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Sebastián Piñera es el Presidente de la República de Chile por el período 2010 – 2014, y tal vez más si resultan los planes de reelección que sondea su Ministro del Interior, Rodrigo Hinzpeter.
¿Qué tenemos desde marzo a la fecha? ¿Un nuevo amanecer humanista cristiano? ¿Más libertad de emprendimiento? ¿El regreso del capitalismo –ahora especulativo– salvaje? ¿Un nuevo Chile? ¿Mejor administración de los escasos recursos disponibles?
Me lanzo a la piscina aunque no tenga agua: un gobierno en la misma línea de los cuatro anteriores al punto que lo confundimos, en pequeños detalles y casi sin darnos cuenta, con un quinto gobierno de la Concertación. Hay para ello causas de diferente tipo y aventuraré un antojadizo análisis de este exponente del bonapartismo en la política chilena.
Piñera intenta emular hasta la saciedad las cualidades de los Presidentes que lo precedieron desde 1990. Son sus referentes, tiene lazos familiares directos e indirectos con gente de esos gobiernos, ha crecido con muchos de ellos y hasta ha compartido horas de recreación y, como no decirlo, de circo televisivo. No por nada, en pleno debate presidencial de las últimas elecciones, se declaró ante las cámaras como un admirador de Patricio Aylwin, destacando su actitud de hombre bueno y reconciliador, cortando con ello todo vínculo político con Augusto Pinochet, por más que su fortuna se multiplicara con movidas neoliberales azuzadas por su dictadura.
Aún más, el propio Aylwin confidenció hace unos años los intentos de Piñera por vincularse con la Democracia Cristiana en los albores de los noventa, citas que no prosperaron por la “actitud de dueño de la pelota” que demostraba el empresario ante políticos de viejo cuño como el mismo ex Presidente, los hermanos Zaldívar, Gabriel Valdés, entre otros falangistas. Si a esto le agregamos el perfil ejecutivo de Eduardo Frei, la grandilocuencia de Ricardo Lagos y la buena onda de Michelle Bachelet, no debe resultar extraña la aparición de este sonriente, canoso e hiperquinético Sebastián Piñera 2010, con banda tricolor incluida.
El personaje cuenta con ciertas dosis de oportunismo y demagogia como para saber hacia donde reman las aguas de la contingencia y no hará nada que lo vuelva impopular. Seguirán los subsidios, seguirán los programas y las prebendas de nuestro estadito proveedor. Que nadie se asuste por eso, ha dicho él y sus voceros. A lo más, caras nuevas pero de corto alcance (¿Ena? ¿Golborne? ¿Lavín, a lo más?) y ciertos énfasis en los discursos en el emprendimiento y en la iniciativa individual (a ver si en una de esas mete más mercado de contrabando y aleja la amenaza sindicalista).
Lo podemos asegurar: si Piñera considera que una ley de flexibilidad laboral aleonará a la Central Unitaria de Trabajadores y sus desfallecientes huestes a un paro nacional, optará por el camino que le permita seguir gobernando sin contratiempos.
Por más que incomode a la desorientada oposición, este personaje es lo que es gracias a estos años de “transición” a la democracia. Aún resuena en mi memoria la rimbombante política de los acuerdos entre la Concertación de Aylwin, Edgardo Boeninger, Enrique Correa y la entonces Democracia y Progreso de Andrés Allamand, Onofre Jarpa, Alberto Espina, Evelyn Matthei y, por cierto, Piñera, que por momentos llegaba a causar sopor y letargo en la agenda de los medios.
La Unión Demócrata Independiente (UDI), por entonces, aún se creía con el deber de asumir su pinochetismo a ultranza y se mantenía al margen de todas estas componendas. “Es mejor que la política sea aburrida porque es signo de que no hay problemas”, decían los más autocomplacientes del arcoíris gobernante y también parte de la oposición “liberal democrática”.
Esta suerte de equilibrio tendiente a mantener tranquila las bayonetas, entre otros grupos de presión, no dejó de existir por alguna movida de la Concertación, sino por esa actitud antropomorfa que caracteriza a nuestra derecha.
