Cierra los ojos y déjame abrazarte. Apóyate aquí, en el hueco de mi hombro izquierdo, es menos huesudo, más cálido. Te quiero mucho, ya se terminó la noche, se fue, piensa que estaremos de fiesta más adelante, alegría, que saldremos a pasear a las montañas y nos anegaremos de risa en los recovecos de agua dulce y ramas tiernas.
Vamos, piensa conmigo en un lugarcito en la sombra y la tierra húmeda, un espacio circular por donde se pueda reunir la gente. Sentarla en fila, distribuirla, enumerarla,. Acariciarlos a todos. Puede ser un anfiteatro, un iglú, O el círculo que en la arena dibujaste con una pluma recién pescada de la resaca de gaviota blanca. Vámonos por allí mientras gozamos de esta lluvia y nos rescatamos, desde el centro de nuestra casa con árbol y perro y techo sólido y el silencio que crepita en el hogar…
Recuéstate sobre este lienzo para que yo dibuje de memoria algunos días y noches amarillas. Ahora, apóyate en la esfera pulida de mi rodilla. Sígueme con nuestros ojos cerrados mientras parimos juntos una historia sin luces, un cuento sobre el muñeco de solitarios contornos. Señalemos en silencio, de memoria, los nombres de la gente en el círculo. Allí se sentaban, de izquierda a derecha, uno a uno, los nombres de nuestro sueño compartido.
– ¿Tú crees que sea posible un sueño compartido, vivido al unísono, durante la misma noche, durmiendo? ¿Durmiendo, descansando poro a poro en la misma oscuridad, en el mismo silencio sobrecogido por el quejido de las paredes? ¿Crees que podamos simultáneamente ver a la misma gente, desplazándose hacia el mismo destino, criando las mismas costumbres, pareciéndose a nuestras propias historias? Entonces, mi bienamada, sueña conmigo un destino liviano. Relájate en mis labios. Deja que el cuenco de mi mano recoja el escalofrío de tu pecho mientras crecemos por dentro en pasión y esperanza. Descansemos por fin de esta niebla transparente y ajena. Volvamos a ese círculo de tiza con que dibujábamos en la arena del pensamiento a los dolorosos peones del olvido.
En el circulo, casi a tientas, sentimos los alientos de nuestra gente. Son jóvenes todavía, todavía están vivos, no les ha golpeado el pálpito ni un presagio ni recibieron de cabeza una lección valedera. Son carnes y ropas y palabras y la sal desgraciada de su futura sangre cautiva: Jorge, Mario, Graciela, nombres ubicuos, eternos: la joven Paula, Ernesto, Lilit, Juan José o Juanjo y el Sabueso.
Los ojos de Paula expresaban una sorpresa continua y no mucho más. O quizás no nos dábamos cuenta de que lo suyo era un horror profundo, un disgusto íntimo que ella misma ignoraba y que lo encontré de casualidad porque allí lo dejó en mi abanico de ternuras, y que catalogué a partir de la palidez de los faroles que recorrimos.
Paula rubia, que se volvió corpulenta, pesada. Tanto que cuando la encontramos frente a frente después de que todo terminó en la estación de autobús te reíste de lo que consideraste que eran mis gustos extraños, pero también de tus expectativas, de la imaginación que entre los dos utilizamos para crear un espectro. Porque a través de mis historias, de la forma con que yo describía sus besos o sus caricias te dibujabas una mujer bella, esbelta o inteligente o sensual como si hubiese sido la última mujer de mi vida. Pero la verdad es que Paula, la joven, fue nada más que el episodio truncado de algunas noches de una primavera que se adelantó al calendario con su impaciencia de estudiante. Del sopor en la calle de un pueblo del sur que se derrumbó sin más motivo que haber existido durante una sola tarde. Es la verdad.
