Pienso en Nínive

Siempre me fascinó la ciudad de Nínive. Desde que escuché por primera vez su mágico y olvidado nombre en tardes de la infancia hasta que supe, no mucho tiempo después, que Jesús la había nombrado como ejemplo de arrepentimiento.

Como quiera que sea, mi fascinación empezó como todas las fascinaciones; por la imaginación más que por el conocimiento. Pero cuando de adulto empecé a leer sobre la última capital asiria, muchos datos empezaron a coincidir maravillosamente con mis intereses.

En aquella ciudad habían desenterrado el palacio de Assurbanipal, el último gran rey que, paradójica o maravillosamente, era una de las personas más cultas del mundo. Y acaso fue el paso de la guerra a la cultura (me digo) lo que marcó la decadencia de una civilización eminentemente bélica.

Pienso en nínive

Pocas veces vi una estatuaria tan fabulosa como los “lamasu” de Asiria; esos toros alados con cabeza de hombre y cuerpo de león vigilando las murallas. Aquellos gigantes de mirada menos vacía que hipnótica, parecían mirar el horizonte como en trance; querubines supervisando un paraíso urbano casi inconcebible en el desierto.

Tampoco había visto bajorrelieves tan “animalmente humanos” (si se me permite el oxímoron) como ilustraban las escenas de caza del palacio. Porque aquellos leones lanceados y sufrientes parecían pedir misericordia cuando aquella palabra todavía no existía en el mundo. (La traería Jesús 600 años después, y los escultores ninivitas no lo sabían por aquel entonces).

Pero la coincidencia más curiosa entre aquella ciudad y mi inexplicable interés, la pieza que le faltaba a un rompecabezas que se parecía más a un “déja-vu” que a la casualidad, la encontré no hace mucho. Fue cuando leí sobre la fabulosa biblioteca del rey Assurbanipal; la primera de la cual la humanidad guarda memoria. La historia es esta.

Mosul, paredón y después

En 1853, dos excavadores empezaron a desenterrar las ruinas de Nimrod, en las afueras de la actual Mosul. Y allí dieron con las murallas de la fantástica Nínive, que hasta ese momento sólo se mencionaba en la Biblia y parecía tan fabulosamente inexistente como la Atlántida o Eldorado. Los aventureros eran el iraquí Hormuzd Rassam y el inglés Austern Henry Layard. Y una noche, a solo una semana de haber comenzado sus trabajos, un enorme montículo de tierra se desprendió y Rassam oyó a sus hombres gritar «¡Suwar! ¡Suwar!» («¡imágenes! ¡Imágenes!»).

Allí, a la luz de la luna, aparecieron esas placas de piedra talladas más de 2.500 años atrás para las habitaciones del rey. Eran, según los críticos, “de una calidad que quitaba el aliento: escenas de una cacería de leones en Mesopotamia con una intensidad dramática que superaba todo lo que había sido hallado en Medio Oriente hasta entonces”.

Pero además de aquellos fantásticos bajorrelieves, el piso del palacio estaba tapizado de restos de la biblioteca real: pedazos de fabulosos ladrillos grabados en escritura cuneiforme. Allí y sin saberlo, Rassam había encontrado la tableta número once, la que daba noticias del diluvio en una versión muy anterior a la bíblica. Luego apareció la saga de Gilgamesh; la primera obra épica de que tenga noticias la raza; casi afirmando la inmortalidad del personaje que no puede ser enterrado jamás.

Muchos de estos textos, tan desconocidos como familiares para nosotros, fueron traducidos por el erudito George Smith que al morir, en 1876 y con solo 36 años, había publicado ocho libros sobre historia y lingüística asiria. Demás está decir que la inmensa mayoría de aquellos ladrillos fueron a parar al Museo Británico. Más de 70.000 tabletas cuneiformes que hoy brillan en vitrinas de Londres como una de las joyas culturales más importantes de la Tierra.

Sin embargo y despojada de casi todas sus maravillas, hoy Nínive es un pequeño museo a cielo abierto dinamitado en las afueras de Mosul.

Un grupo de ruinas más célebres por la carnicería perpetrada por Isis que por sus palacios y bibliotecas. Sentí una angustia cercana a la depresión cuando vi, hace cinco años, a los yihadistas trozar con amoladoras el rostro adusto de los “lamasu”, o tirar al piso estatuas milenarias quebrándolas contra el piso del presente.