El espionaje telefónico de Ricardo Claro y sus amigos de los servicios de inteligencia dejó pasmados a todos, inclusive al oficialismo, al ver como se desperdiciaba el pequeño capital político de la entonces “patrulla juvenil” de Renovación Nacional, encarnado por el hoy Presidente Sebastián Piñera y la actual senadora (ahora UDI) Evelyn Matthei.
El primero quedó convertido en un conventillero de la peor calaña instando a un periodista a que le formulara preguntas que dejaran como “cabra chica y contradictoria” a la Matthei en una entrevista televisiva, con tal de hacerla a un lado en sus aspiraciones presidenciales. Y la hija del entonces aviador de Pinochet no lo hizo nada de mal, al asociarse con un oscuro “radioaficionado” para espiar a su compañero de partido, pillarle la yayita y ridiculizarlo frente a las pantallas con la ayuda del “católico” dueño del canal.
Trayectoria
La sangre política de Piñera le ha permitido renacer –herencia de su padre, no se cansa de repetir y que él disfraza de servicio público- revitalizarse poco a poco, dejando el bochornoso incidente del espionaje telefónico en el olvido, asumiendo roles de encuestador de temas candentes y de dirigente deportivo de un club del cual ni siquiera es hincha, como Colo Colo –motivo que hoy lo tiene más que complicado por su supuesta intervención en las elecciones por la presidencia del fútbol chileno y que derivó en la salida del entrenador de la selección, Marcelo Bielsa– y levantar una candidatura con la cual torpedeó a la otrora carta ganadora del populismo conservador, Joaquín Lavín, en 2005; en definitiva, una vitrina permanente para convertirse en el único representante de la derecha que fue capaz de derrotar al pacto de socialistas, social demócratas y demócrata cristianos que gobernó Chile por dos décadas.
Cuando la Concertación lo calificaba durante la campaña como el demonio y lo culpaba de todos los males habidos y por haber, inclusive de la debacle financiera mundial, cometió un error garrafal. Primero, porque fue un discurso poco creíble, oportunista y electorero. Cómo tragarse ese cuento si hasta hace poco Piñera era uno de los artífices de esta sociedad consensuada y pluralista que el antiguo oficialismo trató de vender todos estos años.
Fui testigo en mis tiempos universitarios de cómo el entonces profesor de Historia de Chile y más tarde Ministro de Estado, Francisco Vidal, comparaba al entonces senador Piñera y al Ministro de Hacienda, Alejandro Foxley, con Arturo Alessandri Palma por su visión de estadistas, a raíz de los acuerdos alcanzados en la reforma tributaria durante el gobierno de Aylwin.
“Fíjense como a través de la evolución, estos hombres impiden la revolución”, decía con su típico vozarrón, hoy multiplicado por los medios de comunicación en su rol de opinólogo.
No tengo tan mala memoria para olvidarme que la propia senadora demócrata cristiana Soledad Alvear invitó al candidato – empresario a sumarse a sus huestes después de ver “lo mal que lo trataba la Alianza”, en una de las tantas roscas en que se han enfrentado los partidos políticos conservadores chilenos. Asumámoslo de una vez por todas: para la derecha, Piñera más que un mal necesario es, por sobre todo, un gran mal. Si no fuera porque con él recobraron el poder en democracia, ya lo habrían aniquilado, como intentaron hacerlo en el pasado, cuando no lo consideraban una carta ganadora, inclusive recurriendo a métodos nada santos.
Es inútil desconocerlo:
Piñera es fruto de aquello que la Concertación considera su mayor patrimonio, es decir, haber logrado que todas las fuerzas políticas tengan derecho a dirigir los destinos del país tal como lo pregonaba Patricio Bañados en la franja política del plebiscito de 1988 (siendo sinceros, aquellos que adhieran al binominalismo, cuna de equilibrio y ponderación, según dicen los entendidos). Dentro de eso, cabe perfectamente un eventual gobierno de derecha con maquillaje de centro izquierda como el que algunos (la mayoría) celebran y otros soportan a duras penas.
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