Para vos, el Jorge de aquella noche, fue notablemente noble hasta el final, hasta después que te perdió e incluso mucho años después que lo olvidaste. Su vaquero ajustado, su camisa con casi todos los botones abiertos, un peine en el bolsillo posterior izquierdo, el jopón de pelo rebelde, un condón sorprendente y nunca usado en el bolsillo posterior derecho. Jorge mintió durante los interrogatorios solamente para no renunciar a su imagen propia de dueño de verdades permanentes e inmutables, Jorge para quien mentir era una manera de expresar su única manera de ser real, porque siempre estuvieron sus mentiras asidas con su puño al revés, incrustadas debajo de su camisa o dentro de su zapato, Jorge de quien evoco más que nada sus lágrimas profusas al contarnos las historias, apelotonadas en glóbulos inquietantes, ensordecedoras y hábilmente sonsacadas a partir de su imaginación, su miserable grandeza, su delirio de ser quien nunca sería. Jorge pudo habernos traicionado pero nunca fue nuestro ni de nadie, y dejó a todo el mundo, él mismo incluido, con la certeza de que se había arrepentido y de esa manera retornado como siempre a tu tribu, al grupo de tus hombres pretendientes regalones e imposibles. Al grupo de los hombres valiosos.
El Sabueso era chileno como sabés, amor. Era casi un niño cuando salió al exilio y lo siguió siendo hasta el día en que se apoderaron del general y le reventaron el nombre más allá de su incorruptible casaca, mancillaron su buen nombre de general querosén, no le alcanzaron las maldiciones de los buenos de la tierra cuando lo levantaron con silla de ruedas y todo desde el fondo del pantano. Citaba a Neruda a quien sabes aborrezco, exageraba su amor por la letra bien puesta, su cuidado en el oficio de corrector, tachaba tráfico por tránsito, inventó las buenas medidas, las leyes inquebrantables, el consonante del libre albedrío y rompió con todas las reglas de la clandestinidad cuando fue a consultar a un profesor de la universidad la acepción que ciertos vocablos nuevos y revolucionarios deberían tener.
Ellos fueron de los pocos que quedaron con su hálito intacto después del rompimiento, el desbande y el alejamiento del grupo. Y después, años de distancia, seis países, tres continentes y muchos hombres y mujeres ajenos a la infamia y la traición con que ellos, los que sobrevivieron el hierro ardiente, trataron de sobrecoger sus vidas de la amargura y el recuerdo del fuego y los horrores.
Fue una tarde de lluvia como ésta, sin nombre, lejos de esta casa y todavía a la interperie que nos reunimos para repartir tareas. Eramos dos, luego tres en el momento de la evocación. Quizás habíamos bebido demasiado. La bebida se incorporó como mejor pudo a nuestro elemento, uno más de castración y sueño para nuestros juramentos y omisiones rarísimas, contradictorias. Las sombras de las botellas se proyectaron como fantasmas en nuestras mesas cotidianas. Y el espectro de lo que nunca pudo nacer revoloteaba encima de nuestras miradas. O bien quizás exageramos en las dosis de café, me gustaba demasiado cargado para mostrar mi maestría en el arte del control o bien mi sacrificio en la necesidad de quedarse despierto a la hora de la guardia y del cuidado de la puerta.
–¿Quién está allí?, preguntaste, inquieta, asustada, silenciosa debajo de tu negrísima casaca. Y luego, como nadie contestaba, más fuerte –¿Quién es?
Era él afuera, y la lluvia, fresca como una limonada, jugaba con los botones de su camisa de franela.
Tal vez en realidad obré mal al tomar tanto café: hasta hoy las manos me tiemblan, todo lo que me recuerda aquellos momentos me causa náusea, y vivo entre la violencia de extrañar el café y el asco que me da ver proyectada en la oscuridad la silueta de una taza negra y humeante como el polvo de la derrota.
Y recordando a Paula, la joven, dejé a quienes recordaban conmigo y me fui al patio de atrás de la casa. Allí todavía conservo un baúl, lo que llamamos un baúl de conmemoraciones, en donde con cada mudanza terminé por arrojar los cuadernos de garabatos y frases imposibles que recogían la escoria y los ecos de nuestras reuniones: sesiones de bulla, le dábamos vueltas al lenguaje como si fuese el cordel de un garrote vil, iluminábamos las reuniones como clases de anatomía, como si estuviésemos estudiando el ojo humano y no la noche de los pueblos, ni las clasificaciones agrias de los monstruos y enemigos de la tierra y en cambio sí alguna palabra tierna, unas líneas de Quasimodo que retornaron después a la alacena de mi nuca:
“Cada uno está solo en el corazón de la tierra
Herido por un rayo de sol
Y en seguida, es de noche.”