Incluso llegaron a dinamitar la tumba del profeta Jonás, aquel mismo que, tragado por la ballena había sido escupido en las playas del Tigris para su prédica en la ciudad insurgente. “Si no os arrepentís, de aquí a 40 días Nínive será destruida” había dicho en las plazas y mercados. Finalmente y pese a profesar un credo tan diferente (los asirios eran devotos de Marduk, Assur e Ishtar) los ninivitas hicieron caso a ese loco que clamaba en el desierto, aceptaron a Jonás y cambiaron. “Y vio Dios lo que hicieron, que se convirtieron de su mal camino; y se arrepintió del mal que había dicho que les haría, y no lo hizo”, resume el libro de Jonás. Y la cristiandad dice “amén”.

La invención de la cultura global

Pero más allá de este fascinante simbolismo, yo me he quedado pensando en Assurbanipal; en que hubo un último día perfecto en la “Nueva Asiria” y acaso en el mundo. Fue el primer día real de la “cultura global” y la hermandad universal a través de los libros.

Porque a diferencia de otros jerarcas que destruían la cultura anterior para gritar que todo comenzaba con ellos, Assurbanipal coleccionó y preservó todos los libros posibles, todos los conocimientos que hubo hasta entonces en otras culturas.

Y me lo imagino, también, traduciendo las tablillas sumerias que él presumía saber y pasándolo al neo-acadio en esa fabulosa alquimia de la actualización lingüística; acaso el modo más concreto y etéreo de inmortalidad porque vuelve a la vida la palabra de los muertos y trae el recuerdo de saberes del pasado al presente del olvido.

Y si “conocer es recordar”, como escribió Platón; preservar los textos antiguos es el modo más contundente de combatir la amnesia y la ignorancia.

El 13 de setiembre es el día del bibliotecario en la Argentina. Y yo no puedo dejar de pensar en aquellos días de Nínive, los últimos del palacio de Assurbanipal que poco tiempo después sería destruido por los caldeos y luego abandonado para que la tierra lo tapara por los siglos de los siglos; que fue lo que realmente pasó.

Pero el odio de Caldea no supo que le estaba haciendo un favor a esos ladrillos (porque el odio es siempre una forma de ignorancia) preservándolos de la erosión del viento para que los muertos volvieran a la vida y los que no tienen voz hablaran. Y ese, acaso, sea el mayor milagro de Nínive y también la razón por la cual Jesús la mencionó alguna vez a los judíos incrédulos.

“Los hombres de Nínive se levantarán con esta generación en el juicio y la condenarán, porque ellos se arrepintieron con la predicación de Jonás; y mirad, algo más grande que Jonás está aquí” (Mateo 12.41).

Como un viejo susurro acadio

Yo también trabajo en una biblioteca y ese es mi orgullo.  Se trata de un corpus de veinte mil libros (la inmensa mayoría son de filosofía, pero también hay literatura, religión, historia y pedagogía) que llegaron el año pasado, en uno de los cargamentos más alucinantes que Villa María recibiera en sus 152 años de historia.

Se trata de los libros del doctor Alberto Caturelli, que hoy descansan en estos estantes que, de algún modo, ayudo a vigilar y preservar. Y esta casa es, de alguna manera, una continuidad de aquel palacio asirio de Assurbanipal. Porque de algún modo, todos los amantes de los libros hemos nacido de las ruinas de Nínive; de aquella tierra hecha barro se moldearon todos los escritores, escribas y bibliotecarios.

Hoy, parafraseando la palabra de Jesús, que siempre es inagotable pienso que “otros hombres de Nínive” se levantan día a día contra esta generación que no cree en el fin de la guerra ni en la paz primera y última. Esa que solo nos llega, como un viejo susurro acadio, desde el silencio sin violencia de todas las bibliotecas.

Escritor y periodista argentino (Córdoba, 1971). Ha publicado libros de relatos y poesía (“Los ojos de Sharon Tate”, “Príncipe Vlad”, “Crónicas del Sudeste”). Colabora para diversos medios gráficos e instituciones culturales.

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