de Suboficiales del Tren Fantasma, asegura tu futuro en una institución seria, al servicio de la patria!”, enuncia la tarántula, engullendo al Narigón, Oscar, Soria, Noemí, Carlitos y a él.

-El Tren Fantasma, ¿recuerda?

-Sí.

-Le digo una sola cosa: esa obra no me gustó.

La frase, casi en susurro, pareció retumbar en cada rincón del paraje, de la ciudad, del mundo. Emilio la sentía colarse debajo de puertas de cuarteles, comisarías y despachos; aparecer en titulares de la prensa escrita, televisiva y radial, provocar conciliábulos, corrillos, reuniones definitorias donde se tomarían medidas ejemplares, donde se aplicaría todo el rigor de la ley hasta las últimas consecuencias. Se encontró soñando un destino. Transporte a Fábrica Militar de Pólvora y explosivos, interrogatorio-golpes-gritos-agua-220w-gritos; posterior traslado a otra unidad militar y entonces el gris que torna a negro en la noche inacabable.

Despertó. El oficial discutía con sus compañeros.

-El guarda del tren vestía como militar ¿qué significaba eso?

-Nada, el maestro de ceremonias del circo viste así.

-Pero parecía una crítica al Ejército…

-No, no, en realidad nos referíamos a las potencias foráneas, ajenas al sentir nacional, señor.

-¿Y siguen haciendo eso?

-No, ahora estamos representando dos sainetes de autor nacional : “El teléfono” y “La máquina de escribir”, de Enrique Wernicke. Vaya a vernos esta noche, está invitado.

Y a nuestros inconscientes les dio vergüenza agregar: ¿vio qué buena gente somos, qué  bien nos portamos?

-Sigan viaje. Pero ojo con lo que hacen, esta noche voy a verlos, tengan cuidado. ¿Vieron lo que le pasó a Santuchito, los otros días? Bueno, esta joda se va a terminar para siempre cuando todos los que son como él, los simpatizantes y los indiferentes, estén sepultados cinco metros bajo tierra. ¿Entienden?

El Peugeot 504 azul destartalado viajó en silencio los 55 kilómetros que separan Villa María de Bell Ville sin que ningún actor atinara a mirar atrás. Solo muy de vez en cuando se miraban, unos a otros, para convencerse de estar vivos.

Esa noche, cinco autómatas representaron correctamente dos inofensivos sainetes argentinos sintiendo que en la oscuridad de la sala podían estar abriéndose las puertas del infierno.

Pero nada sucedió. Y ocurrió todo.

Porque fue aquella la última función del elenco. Sin discutirlo, disimulando para no reconocerse en la derrota frente a una realidad aplastante de cuerpos y conciencias, fueron espaciando los encuentros, suspendieron ensayos, demoraron nuevas funciones y se reunieron cada vez menos, hasta verse perdidos en la duna de un desierto sin límites ni presencias, apartados de lo que por años construyeron para respetarse desde el arte, refugiándose en los modos del exilio interno, el trabajo, el estudio, el silencio, la parte de abajo de la cama.

El tiempo fue pasando, con la pesada lentitud que le infecta el miedo; pero el final seco y triste de aquel grupo persistió en un interrogante que anegaba el pensamiento de Emilio Meloni en las tardes del invierno largo: ¿Por qué los dejó ir? Una simple orden del oficial y los desaparecidos hubieran sumado treinta mil cinco. Pudieron enterarse de algunos detalles del procedimiento, que el militar pertenecía al Servicio de Inteligencia, que su apellido sería Martínez, que el grupo figuraba en listas negras. Pero entonces, ¿por qué los dejó ir? Entre tantas, una sospecha lo atormentó por años haciéndole sentir la turbación silente del cobarde. Los dejó ir porque no los consideraba peligrosos; porque para el oficial, para ese guerrero celestial que blande el inmaculado sable de la pureza, cuatro maricones y una puta eran apenas un mal olor pasajero.

Nadería. Perejiles.

David Metral

Nació en Villa María, Córdoba, Argentina, en 1953. Es profesor de Historia recibido en la Universidad Nacional de Córdoba. Alterna sus vocaciones entre los estudios históricos, el teatro y la literatura. Es actor desde los 17 años. Protagonizó más de cuarenta obras teatrales y la miniserie televisiva EDÉN. Obtuvo el Premio Trinidad Guevara (1981) y participó en festivales nacionales e internacionales, entre ellos: El Festival Cervantino (Guanajuato, México, 1983) y el Festival de Caracas (Caracas, Venezuela,1983). Sus notas de análisis político e investigación histórica han aparecido en diversos medios. En 2010 publicó, en colaboración con Jorge Piva, el ensayo epistolar "De Kirchner a Perón, ida y vuelta".

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