—
Los dos sabemos que era él, Ernesto, el que estaba afuera y esperando, conmocionado de tensión, y que venía a buscarte para llevarte con él, para salvarte. ¿Quería ahorrarte el sufrimiento de evocar? O solo había pasado por la casa porque sabía que allí nos reuníamos todos los que en algún momento habíamos confeccionado el periódico como quien cose hoy el pañuelo inmenso de la sida, agregándole la tinta de nuestra esperma de tanta revlución sin nacer, un hilo de respiración por donde fluyese la savia de nuestra vida ida y vuelta, sin cambios ni modificaciones ni números nuevos para repartir.
Se diría que siempre imprimíamos el mismo diario. Corría un ángel de una boca a otra, llevando las palabras, las ideas, los hilillos de nuestras salivas de uno a otro lado y aterrizaba exhausto en cualquiera de las cuartillas blancas que luego se acumulaban acarameladas en un cuaderno, y lo dábamos vuelta y volvíamos a escribir en el otro idioma y todo lo mismo. Pero Ernesto era el maestro, el sueño que te obsesionaba, el hombre fuerte, el que golpeaba ahora la puerta con la seguridad de poseerla de ambos lados, como te había poseído, y él venía a buscarte para que no te empapes en el vino del recuerdo conmigo, para que no te canses antes de lo necesario, porque él hábilmente lo entreveía. Porque él lo causaba. Ernesto que era el más alto y también el de mayor autoridad y también al que vos querías.
¿Se abrió la puerta? ¿Salimos del escondrijo, asustadizos, revoloteando casi ciegos ante los faroles que nos acusaban? ¿Quiénes eran los de negro, quiénes venían gritando con Ernesto para llevarnos, separadamente, para golpearnos, esconder nuestras cabezas entre sus pies y llevarnos durante kilómetros hasta la pastosa presencia de la sala de interrogatorios, ciegos, ciegos? ¿Y Ernesto, qué se hizo de él?
Lo has soñado todo, mi amor. Todo fue un sueño, una terrible pesadilla. No fue verdad. No hubo amague de incendio, ni guarniciones de soldados punzando nuestra espalda, ni el grito de alguna de nuestras madres lamentando nuestra muerte. Nunca fuimos castigados por nuestra torpeza.
—
¿Otro vasito? No tengo tiempo para decirte lo que realmente sucedió. No tengo tiempo para perder mi vida detenido en el pozo de la desdicha. La falta de tiempo es el cancer del espíritu, el precio que se debe pagar por su descubrimiento, rociado de bramidos estentóreos, enjambres de besos amenazadores, como un jinete que se pierde en la bruma y en medio del ruido: es el día que se acaba.
Salimos con titulares espectaculares: el gobernador corrupto. Enumerábamos uno a uno sus canalladas, sus amoríos, sus matanzas y desapariciones. Estábamos a punto de reventar de ansiedad. Graciela, Juanjo, Mario se desovillaron, desconectaron la matriz que atormentaba sus mentes y alimentaba su necesidad de trascender por encima de todas las cosas. Desaparecieron con sus cuerpos a cuestas detrás de unos tachos de basura seguidos de los papeles de sus borradores y pesquisas. Apagaron las luces de sus veladores, vaciaron sus ceniceros.
Lilit se fue con la noche, desnuda tal como vino, delgada como una peligrosa y hambrienta tigresa de batalla. Lilit la traviesa, la que no nos tomaba en serio, la que utilizaba el espacio brevísimo, lapso en que se quitaba los lentes y me miraba con su ternura infinita a los ojos para pensar en la frase consoladora que hiciera mella en mi desesperación. Lilit fue la noche, fue el pleamar de aquellas aventuras. Hasta que la perdí de vista.
—
No sé qué hicimos para sobrevivir. Yo dije lo que tenía que decir. Ernesto, el único que sabía que te llamabas Paula, apareció en un diario que contaba de un enfrentamiento armado. De los demás me voy enterando un poco cada año. Los tengo en mi puño.
A tí, fantasmagórica, irreal, llorando sobre el hueco de mi hombro izquierdo.